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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El secreto está en las olas

El miedo al otro está en el origen de las peores fobias. Y ahora se encarna en unos ciudadanos cada vez más aislados, encerrados sobre sí mismos, con la comunicación telemática sustituyendo la relación presenciales

Josep Ramoneda
Pedro Sánchez, en la Conferencia de Presidentes, este viernes.
Pedro Sánchez, en la Conferencia de Presidentes, este viernes.Chema Moya (EFE)

La crisis del optimismo marca el pulso del momento pandémico. Y cubre con niebla densa un verano distinto, marcado por la angustia y la proximidad. De cerrados en casa a limitados a territorios cercanos, con la sombra del confinamiento persiguiéndonos. La angustia viene del derrumbe de las expectativas, de la inseguridad acumulada desde que los gobiernos cambiaron, “por nuestro propio bien”, las prioridades y las reglas del juego: si ahora estamos así, ¿qué pasará en otoño? Una inquietud que certifica la desconfianza creciente con los que mandan, que es caldo de cultivo de paranoias y teorías conspirativas. No hay calma para el cuerpo cuando domina la incertidumbre, es decir, el miedo a estar a la vuelta del verano en situación peor.

La pausa de agosto marcaba habitualmente un momento de aparente distensión. Hasta el Parlamento y los tribunales de justicia cierran por estas fechas. El individualismo económico, que lleva tres décadas amenazando la cohesión de la sociedad, se completa ahora con la desconfianza en el cuerpo ajeno, vehículo del virus amenazador. El miedo al otro está en el origen de las peores fobias humanas. Y ahora se encarna en unos ciudadanos cada vez más aislados, encerrados sobre sí mismos, con la comunicación telemática sustituyendo la relación corporal de los encuentros presenciales. Un momento para aprovechar para conocerse mejor a sí mismo, dicen, pero es en la relación con los demás y con el mundo que crecemos. Y en la vida social que nos sacudimos el peso de nuestros propios demonios.

La gran mayoría de los mensajes que hemos recibido estos meses empiezan así: “Espero que estéis bien tú y los tuyos”. Es la expresión del repliegue en el territorio tribal, de achicamiento de espacios, así en la vida privada como en la pública. La distancia con el otro, simbolizada por el retorno de los Estados nación y la reafirmación de las fronteras en Europa, para recordarnos quién tiene el poder de marcar el territorio. Y en este contexto no es fácil hacer un balance del curso que termina. Si sabemos que ha sido el año de las mascarillas. Y que muchas cosas dependerán de si en otoño seguimos todavía con ellas. O si aparece alguna expectativa de empezar a abandonarlas. Nada como las mascarillas representa el repliegue y camuflaje que nos ha impuesto este tiempo. Y la pregunta es: ¿cuándo nos las quitaremos y qué marcas quedarán de ellas en nuestros rostros? O dicho de otra manera: ¿hay salida liberal y democrática a este embrollo o solo habrá servido para acelerar la agenda del autoritarismo postdemocrático que se ha ido colando en una época en que se ha pretendido someter a la ciudadanía con el discurso que afirma que fuera de la ortodoxia económica no hay salvación?

Al desasosiego contribuyen, quiérase o no, tanto las instituciones públicas —que la pandemia ha colocado ante todas sus contradicciones— como el sistema de comunicación masiva propio de la era digital. La infinita información se acerca a menudo a la gran desinformación. Afirmar no es informar, del mismo modo que hay una diferencia entre informar y opinar. Las redes son el reino de las afirmaciones sin garantía alguna de credibilidad o solvencia. Y las webs con reconocimiento y los medios de información más convencionales borran con demasiada facilidad la distancia entre la noticia y lo que se piensa de ella. Dicho de otro modo, la información está dopada de opinión, marcando cualquier experiencia con el sello de la parcialidad. Y en el balance son los discursos más alarmantes los que tienen premio. Cuesta que se imponga la serenidad.

La inseguridad de los gobernantes —con muy raras excepciones— se ha puesto de manifiesto esta vez cargando en los expertos científicos y sanitarios el peso de sus decisiones, generando en este sentido una peligrosa confusión, porque curar y gobernar son dos cosas distintas. La otra forma compensatoria de la impotencia en que les ha pillado la pandemia ha sido utilizarla patéticamente en la refriega política. La tarea de controlar la gestión gubernamental por parte de la oposición o de defender sus competencias por parte de las comunidades autónomas en vez de moverse en el terreno de la crítica con voluntad cooperativa, se ha extraviado en peleas barriobajeras y en patéticas especulaciones con los muertos. Dice un amigo, que la fuerza de Pedro Sánchez está en que es especialista en surfear sobre olas que no han sido creadas por él. El secreto está en las olas.


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