Una idea que destruye cuanto toca
Aunque se haya constatado el fracaso del 'procés', sus líderes han perseverado en continuar engañando a ese sector de votantes al que saben muy proclive a no poner en cuestión sus mensajes
Por fin Carles Puigdemont ha presentado su último artefacto político, que, aunque etiquetado con el antiguo nombre de Junts per Catalunya, está destinado a reunificar a los diversos sectores de la antigua Convergència que se han ido venciendo del lado del independentismo más unilateralista y rupturista. La irrupción de la nueva formación y, en especial, las dificultades que ha provocado su nacimiento evidencian un tipo de tensiones en el seno del espacio independentista sobre las que vale la pena reflexionar un instante.
Por lo pronto, la fragmentación de dicho espacio debería hacer que algunos corrigieran una reflexión que circuló profusamente durante los momentos más álgidos del procés. Los problemas, sobre todo en forma de escisiones o deserciones, cuando no de espectaculares pérdidas de apoyo electoral, que aquel causaba en los sectores no independentistas eran interpretados por el secesionismo como la prueba concluyente de su fortaleza política, ante la cual el resto de proyectos terminaba por deshacerse como un azucarillo.
Una democracia es de baja calidad cuando sus ciudadanos no exigen a los gobernantes rendición de cuentas
Es cierto que en el seno del bloque independentista siempre hubo tensiones entre los dos grandes partidos que lo conformaban pero eran asunto menor, en la medida en que a la hora de hacer balance de los saldos electorales, la suma de los dos era prácticamente siempre la misma. Los problemas que entre ellos se iban produciendo nunca provocaban fugas hacia opciones no independentistas sino que, como mucho, los desplazamientos del voto tenían lugar sin salir del propio perímetro, esto es, de uno a otro partido. Tal solidez electoral no respondía a los motivos que suelen explicar que una fuerza política se mantenga en el poder durante largo tiempo. No cabe hablar de una gestión eficiente de los recursos por parte del gobierno catalán (más bien ha sido inexistente). Como tampoco se explica por el hecho de que las fuerzas independentistas fueran alcanzando las metas anunciadas y obtuvieran así el respaldo continuado de la ciudadanía.
Hay que añadir, digámoslo todo, que los dirigentes independentistas no han ayudado a la clarificación de las cosas, rehuyendo en todo momento la menor autocrítica. Aunque se haya constatado el fracaso del procés y se hayan desvelado las mentiras en que se sustentaba (despegue económico espectacular, triunfal acogida en Europa como nuevo estado independiente, etc.), sus líderes han perseverado en continuar engañando a ese sector de votantes al que saben muy proclive a no poner en cuestión sus mensajes. Sin embargo, cualquier ciudadano, por crédulo que sea, tiene derecho a un gobierno que no le mienta. La pregunta pertinente entonces es: ¿ni siquiera ahora, con el dramático escenario que estamos viviendo, se atreven los líderes independentistas a decir la verdad, a reconocer la imposibilidad de materializar sus promesas? Si ni en estas circunstancias son capaces de hacerlo ¿se puede confiar en que lo hagan alguna vez?
Dirigentes independentistas no han ayudado a la clarificación de las cosas, rehuyendo la autocrítica
Los destrozos han sido tantos (en todas las fuerzas políticas) y de tal magnitud (con formaciones incluso desaparecidas) que habrá que empezar a pensar si, más allá de los desaciertos particulares, hay algo en el propio proyecto independentista que termina por generar necesariamente tan devastadores efectos. Porque el resultado parece incontrovertible y no cabe ocultarlo: al final, lo que ha pasado ha sido que no solo los sectores que se oponían al independentismo sino incluso los que lo respaldaban han acabado dañados, cuando no directamente destruidos. En el momento en el que empezó todo esto, se quiso colocar fuera, en el exterior habitual (Madrid), el origen de todos los males, aunque esta vez con un matiz más estructural. Pero el problema nunca estuvo fuera de Cataluña, por más que algún ideólogo independentista sobrevenido se empeñara en cifrarlo todo en la presunta baja calidad democrática del Estado español, como si el independentismo, especialmente tras las bochornosas jornadas de septiembre de 2017, estuviera en condiciones de dar lecciones de democracia a alguien. Sin duda, hay más. Siempre ha habido más.
Algunos dirigentes políticos actúan como si estuvieran convencidos de que se es más demócrata cuanto más se acepta sin rechistar ni formular la menor crítica a lo que pueda manifestar o decidir la ciudadanía. Craso error. La virtud de los ciudadanos es un requisito indispensable para la consecución de una democracia satisfactoria para todos. O a la inversa: una democracia también es de baja calidad cuando sus ciudadanos no exigen a los gobernantes la debida rendición de cuentas y respaldan sus comportamientos, sean estos los que sean y desemboquen donde desemboquen.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE.
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