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Romper el tabú

¿Hay alguien en el independentismo con autoridad para levantar el tabú, decir que el programa de máximos no está en el orden del día y ofrecer un proyecto integrador a comunes y socialistas?

Josep Ramoneda
Puigdemont firma la declaración de independencia en el Parlament.
Puigdemont firma la declaración de independencia en el Parlament.Massimiliano Minocri

No teníamos nada a punto”. Esta frase del expresidente Puigdemont no hace más que confirmar lo ya sabido: que la declaración de independencia del 27-O fue una frivolidad de graves consecuencias. Interpretaciones benevolentes han dicho que los dirigentes independentistas confundieron lo que era un punto de partida (la acumulación de capital político simbolizada por el referéndum del 1 de Octubre) con el punto de llegada (la materialización de la independencia).

El libro de Puigdemont (y la difusión del mensaje que había grabado por si era detenido) deja claro que no había engaño sino impotencia, que había perfecta consciencia de que no se contaba con los mínimos instrumentos necesarios para que la independencia fuera operativa, ni siquiera para entrar en confrontación abierta con el aparato del Estado. Era una evidencia. Se había dicho y repetido muchas veces antes del otoño de 2017: sin una mayoría aplastante, sin capacidad coercitiva alguna (ni policial, ni judicial), sin poder insurreccional, con las élites económicas en contra y sin apoyo internacional, la declaración era un brindis al sol, susceptible de tener consecuencias trágicas. Y sin embargo, se hizo, sin que nadie consiga dar una explicación racional del porqué. Se proclamó la independencia y fue la dispersión. Ni siquiera el gobierno volvió a juntarse. A la convocatoria de Palau no asistieron todos y después cada cual campó a su aire. Y la ciudadanía se fue a su casa. Al despertar, el artículo 155 ya estaba operativo.

Puigdemont confirma lo que todos sabíamos: la declaración de independencia no fue responsable. ¿Por qué se hizo?

Puigdemont confirma lo que todos sabíamos. Fue una irresponsabilidad y él, el máximo responsable. ¿Por qué se hizo? Sería triste tener que apuntarlo a la psicopatología de las rivalidades políticas entre afines. Le faltaron a Puigdemont coraje y autoridad para romper la gran fabulación. Aunque de hecho ya estaba rota: la gran mayoría sabía perfectamente el desenlace, no en vano el sábado 28 de octubre fue probablemente el día más tranquilo en la ciudad de Barcelona desde la última semana de septiembre. La coartada es que la respuesta represiva habría sido la misma con o sin proclamación. El Gobierno español —en manos del impasible Rajoy— no quiso dar garantía alguna. Pero ante una convocatoria de elecciones no habría sido fácil aplicar el 155.

En cualquier caso, la ligereza de tomar una decisión para la que no se estaba preparado, la han pagado cara los responsables y ha metido el país en una larga resaca. Tres años de represión, frustración y desgaste, sin que se vislumbre un horizonte estratégico claro. En medio, la pandemia ha acabado de lastrar el escenario, con un Govern desgastado que ha querido presentarse como el primero de la clase en la gestión de la crisis sanitaria, y ha acabado atrapado como todos. De modo que ahora mismo en la agenda política y en el horizonte electoral, junto al destino del proyecto independentista, están la crisis sanitaria, la crisis económica y la educativa. Y ante este escenario no basta con la jaculatoria de ritual: solos lo haríamos mejor.

El independentismo confundió un punto de partida, el 1-O, con el punto de llegada, materializar la República
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El 1 de Octubre no fue un mandato imperativo de la ciudadanía sino el momento inicial de un proceso que necesita tiempo para poder alcanzar una mayoría incuestionable. Y la paciencia tiene poco poder federador ante los sectores que siguen alimentando las fantasías de la ruptura unilateral. Hay un punto común entre el unionismo y el independentismo: los primeros vienen anunciando cada temporada la decadencia y desmovilización del independentismo (llevan desde 2012 equivocándose y todavía insisten) y un sector de los segundos sigue fantaseando sobre una crisis inminente, que hundirá España y abrirá las puertas de la independencia de par en par. Queda ya poco para las elecciones catalanas. Una vez más, ambas partes quedarán frustradas: el independentismo seguirá ahí, confirmando su fuerza electoral, y el momento epifánico seguirá sin llegar. Lo cual obliga a preguntarse: ¿Hay alguien en el propio independentismo con autoridad para levantar el tabú, decir que el programa de máximos no está en el orden del día y ofrecer un proyecto integrador que genere espacios compartibles para una reconstrucción económica, social y política a la que por lo menos los comunes y los socialistas no se sientan ajenos? ¿O el independentismo seguirá atrapado en la promesa que no llega ni se dan las condiciones para encarnarla, mientras el país se estanca entre la frustración y la melancolía? Hagan política, señores, que la retórica y la autocomplacencia ya cansan.


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