_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lecciones de una derrota 80 años después

El independentismo se ha equivocado al olvidar que la soberanía con futuro es la que sirve para proteger a los ciudadanos

Lluís Bassets
Soldados del Ejército español se preparan para desinfectar un edificio en Barcelona durante la pandemia.
Soldados del Ejército español se preparan para desinfectar un edificio en Barcelona durante la pandemia.Massimiliano Minocri

Nada peor que combatir una guerra de hoy con armas de ayer. Esto le sucedió a la III República Francesa hace 80 años, cuando su ejército fue barrido en seis semanas por las divisiones acorazadas alemanas entre mayo y junio de 1940. Los errores y las responsabilidades de las élites políticas y militares fueron subrayados en un libro de gran fuerza inspiradora, como es La extraña derrota, del historiador Marc Bloch, pero también en las Memorias de guerra de Charles de Gaulle o en las crónicas de Raymond Aron publicadas en La France Libre, la revista de la Resistencia.

Ante las derrotas de hoy, aquella derrota de ayer ofrece referencias que habría que aprovechar. La primera es el reconocimiento de la derrota misma. No hay derrota tan miserable como la que no se quiere reconocer como tal. A veces porque es el fruto de una incapacidad moral e intelectual del mismo derrotado. Este fue el caso de las derechas extremas que la interpretaron como una victoria política e ideológica y sacaron como consecuencia la política de colaboración con el ocupante. Detestaban tanto el régimen republicano que preferían la sumisión al invasor alemán que les daba la oportunidad de restaurar sus ideas y sus políticas reaccionarias.

El fallo hoy más aleccionador es el que se refiere a la conducción de la guerra. “Nuestros jefes o quienes actuaban en su nombre —escribe Bloch— no han sabido pensar esta guerra, o en otras palabras, el triunfo de los alemanes fue una victoria intelectual”. El ejército francés tenía en la cabeza la guerra de 1914, con su estrategia estática y de desgaste, mientras que el ejército de Hitler venció con una ofensiva dinámica, fundamentada en la velocidad de sus carros blindados.

El fallo definitivo fue el de las élites. Explica la derrota y fundamenta la rendición, con el peligro que significa para la existencia misma de Francia, fragmentada durante la ocupación y destinada a desaparecer en una Europa nacionalsocialista victoriosa. Bloch habla de “crimen estratégico”. Aron directamente de “traición”. De Gaulle lo reduce al “naufragio de la vejez”, idéntico en el caso del mariscal Petain al “naufragio de Francia”.

La recuperación de la república es deudora de la autocrítica. Sin un análisis tan agudo sobre las causas de la derrota difícilmente se hubieran organizado las ideas y energías para recuperar la relevancia de Francia, situarla entre las naciones vencedoras habiendo sido perdedora, y devolverla a la escena internacional en el lugar preeminente de fundadora de la OTAN y la UE, miembro permanente del Consejo de Seguridad y poseedora del arma nuclear. De Gaulle supo librar las guerras políticas que correspondían a la época, y como más destacadas, la de la descolonización y la amistad franco-alemana, estructura imprescindible del equilibrio europeo.

No es necesario forzar paralelismos, pero sí retener algunos elementos de la autocrítica. Primero el reconocimiento de la realidad. Segundo, saber cuál es el carácter del combate que se libra. Tercero, determinar la responsabilidad de los dirigentes. De entrada, aquí la derrota es un tabú: no se puede mencionar. La explicación se encuentra en los mismos errores que la produjeron. La incapacidad de análisis de la realidad, la pésima evaluación de la correlación de fuerzas y la cadena de engaños fueron tan enormes que se hace imposible un reconocimiento sin la inmediata descalificación de todos los que los han cometido y aún los siguen cometiendo ahora para no desmentirse.

Nada ha evidenciado de forma más clara que la guerra librada era la de una época pasada como la inversión de prioridades desencadenada con la pandemia, que han situado en primer y casi único plano la asistencia a los enfermos, la protección a la población del contagio y la recuperación de la economía. El mundo entero ha recurrido a las soberanías efectivas que tenía a mano, que no siempre son las de los Estados, como se ha visto con la actitud de Bolsonaro en Brasil o de Donald Trump en Estados Unidos. En Cataluña, en cambio, el gobierno de Torra, desbordado en los hospitales y hogares de ancianos y crecientemente dividido en su interior, ha entendido la guerra contra el virus como una oportunidad más para mantener vivo el rescoldo rupturista del 1 de octubre.

El resultado ha sido decepcionante. La técnica de camuflar la tensión creciente entre Junts per Catalunya y ERC con la subasta verbalista apenas funciona. Es difícil creer que el estado de alarma haya prolongado la suspensión de la autonomía del artículo 155. Tampoco tiene credibilidad que la Unidad Militar de Emergencia, reclamada por muchos ayuntamientos y residencias, fuera una fuerza de ocupación. Las quejas y lloriqueos de Torra, acompañados de una gestión deplorable, más propios de un jefe de una oficina de reclamaciones que de un gobierno, no han podido eclipsar la coordinación más eficaz entre autonomías de toda la historia de la democracia.

Es un error reducir la soberanía al control del territorio y de la población, olvidando así la cuestión determinante en el mundo de hoy, como es la protección de los ciudadanos. Es soberano quien protege la vida y la libertad de su población. El independentismo ha perdido diez años, gastados inútilmente en dividir el país, en lugar de afianzarse como administración con capacidad para proteger a la gente. Los gobiernos del procés se han concentrado en proteger a la mitad de la población, olvidando a la otra mitad. La pandemia lo ha puesto todo en claro y el conjunto de la ciudadanía, también la independentista, naturalmente, ha identificado muy bien quién la estaba protegiendo.

Ahora sólo hace falta que las élites aprendan de la pandemia. O de lo contrario, que sean rápidamente sustituidas por otras con la cabeza limpia de las viejas ideas que nos han llevado a la derrota.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_