Barcelona, fetiche literario
Un libro viaja por las calles de la ciudad que vivieron e inspiraron a autores desde Jean Genet y Sagarra a Rodoreda, Vázquez Montalbán, García Márquez y Bolaño
Del puñetazo que le arreó al afeminado le quedaron a Jean las pestañas postizas pegadas en los nudillos. El protagonista de la novela autobiográfica Diario del ladrón, de Genet, trabaja en La Criolla, el local más canalla de ese internacionalmente famoso Barrio Chino de la capital catalana ya en esos años 30, epicentro de los bajos fondos, cuya existencia lleva a Gabriel Alomar a escribir ya en 1911 que la ciudad “empieza a ser metrópoli”. A esa mítica taberna acuden, como atracción, los acomodados personajes de Vida privada (1932), de Josep Maria de Sagarra, que, decepcionados porque su imaginación sobrepasa en mucho la sordidez de lo visto, se desplazan, unas calles más allá, al Villa Rosa, taberna flamenca hoy conocida como Moog, templo de selecta música electrónica que, como homenaje, recuerda el nombre en una de sus salas…
Ahora cuesta más oír en una esquina como la de Marqués de Barberà con Sant Oleguer que una prostituta se ofrezca a uno al grito de “¡Fucky, fucky!”, como le ocurre al personaje de Al margen, de André Pieyre de Mandiargues; cerca de allí, unas décadas después el eslogan sexual es “al bressol, rei!”, en este caso dirigido al jovencísimo protagonista de Míster Evasió (1969), de Blai Bonet. Son cosas que ocurren en la parte más oscura de ese Distrito V, como la calle Robadors, cita obligada de lo más canalla, pero en la que sólo una criatura de ficción ha vivido en ella hasta la fecha: Lakhdar, el de la Calle de los ladrones (2013), de Mathias Énard.
De cosas como esas, con trasunto casi fetichista, se entera quien pasee entre las hojas de Brcelona: título provisional (Publicaciones Ayuntamiento de Barcelona), del periodista Andreu Gomila y el diseñador gráfico Diego Piccininno, tándem nacido en la revista Time Out y padres de este particular viaje literario por la ciudad, donde una docena de escritores repasan la geografía de la capital plasmada en la vida y la obra de autores de toda condición del siglo XX, pespunteado, en rompedor diseño, con fotografías de Scott Chasserot e Iván Moreno.
Robadors, cuatro veces, como las de Escudellers y la vía Laietana, son las calles más citadas, si bien las supera el Paral·lel (cinco), de este volumen donde hay muchos autores, como podrían haber otros tantos. Pero, aunque es en una trifulca descomunal entre bandas en otro barrio del distrito de Ciutat Vella (la Barceloneta) donde la criatura de Francisco Casavella se convertirá en mito (El día del Watusi), recuerda Gomila, el paseo literario alcanza hasta la otra punta de ciudad, como el barrio de Sant Gervasi de Cassoles, por ejemplo. Ahí, desde la casa de sus abuelos Gurguí, Mercè Rodoreda envidiaba la ropa tendida de las hermanas del futuro sabio Miquel Batllori, cuya familia veraneaba al lado en una noble torre. La autora de La Plaça del Diamant (el “equivalente del Berlin Alexanderplatz de Döblin o del Dublín del Ulises de Joyce”, cree Marta Pesarrodona) tiene su espacio fetiche en aquella plaza, cuya génesis subliminal quizá esté en una prohibición paterna de ir a bailar allí de jovencita durante una fiesta mayor de Gràcia.
Todo es posible. Porque pocas ciudades del mundo pueden decir que en una misma esquina hayan convivido dos premios Nobel, como Gabriel García Márquez (calle Caponata) y Mario Vargas Llosa (Osi), en Sarrià, como fija el periodista Xavier Ayén, que recuerda que muy pocas obras del famoso boom latinoamericano que tuvo a Barcelona como capital recogen, sin embargo, la ciudad en sus obras. Afirma que la primera vez que el peruano pisó Barcelona, en 1958, le pidió al taxista que fuera Rambla arriba (paseo donde Gabo compraba los diarios y Julio Cortázar, camisas talla gigante, en el único sitio donde las hallaba, El Corte Inglés) para reseguir escenarios del Homenaje a Cataluña de George Orwell. Unas páginas más allá, el escritor David Castillo cita la misma anécdota del taxista, pero con la ruta del Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé por la carretera de El Carmel como enfebrecido leitmotiv de Vargas Llosa.
Puede ser que el autor de Conversaciones en La Catedral hiciera ambas peregrinaciones; también parecía improbable que Roberto Bolaño, de camino a Suecia, se enraizara en Barcelona, primero en un piso de apenas 20 metros cuadrados en la calle Tallers, 45. El amor. Y que aquel minúsculo habitáculo (“sin ducha y con cagadero en el pasillo”, como se describe veladamente en Los detectives salvajes) se convirtiera en el primer epicentro barcelonés del chileno, desde donde frecuentaría, enumera el crítico Ignacio Echevarría, el Drugstore Liceo, la Imprenta Llenas (material para escribir) o el Bar Elisabets, en la calle del mismo nombre. En ella, justo un siglo antes aterrizaron, recuerda Blanca Llum Vidal, unos hermanos de la abuela de Maria Mercè Marçal, instalada en Els Penitents, barrio donde, al menos, habían vivido ya dos poetas más: Clementina Arderiu y el Jacint Verdaguer que convivía escandalosamente con la familia Duran Martínez.
El libro, como la ciudad, da para mil páginas más: la del Manuel Vázquez Montalbán que hizo nacer al detective Carvalho en su misma calle y casa (Botella, 11); o la del barrio gótico de palacios e iglesias del salto del XVIII al XIX , “habitada por buscadores de placer”, que dice Simona Skrabec que describe Jaume Cabré en Senyoria, con el inquietante juez Rafel Masó en el palacio de la Real Audiencia, hoy el de la Generalitat; o la de Quim Monzó y Montserrat Roig y hasta la de la subinspectora lesbiana imaginada por Susana Hernández, que en Curvas peligrosas recorre la ciudad a lomos de su Harley-Davidson. Barcelona, ciertamente, es un gran libro de título provisional.
La apuesta, claro, siempre se puede doblar: también por el Raval pueden deambular niños sin cabeza al son del ruido de helicópteros, como dibuja la argentina Mariana Enriquez (Los peligros de fumar en la cama), o soportar una lluvia infinita provocada por la caída de un meteorito en una ciudad desmemoriada, como imagina Javier Calvo (El jardín colgante). Y, como dice Marina Espasa, “conquistar calles y plazas abandonadas por los que generan discurso en la ciudad”, como con ferocidad denuncia desde el centro cívico de la Barceloneta o desde una casa okupada en Sants Cristina Morales (Lectura fácil), mientras cuestionan más científicamente esa Barcelona “bulímica y acaparada” Adrià Pujol (Picadura de Barcelona) y Marina Garcés (Ciutat Princesa). Y, en una última elipsis geográfica, hacer del Besòs y del Llobregat dos Misssissipi y cruzarlos como han propuesto con su obra, respectivamente, Javier Pérez Andújar y Kiko Amat. “Una novela de Barcelona que lo explique todo es imposible”, dicen de su libro, con razón, los editores. Y vale para la ciudad.
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