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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el confín con Internet

Internet y el buscador Google me parecen las herramientas de conocimiento más revolucionarias nunca vista

J. Ernesto Ayala-Dip
Ángelo Soliman, a mediados del siglo XVIII.
Ángelo Soliman, a mediados del siglo XVIII.

Confinarse es estar en un sitio donde no llega nuestra vista. Así define el término confinación el Diccionario de uso del español, de la inmortal María Moliner. Confín es el territorio donde nos confinamos. Es estar totalmente fuera del mundo que nos rodea. Para algunos, su naturaleza de por sí doméstica, rutinaria, tendente siempre al recogimiento, el confinamiento al que nos ha sometido el coronavirus (insisto mucho en esto, el maldito coronavirus y nada más es la causa de esta inédita situación) es como una bendición. Uno descubre de pronto otro estado. Otro mundo, el que está en este mismo que vivimos, como reza un verso de Paul Éluard. Un lugar inédito en nuestra propia casa. El lugar de todos los días, un día nos parece otro sitio, los libros que leímos otros libros y las películas que vemos la auténtica realidad porque la nuestra, la que nos rodea ya no lo es. O no nos parece que lo sea.

Leo ahora indiscriminadamente, como cuando empecé de muy jovencito en la biblioteca del reformatorio. Junto a los libros ya leídos, están los que esperan ser abiertos. Tengo muchos libros aún sin leer.

Internet y el buscador Google me parecen las herramientas de conocimiento más revolucionarias nunca vista. Los que no tuvimos de niños ni de adolescentes en casa una enciclopedia cuando la necesitábamos, bien lo sabemos. He descubierto en estos días que cada libro que cojo, tardo más en leerlo. Eso es porque me detengo en cada nombre, ciudad o cualquier otra referencia que salga en sus páginas. (También me pasa cuando camino, cruzarme con el nombre de una calle que ignoraba totalmente). Daré un ejemplo de lo que digo. Al comienzo del confinamiento, comencé a leer Los errantes (Anagrama), novela de la escritora polaca y Premio Nobel de Literatura 2019 Olga Tokarczuk. En la página 138, la autora comenta una costumbre muy de la época que trata, de meter disecados en vitrinas “todo lo raro, cada manifestación de la aberración del mundo”. Y da un ejemplo histórico. En la corte vienesa de finales del siglo XVIII, José II practicó esa “aberración”. Y en tiempos de Francisco I, el hombre que perdió su poder en Europa en Austerlitz frente a Napoleón Bonaparte, se llegó hasta la disecación de uno de sus cortesanos preferidos, Angelo Soliman. Pues bien, gracias a mi estadía en mi confín, entregado al placentero cultivo de la digresión y la libertad de movimiento intelectual que dicha confinación nos permite sin cortapisas, comencé a viajar por internet hasta encontrar al desgraciado Soliman. Haré un resumen porque la historia se lo merece.

Soliman nació en Nigeria en 1721. Provenía muy probablemente del pueblo kanuri. Siendo muy niño fue vendido como esclavo. Lo trasladaron a Marsella. Ese terrible hecho fue sin embargo su salvación humana y espiritual. Se ocupó de él y de su educación una marquesa de Mesina. Unos años después, sin muchos miramientos sentimentales, la marquesa siciliana lo regaló al gobernador de Sicilia, el príncipe Johann Georg Christian de Lobkowitz. Este príncipe lo convierte en soldado y ayuda de cámara. Los avatares de la guerra y de la vida hacen que Soliman termine como preceptor del futuro heredero de la corona austríaca Francisco José I. Esto ocurre en 1773. Cinco años antes se había casado con Magdalena Kellerman, una viuda joven de la estirpe militar francesa de los Kellerman, futuros duques de Valmy.

Angelo Soliman fue un hombre culto. Se incorpora en 1781 en la logia masónica vienesa y es nombrado gran maestre. Gracias a esta circunstancia, Soliman entra en contacto con la crème de la crème de la cultura vienesa de su tiempo. Se hace amigo del científico Ignaz von Born y gracias a ello conoce personalmente a Mozart y Haydn. En 1772 nace su hija Joséphine. Y ahora viene lo terrible de esta historia. Muere en 1796. Su cadáver fue disecado y expuesto en el Museo de Historia Natural de Viena, adornado con plumas y un infame taparrabos (algo muy parecido a lo que ocurrió con el Negro de Banyoles, historia, por cierto, que trata con excelente pericia narrativa Miquel Molina en su libro Naturaleza muerta, de reciente publicación en Edhasa). El cadáver disecado de Soliman se quemó durante la revolución de 1848 en Viena. Olga Tokarczuk transcribe la carta que la hija de Soliman remitió a Francisco I rogándole tuviera a bien devolverle el cadáver de su padre para ser enterrado con la dignidad que merece toda persona humana. Nunca obtuvo respuesta. No conozco novela, ni película que traten esta increíble existencia.

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