_
_
_
_
OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Debemos tomar precauciones

Pensar que la división y la separación entre grupos humanos servirá para superar un contagio , que no reconoce diferencias ni fronteras, es una gran estupidez y la expresión de una arrogancia insolidaria

El encargado de un negocio de alimentación en Terrassa (Cataluña) coloca un cartel de advertencia en el mostrador.
El encargado de un negocio de alimentación en Terrassa (Cataluña) coloca un cartel de advertencia en el mostrador.Cristóbal Castro (EL PAÍS)
Lluís Bassets

La reconstrucción nos obligará a imaginar cómo queremos que sea el país. Y esta vez tendremos que hacerlo pensando en los intereses de todos nosotros, los ciudadanos, en lugar de los prejuicios ideológicos, los tópicos históricos y las ideas recibidas.

No hay duda de que solo unidos podremos vencer la pandemia, una unidad que debe establecerse en todos los niveles, casi desde el rellano de la escalera. Lo han dicho todos los dirigentes sensatos en todos los países democráticos y solo gente como Trump o Bolsonaro, entre los de fuera, y Ortega Smith o Laura Borràs, entre los de dentro, han osado señalar el camino contrario. Pensar que la división y la separación entre grupos humanos servirá para superar un contagio devastador, que no reconoce diferencias ni fronteras, es una gran estupidez y la expresión de una arrogancia insolidaria e incluso inhumana.

La unidad política e institucional hay que empezar a buscarla en el nivel municipal, seguir por las instituciones del autogobierno catalanas, continuar con las españolas y culminar en las europeas. Sin olvidar nuestras obligaciones y responsabilidades para con los países más frágiles de África, América Latina y Asia, que deberán expresarse políticamente y con solidaridad económica en la acción de las oenegés y los gobiernos en Naciones Unidas y en otras instituciones internacionales.

El coronavirus ha transfigurado de golpe, y con gran dolor, los debates envenenados sobre las soberanías que tenían paralizado medio mundo, desde el Brexit hasta el proceso independentista. Ante la pandemia, los muertos que se cuentan en centenares de miles y la segunda pandemia de miseria y hambre que espera a buena parte de la humanidad, solo se levanta la idea frágil y precaria de una única solidaridad y una única nación, la que incluye a todos los seres humanos.

Ahora sabemos, desde hace pocos meses, que la salud de todos, incluidos los más ricos, depende de que haya salud para todos, también los más pobres. El coronavirus todo lo iguala y sólo es el tratamiento de la enfermedad y las fórmulas que elijamos para enfrentar sus consecuencias económicas donde pueden volver a salir las diferencias. No debemos permitir que la fabricación y venta de los medicamentos y las vacunas se haga bajo una discriminación injusta. Sería escandaloso pero también temerario. Vendrán más pandemias y si no aprendemos la lección de la primera, la que luego venga será todavía peor.

¿Queremos reconstruir Cataluña según unos principios diferentes? De entrada, no valen las visiones políticas que excluyen a una parte de los catalanes, minorizados en nombre de un impreciso y discutible principio democrático nunca aplicado con rigor. Tampoco se puede reconstruir Cataluña desde un proyecto que quiere la unidad con Europa e incluso con toda la humanidad y a la vez la separación y la denigración del resto de España. No son aceptables los proyectos políticos que sólo cuentan con los catalanes supuestamente auténticos y denigran al resto como ciudadanos de segunda.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

No quiere decir esto que haya que aparcar los programas secesionistas en nombre de una repentina unidad provocada por la pandemia. La nueva época que está empezando plantea dos exigencias al independentismo. La primera es de estricto realismo político: ni la actual crisis del coronavirus ni el futuro estatus de Cataluña —sea el que sea— se resolverán con los catalanes divididos y con la mitad de los catalanes enfrentados con el resto de los españoles y con la humanidad. La segunda es de orden político y moral, y afecta precisamente a los valores europeos que aparentemente todos dicen defender: no es aceptable ningún proyecto político —sea o no independentista— que se fundamente en la descalificación, la discriminación y el desprecio de una parte de la población a partir de posiciones de superioridad y hegemonía cultural, lingüística o étnica.

El conjunto del independentismo ha incurrido en los últimos diez años en la primera deficiencia, a la que se deben graves errores en el análisis de la correlación de fuerzas, la incapacidad para establecer sólidas alianzas internas y externas y la subasta entre radicalismos que llevó finalmente al desastre. Sólo una parte del independentismo, en cambio, ha caído en la segunda y mayor deficiencia, que es política, pero también moral y que descalifica a quienes han sido responsables y la practican.

Los hechos son estos: una parte del independentismo ha enseñado los dientes de un extremismo excluyente y agresivo, que pone en peligro el conjunto del proyecto secesionista, contamina a todo el nacionalismo catalán y destroza incluso la imagen de Cataluña y del catalanismo. Aunque se ampare abusivamente en la historia republicana y antifascista, este proyecto sólo se entiende desde las posiciones de la extrema derecha nacional populista que representan Trump y Bolsonaro, Orban y Salvini, Marine Le Pen y Narendra Modi: Cataluña primero, Cataluña por encima de todo, o el histórico Nosaltres Sols (Nosotros Solos).

Quienes se amparan en propuestas de este tipo creen que todo les está permitido, incluida la mentira sistemática. La consigna vale en la Casa Blanca como en la plaza de Sant Jaume. Reivindicar todo el poder y no aceptar en cambio ninguna responsabilidad. Apelar a la nación como suprema excusa, que incluye la deslealtad sistemática con las instituciones democráticas.

El presidente Torra y sus amigos rinden culto a un personaje brillante como periodista y mediocre como ideólogo, muy característico de los turbulentos y totalitarios años 30, hasta el punto de convertir una frase suya llena de sentido de superioridad en sentencia evangélica a seguir: “Tratándose de las cosas de Cataluña, yo no tomo nunca precauciones”. Esta es una propuesta que hay que desmentir solemnemente: los catalanes de hoy tenemos que tomar precauciones, ante el coronavirus y ante el virus del fascismo, para que no crezcan entre nosotros.


Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_