Vértigo en la calle ante la pandemia
Ciudadanos que salen de casa para trabajar cuentan su miedo ante la falta de protección y su angustia ante una posible catástrofe económica
“Me recuerda a un día de Año Nuevo por la mañana. Es el día que menos gente hay por la calle. Esto parece una película de ciencia ficción. Y asusta. Nos asusta lo desconocido ¿no?”.
Pero no es Año Nuevo. Hoy es jueves, 19 de marzo, y Jordi, de 51 años, conductor de autobús, está al volante de un V-13, que comunica La Ronda de Dalt con el Pla de Palau, en Barcelona. Lleva guantes de látex. La mascarilla la usa cuando va por la calle, pero ahora se siente más o menos protegido, aislado como está con unas cintas perimetrales en las que se lee: “Como medida preventiva por el episodio del coronavirus, los conductores no venderán billetes ni harán atención al cliente”.
Pero no hay casi nadie en el bus y puede hablar. Solo una chica con muletas que explica después que viene del hospital del Sagrat Cor donde le han quitado los puntos de una operación de rodilla. Luce un sol espléndido pero el paseo está desierto. “Mira: no hay nadie. Son las doce y esto, normalmente, es un bullicio. Cuatro gatos. Miedo no tengo”, dice Jordi “Bueno, sí, por mis hijos. Lo vendieron al principio como una gripe; que si China está muy lejos. Y está aquí. Veremos en mes y medio si hemos llegado tarde”. Y elogia que la gente cumpla casi con el confinamiento. “No sube casi nadie. A veces hay alguien que quiere pasearse. ¿Qué cómo lo sé? Desarrollamos casi un sexto sentido”.
El bus llega al Pla de Palau y Alba, de 24 años, la chica de las muletas, desciende. Sufrió una rotura de ligamentos cruzados y de menisco esquiando en Francia. Ahora vuelve a casa en la Barceloneta y cuenta cómo le ha impresionado el silencio en la calle de Londres donde ha cogido el bus. “Por aquí la gente es más rebelde”, desliza. Es estudiante de psicología y trabaja en Mango. Teme que haya un ERTE. No se equivoca. Un día después la firma lo confirma. Afecta a 4.767 personas. Quizá ella se libre por estar de baja.
La crisis de coronavirus ha puesto patas arriba la vida de los ciudadanos, todos obligados a luchar contra ese enemigo invisible, todos obligados al confinamiento y otros sin más remedio que a salir a trabajar a una calle cada día más vacía. Albert Artigas, de 33 años, vive solo y agradece la compañía de su perro Ringo, porque así puede salir a pasearlo. Ahora conduce un coche eléctrico de recogida de basura. No lleva mascarillas ni guantes, pero hace un gesto de resignación y, comprensivo, recuerda las carencias en los hospitales. La historia va por barrios: Mustafá, de 41 años, marroquí, de cerca de Fez, está cerrando una zanja tras una avería eléctrica en la calle La Nao. Solo cubre las urgencias. Tiene mascarilla, pero no la usa. Dice que en Marruecos hay pocos casos, pero teme que se extienda por compatriotas que han “bajado de Italia”. Mian, de 30 años, paquistaní, va en su moto de Glovo sin miedo. “Trabajo en la calle. Como otros, ¿no?”, dice sonriendo. Presume de país: solo hay 300 casos y dos víctimas. “Cerraron pronto las fronteras”, alega.
Lo vendieron al principio como una gripe; que si China está muy lejos. Y está aquí. Veremos en mes y medio si hemos llegado tarde”, dice Jordi, conductor de autobús"
La tarde avanza y apenas hay nadie. Dos guardias de seguridad de Prosegur mantienen una conversación ante una parada del metro. Prefieren no decir su nombre. “Pon Kilos 80. La historia es larga. Mis compañeros saben quién soy”, afirma uno. “Los que tenemos que proteger deberíamos estar protegidos. Nos juntamos en los vestuarios de las estaciones de metro, de ocho metros cuadrados, entre 15 o 20 guardias donde nos cambiamos y comemos juntos los táperes. Estamos expuestos al 100%”. Y cuenta que el 16 de enero, cuando estalló la primera crisis en China, estaba en Filipinas. “Un mes después eran 80.000. Y aquí pasará lo mismo”, presagia. “Eso ya lo he visto”, remacha en alusión a los soldados que desinfectan instalaciones con trajes protectores desde los pies a la cabeza como si entraran en una nuclear.
La inquietud se extiende como la pólvora: un taxista en la plaza de Catalunya se disculpa por atender con mascarilla y guantes —“Lo siento: hay dos taxistas en el hospital”— igual que una vendedora de una tienda de telefonía en la calle de Sepúlveda. Un albañil de una obra de un céntrico hotel de Barcelona desearía detener la construcción como con las públicas. “Ojalá se pare. Estamos al corriente de que en otros sitios ha sido así”, dice temeroso de contagiar a un familiar. El capataz admite que les faltan mascarillas.
La Boquería impone: multitud de paradas cerradas y las abiertas con vendedores como si fueran cirujanos. Josep, de 46 años, es un payés de Sant Boi. La cuarta generación en la plaza. “La gente viene a cuentagotas. No se está a gusto. Hay mucha inquietud, pero estas”, indica palpando una calabaza y unas alcachofas, “no entienden de coronavirus. Siguen creciendo”. Juani Leo, pollera, de 60 años, pide que pase pronto: “Esto es la ruina para todos”. Igual que el pescador Marcos Merino que se plantea abrir solo viernes y sábado.
“La gente viene a cuentagotas. No se está a gusto. Hay mucha inquietud, pero estas”, indica Jordi, payés, palpando una calabaza y unas alcachofas, “no entienden de coronavirus".
No es diferente la situación en las farmacias. Pepa Soler, de la farmacia Soler Cuyàs, en Gràcia, relata el “agobio” de trabajar con mascarillas, guantes y obligando a los clientes a entrar de dos en dos. “Me encantaría quedarme en casa, pero esto es un servicio público. Es angustioso: no solo por el contagio. Son las condiciones de trabajo. No estamos acostumbrados a tratar así a la gente. Es desagradable”, cuenta Pepa que vaticina una “catástrofe económica” cuando finalice la pandemia. Y describe este paisaje cuando cierra de noche: “De repente, ves un coche que sale de la nada con una máscara. Como si fuera un zombi. Es como una peli. Solo te sientes a salvo cuando llegas a casa".
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