Es nacionalismo, estúpido
La exhibición de fuerza hecha en Perpiñán tiene que ver con la próxima cita electoral en Cataluña, en la cual el objetivo último de Puigdemont es derrotar las reticencias de una parte del PDeCAT y superar a ERC
Aún resuenan las inflamadas consignas del acto masivo celebrado en Perpiñán el fin de semana: el ataque a la línea de flotación del diálogo entre el Ejecutivo de la Generalitat y el Gobierno, ensayado (y, sobre todo, escenificado) la semana pasada ha sido contundente —aunque Carles Puigdemont no haya participado de forma explícita en ello, retengan el dato— y con el objetivo muy claro de atemorizar la implicación que ERC ha tenido y tiene en la gobernación de España, así como su posible buen resultado en las futuras elecciones catalanas, que aún no se sabe cuándo se convocarán.
Cabe preguntarse los porqués de la decisión de JxCat de coquetear con unas líneas políticas, unas narrativas y unas formas que en cualquier otra parte del mundo se catalogarían como nacionalpopulistas. La exaltación de un líder, una sobrecarga de banderas y un ritual colectivo ligado al pisar, después de tanto tiempo, lo que se considera “suelo patrio”. Hay motivos ligados al contexto internacional, al más cercano y a las relaciones de fuerzas existentes, pero también tendencias que vienen de lejos.
En el ámbito del contexto internacional es evidente el auge de las propuestas de repliegue nacional: en un mundo desconcertado por la globalización —y con la resaca de su cara más dura, la de la crisis de 2008— y los vertiginosos cambios sociales y económicios que se han producido y que se van a producir, la nación ha vuelto a emerger como aparente salvavidas para unos sectores de población que —por razones comprobables o simplemente percibidas— sienten el peligro de quedarse descolgados, excluidos de la nueva realidad. En este sentido, los mecanismos que parecen operar van en dos sentidos: por un lado, el automatismo de creer que si los recursos pueden llegar a ser escasos es posible priorizar en función de la pertenencia nacional y, por el otro, el espejismo de una soberanía propia de los Estados nación, sobre la cual, teóricamente, la ciudadanía tendría más capacidad de incidir.
En el contexto más cercano (tanto del conjunto de España como propiamente de Cataluña), es evidente que la narrativa sobre la nación (o, más concretamente, sobre las naciones) ha acabado calando como catalizador de la polarización política. Con más o menos intensidad, se ha demostrado rentable en términos electorales. Queda por ver si el Gobierno de coalición progresista —que ha hecho bandera de querer dejar de lado la confrontación identitaria— será capaz de deconstruir la insistencia obsesiva de los muchos que, a lado y lado, se han lucrado del conflicto territorial. Asimismo, la exhibición de fuerza hecha en Perpiñán y la dureza con la que los ponentes y el público han rechazado tratar de rebajar el conflicto tienen que ver con la próxima cita electoral en Cataluña, en la cual el objetivo último de Puigdemont es derrotar como sea las reticencias de una parte del PDeCAT y, sobre todo, superar a ERC.
En este sentido, la manera de operar de Puigdemont —desde la exhaltación de su liderazgo simbólico hasta su calculada ambiguidad en querer dejar a otras (en este caso, a Clara Ponsatí) el cometido de pronunciar las frases más duras sobre la mesa de diálogo— responde a un patrón muy clásico del nacionalismo conservador catalán. En ausencia de cualquier proyecto —el independentismo (y especialmente el unilateralismo) carece hoy en día de una estrategia—, Puigdemont quiere desplazar explícitamente la competición sobre la “representación auténtica” de la nación. En el pasado, hacer esta operación —en la cual Pujol fue un verdadero maestro— quizás resultaba menos dramática. En un contexto de reconstrucción democrática del conjunto de España, de construcción y consolidación de las instituciones del autogobierno, de inferior conflictividad institucional insertado en un marco general de más certezas, era posible hacerlo con menos estrépitos y, sobre todo, más margen para la transacción política y simbólica. Pero el mecanismo era exactamente el mismo. Gracias a una ley electoral que premia sobremanera la Cataluña no urbana, en la cual el proyecto nacionalizador convergente ha sido históricamente hegemónico, se trata de activar por encima de todo un preteso patriotismo auténtico para garantizarse un número de escaños suficientes para seguir mandando en la Generalitat. Y si fuera preciso (es razonable pensar que Puigdemont vaya mirando como evoluciona el debate, por ello se inhibe en las críticas más duras a la mesa de diálogo), el nacionalismo conservador lo hará adoptando narrativas escoradas hacia un identitarismo subido de tono. Este es el marco que quiere instalar la experiencia colectiva de Perpiñán. Y todos los actores harían bien en tomar nota.
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