La amistad entre dos abuelas española y ucrania que surgió por el amor a las flores
Carmen y Valentina no entienden sus respectivos idiomas, pero forjaron una gran amistad durante el éxodo de los Martynenko en 2022 que se ha retomado este verano, con su regreso a El Saucejo para tomar un respiro del estrés de la guerra
Carmen y Valentina están sentadas en el patio cerrado de la casa de la primera. El ímpetu del sol de las seis de la tarde que atraviesa por la ventana es implacable y les obliga a suspender su animada charla para ir a por un abanico. No paran de hablar, como dos vecinas que se conocieran de toda la vida. Pero una lo hace en castellano y la otra en ucranio. Ninguna entiende el otro idioma, pero se comprenden a la perfección. Carmen, de 82 años, habla pausado y con calma. Valentina, de 65, es un torbellino, pero todo lo que dice lo expresan también sus ojos, que se achinan en un rictus de felicidad. “Ella me repite muchas veces una palabra y acabo sabiendo lo que me quiere contar”, dice Valentina, cuyo testimonio para EL PAÍS sí tiene que traducir su nieto Yaroslav de 15 años, “un intérprete profesional y gratis”, bromea él. “De tanto estar juntas voy llenando lo que no entiendo por el contexto”, corrobora Carmen.
Valentina acaba de regresar con sus tres nietos, Yaroslav y su hermana Zlata, de nueve años, y su primo, Makar, que ahora tiene cuatro, a El Saucejo, un municipio de 4.300 habitantes envuelto entre las colinas de olivos que pespuntan la Sierra Sur de Sevilla, a donde recalaron en mayo de 2022, tras huir de la guerra el mismo día de la invasión rusa —justo cuando Yaroslav cumplía los 13―. Entonces estaban acompañados por el abuelo, Víktor, y sus hijas, Yulia, la madre de los dos mayores, y Snizhana, la del pequeño. (Ambas se les unirán el día 19 de julio para pasar el resto del verano con ellos en España).
Los Martynenko regresaron a Ucrania en julio de 2023 con la idea de retomar sus vidas, pese a que la ciudad donde viven, Krivói Rog, está a pocas horas del frente de batalla. Pero esa normalidad es imposible en medio de las sirenas que alertan de la posible llegada de aviones rusos y que les obligan a despertarse en medio de la noche para parapetarse tras los muros aparentemente más seguros de su casa; los cortes continuos de electricidad y las bombas, que, como recalca Yaroslav, “caen a 50 metros de mi casa”, en alusión al estallido de un dron que les rompió la ventana. La misma semana de su vuelta a España, a finales de junio, murieron 10 personas. Gracias a la obstinación del grupo de voluntarios que les acompañó a su llegada a España en su primer éxodo forzado, Valentina accedió a regresar este verano a El Saucejo con sus nietos para alejarlos del estrés de la guerra y aliviar la angustia de un día a día incierto con la tranquilidad de este pueblo de la sierra sevillana.
Carmen y Valentina conversan cerca del parterre de rosas que aún resisten el bochorno de los primeros días de julio. Esas rosas simbolizan también el primer vínculo que las acercó. Porque en medio de todo el desasosiego en el que estaba sumida esta abuela ucrania, la preocupación por el estado de su huerto en Krivói Rog no dejaba de aflorar. Atender a las rosas de Carmen se convirtió en una forma de calmar ese temor. “Vi que se habían instalado en la casa de al lado y les invité a comer”, cuenta Carmen. Ella sabe alemán, porque vivió cerca de Hamburgo durante 20 años, y como Víktor también había estado un tiempo en Alemania, los lapsus en su conversación los completaban con expresiones alemanas. “O si no, con signos, con signos nos entendemos perfectamente”, añade.
“Es una suerte haber tenido a Carmen de vecina, siempre ha estado pendiente de nosotros, llevaron a mi hija al hospital cuando lo necesitó…”, abunda Valentina, a través de su nieto. Carmen, que conduce, la lleva en su coche hasta Osuna para hacer la compra y otros recados. “Le indico dónde es mejor que compre la fruta…”, cuenta. En su primera estancia en España, también fue con Valentina a conocer Córdoba, junto a otra amiga que había venido de Alemania. Valentina escucha Córdoba y su sonrisa perenne se ensancha todavía más. “¡Sí, Córdoba!”, dice, mientras Carmen se levanta para mostrar un marco de fotos en las que aparecen las tres inmortalizadas durante esa visita.
A más de 4.000 kilómetros de Ucrania, lo lógico sería pensar que los ecos de la guerra en El Saucejo solo suenan cuando se escuchan los informativos. Pero El Saucejo no es ajeno a las consecuencias del conflicto. “Siempre estuve al tanto de lo que pasaba allí, pero desde que conocemos a Valentina, estoy pendiente de dónde suceden los bombardeos, el otro día les atacaron con varias bombas y murió gente”, dice Carmen, en uno de los contados momentos en los que asoma preocupación en su rostro. “Son gente agradable y sincera, no quiero que les pase nada y temo mucho por ellos”, abunda. Con Valentina, eso sí, no hablan de la invasión. “Se trata de que se alejen lo más posible de todo eso”, dice.
La esperanza de un nuevo futuro
El Saucejo se ha convertido en el refugio y en un cabo de esperanza para los Martynenko. Valentina fantasea con, en unos años, vender su casa en Ucrania e instalarse aquí. “Me gusta la tranquilidad, hay piscina, un hospital cerca, la gente es muy acogedora y me encantan las fiestas”, explica. Guarda un grato recuerdo de las Navidades que pasaron en casa de Carmen —cómo no― o de los Carnavales.
Durante el primer año que estuvieron en el municipio la integración de sus nietos fue total: Yaroslav terminó 3º de la ESO con muy buenas notas, compaginando sus clases en el colegio con sus conexione online a su curso escolar en Ucrania; aprendió español en menos de seis meses y en marzo de 2023 hasta impartió conferencias en otros centros de Sevilla para hacerles comprender lo que pasaba en su país a chavales de su edad. Zlata también ha hecho su pandilla de amigos y Valentina, ahora, está aprendiendo a nadar junto con el pequeño Makar. Y aunque tienen los billetes de vuelta para el 27 de agosto, cada vez cobra más sentido que Valentina y sus nietos continúen el curso que viene en El Saucejo, para apartarse del fantasma de la guerra. Sus matrículas están echadas, por si acaso.
En este segundo regreso, como pasó con el primero, cuentan con el apoyo incondicional no solo de Carmen, sino del grupo de voluntarios que los acompañó en el primer viaje y que han recaudado fondos, ayudados por hermandades y otras entidades de Sevilla, para comprar sus billetes de avión, lidiar con la difícil burocracia de los permisos en un país en guerra, alquilar la casa y abrirles una cuenta para que ellos puedan sufragar sus gastos diarios. Valentina no para de hablar, sus ojos acompañan a sus palabras y para lo que tampoco alcanzan está el móvil, donde muestra las fotos de sus nietos de los últimos meses en Ucrania, en sus clases de baile o jiujitsu o en su visita a Kiev.
Las dos pasean ahora entre los rosales de Carmen, mientras el pequeño Makar juega con las hormigas. Ellas, que no hablan el mismo idioma, se entienden a la perfección. Observándolas es imposible no lamentar que en el país de Valentina quienes sí pueden hacerlo no lo intenten y opten por usar el lenguaje de bombas.
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