Cuatro meses después de la dana: “Las víctimas necesitamos la verdad”
Los vecinos de los municipios más afectados por la dana van recuperando la normalidad muy poco a poco mientras ven cómo la investigación judicial avala los relatos de lo que vivieron aquella noche y exigen responsabilidades: “Claro que se podían haber evitado muertes: yo vi morir a gente antes que me llegara la primera alerta de la Generalitat”

Pilar Pérez parte a toda velocidad trozos grandes de papel albal. Tiene mucha faena por la tarde y está preparando lo que necesita para cortar, peinar, teñir, hacer mechas… En la peluquería Azabache trabaja ella sola y lo hace todo. Tiene tres espejos estrechos y curvados, unos asientos acolchados, dos lavabos que le regalaron, un mostrador pequeño y negro que le donaron, lacas, champús y cepillos que ha ido comprando y millones de cosas que ha arreglado su marido. Por suerte es un manitas, porque Pili no habría tenido dinero para reparar tanto destrozo.
La dana no dejó nada en pie. Convirtió el negocio de Pili en un amasijo de lodo y enseres podridos y se llevó por delante la inversión y los esfuerzos de una vida. Lo tuvo que tirar prácticamente todo. Pasó meses en lo que ella llama “el día de la marmota”: quitar barro, fregar, secar y vuelta a empezar. El lodo se colaba cada vez por una grieta diferente. “Yo solo pensaba que lo importante era abrir otra vez la peluquería como fuera, arrancar con lo que tuviéramos”, recuerda. “Porque cuando me paraba y miraba el horror que nos rodeaba, no sabía si tendría fuerzas ni recursos para empezar de nuevo. Somos gente trabajadora sin grandes ahorros ni familia rica. Pensaba que igual tenía que irme a trabajar a una fábrica, a una cadena de montaje, y olvidarme a mis 51 años de mi profesión y de mis sueños”.
No lo hizo. El 3 de febrero abrió como pudo. A pulso. Con mucha ayuda de amigos y también de desconocidos. Algunos pasaban por la peluquería a arreglar cosas sin pedir nada a cambio. Otros mandaban material y mobiliario desde cualquier lugar de España. Consiguió abrir de nuevo a pesar de que aún no sabe nada del consorcio de seguros. Ni siquiera sabe cuánto dinero le darán. Tiró con las donaciones, con una ayuda de Mercadona de 8.000 euros, otra del Gobierno de 5.000 y con otros 3.000 por ser una autónoma afectada por la riada. Muy poca cosa para todo lo que ha tenido que gastar.
“Al menos ahora, cuatro meses después del apocalipsis de la dana, tengo la sensación de que puedo empezar a vivir de nuevo”, dice. Aunque no va a ser fácil. No lo está siendo. “Por una parte sientes alegría. Por otra, no sabes bien ni dónde estás. Yo tengo la agenda llena, pero abro la puerta y veo enfrente el instituto que van a demoler, la acera de la calle de al lado abierta, rota y vallada para que nadie se rompa la cabeza, han derribado varias casas, ha fallecido gente aquí al lado… Todo es extraño y agridulce, vives entre la ilusión y la desolación”.
Estamos en la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja, un lugar que EL PAÍS ha visitado en varias ocasiones desde aquel trágico 29 de octubre de 2024 para contar los efectos devastadores de una riada que se saldó con 224 muertos, tres desaparecidos y miles de casas, negocios, empresas y coches dañados en la provincia de Valencia. En esta pequeña calle de apenas 300 metros junto al ahora tristemente conocido barranco del Poyo se sintió con toda su fuerza la destrucción: murieron al menos cinco personas y muchas más pasaron la noche aterrorizadas escuchando gritos y sin saber hasta dónde iba a subir el agua, ese río marrón lleno de escombros, coches y farolas que sonaba como el infierno. Muchos vecinos como Nuria, Pili o María perdieron sus casas y sus negocios, el instituto de secundaria Berenguer Dalmau quedó completamente destruido y los ancianos con movilidad reducida, confinados en pisos altos como si hubiera regresado la pandemia.
Cuatro meses después, apenas empiezan a remontar. Van asomando tímidamente algunos negocios, pero otros no tienen pinta de ir a subir la persiana en un futuro próximo. El instituto quedó tan dañado que no se ha podido arreglar y tiene a sus más de 1.500 alumnos diseminados entre Mislata y Picassent a la espera de que se acaben de instalar unos barracones en el pueblo. La señora Amparo, de 85 años, sigue saliendo de casa solo una vez a la semana porque los ascensores todavía no funcionan. En la manzana de chalets se han demolido cinco casas porque no eran seguras. Los garajes, por supuesto, aún no están operativos. Como dice Pili, la vida sigue sin ser fácil en este rincón de Catarroja, un municipio de 30.000 habitantes a apenas 12 kilómetros de Valencia que se convirtió en uno de los epicentros de la tragedia y en la segunda localidad con más muertos, solo por detrás de Paiporta: fallecieron 25 personas.
La dana, cuatro meses después, en la avenida Blasco Ibáñez






Los efectos psicológicos en la población se notan al instante. “En la peluquería no se habla de otra cosa”, dice Pili. “Han pasado cuatro meses, pero sigue siendo el monotema. Clienta tras clienta, todo son conversaciones sobre los efectos de la dana, sobre los vecinos que han fallecido, la gente que no puede volver a su casa o reabrir su negocio, el consorcio que va muy lento con los pagos, sobre la responsabilidad por lo sucedido...”. Y ahora se habla también sobre la investigación judicial en torno a la gestión de la dana.
Hay personas que han optado por no ver las noticias, pero muchos siguen muy de cerca la instrucción que está llevando a cabo la jueza de Catarroja Nuria Ruiz Tobarra. Lo hacen porque necesitan una verdad oficial, porque necesitan que alguien asuma la responsabilidad de más de 220 muertes. También porque les alivia que esta jueza ponga negro sobre blanco lo que las víctimas de lo sucedido la noche del 29 de octubre repiten desde entonces.
El titular del primer reportaje sobre los vecinos de esta calle de Catarroja fue una frase de una mujer, Nuria Cabezas, que vivía en un bajo y que lo presenció todo: “Algunas muertes se podrían haber evitado”, decía ella entonces. Era una conclusión compartida por tantos y tantos otros que vieron cómo las alertas llegaban cuando ya habían visto morir a gente. Esta frase, casi de forma literal, ha aparecido en uno de los autos de la magistrada.
“En definitiva, los daños materiales no se podían evitar, las muertes sí”, ha escrito la jueza, que ha calificado la alerta que mandó la Generalitat el día 29 de “notablemente tardía” —llegó a las 20.11, cuando la mayoría de las víctimas ya habían fallecido—. “Muchas víctimas fallecieron sin salir de la planta baja de su domicilio, al bajar al garaje o simplemente por encontrarse en la vía pública”, ha señalado la magistrada, que ha hablado también de la “palmaria ausencia de avisos a la población, que no pudo tomar ninguna medida para protegerse”.
“Para mí son muy importantes sus palabras porque validan lo que todos vivimos”, señala Vicente Cantador, vecino también de la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja, que vio con sus propios ojos cómo la riada empujaba hacia dentro de su garaje a varias personas sin que nadie pudiera hacer nada. Murieron ahogados. “Han sido experiencias muy traumáticas”, recuerda Vicente. “La alerta nos llegó cuando ya había gente muerta y estábamos todos intentando salvar la vida. ‘La puta alerta’, la llamo yo. Ahora, cuatro meses después, necesitamos saber toda la verdad y que los que se equivocaron asuman sus responsabilidades”.
“Claro que muchas muertes se podían haber evitado”, prosigue. “Lo increíble es que el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, siga ahí incluso aunque su extravagante defensa sea que llegó al Cecopi (Centro de Coordinación Operativa Integrado) incluso más tarde de lo que había dicho al comienzo. ¡Su defensa es que llegó al lugar donde se gestionaba la catástrofe cuando ya habían muerto decenas de personas! Es de locos. Todo esto demuestra muy poco respeto por las víctimas por parte del PP. Porque Mazón puede intentar atrincherarse, pero su partido no debería permitírselo. Se lo deben a la gente que ha perdido a sus familiares, a la gente que lo ha perdido todo. Esto ya no va de izquierdas ni de derechas, del PP o del PSOE. Va de un presidente de la Generalitat que pasó de todo durante la mayor tragedia que ha vivido esta comunidad autónoma en este siglo”.
Pili también está siguiendo muy de cerca la investigación y tampoco entiende nada. “Si yo hago mal mi trabajo y quemo el pelo a una señora, me tendré que hacer responsable de ello, ¿no?”, se pregunta. “Pues aquí hay 224 muertos y un presidente que no estuvo al frente ni protegió a los valencianos el día que más lo necesitábamos. Me parece realmente sorprendente que su defensa consista ahora en decir que él no decidió nada. Debería reconocer su error. Es lo único decente”.
Sobre la labor de la jueza, coincide en que ver reflejado en sus escritos lo que todos ellos vivieron aquel día supone un cierto consuelo: “Para poder pasar página necesitamos saber bien lo que pasó y tener un relato compartido”. Se trata de algo que tiene una explicación psicológica y que hace aún más mezquino el hecho de que los políticos emprendan huidas hacia delante que implican despreciar el dolor de las víctimas. “La investigación, el relato oficial y el hecho de que se busquen explicaciones contribuye al proceso de duelo”, analiza la psicóloga clínica Gema Castaño. “Es más fácil avanzar cuando entendemos racionalmente lo que ha ocurrido. Durante los procesos traumáticos uno de los síntomas más comunes es la disociación, el sentimiento de irrealidad. Por eso es tan importante ser escuchado, sentirse comprendido. Si además esta validación viene de una figura de autoridad, como es una jueza, esto contribuye a darle una mayor legitimidad a lo sentido”.
La avenida Blasco Ibáñez está al lado del barranco del Poyo y mucha gente tiene la sensación aquí de estar vivo de chiripa. “De vez en cuando veo ahora por la calle a la hija del señor que murió ahogado en la manzana de al lado, una historia tremenda”, recuerda Fany, la hija de Amparo, la señora con poca movilidad que apenas puede salir de casa. “El hombre iba con andador, hacía la vida en el bajo de su casa y no pudo subir al piso de arriba. Es una de las muchas muertes que con los avisos correctos no se hubieran producido. Si hubiera habido tiempo, cualquier vecino podía haberle ayudado, pero fue todo tan rápido y teníamos tan poca información que pasó lo que pasó”.
Junto a la casa de Fany, y mientras Pili corta el pelo a una mujer con media melena, empieza a sonar música a todo trapo. Hay una fiesta en el portal de al lado, y no se ven muchas en Catarroja últimamente. Dentro del local, una niña con un chaleco blanco con plumas mira atentamente los vestidos estampados en todos los colores que cuelgan de los percheros dorados. Todo es nuevo y colorido. Hay trajes, collares, pendientes, zapatos y botines dorados sobre las estanterías blancas. Un DJ pincha música tecno y la gente come canapés y bebé cerveza frente a un espejo grande con unas palabras escritas en rosa: “Si puedes soñarlo, puedes lograrlo”.
Es viernes 28 de febrero. Las cuatro mujeres que inauguran hoy la tienda de ropa Lola Guarch están a punto de retomar su vida. Celebran volver a la normalidad. Han sido cuatro meses de barro, de angustia, de trabajo incesante, porque, como Pili en su peluquería, ellas también lo perdieron todo: las telas, la ropa, las máquinas de coser, los flecos, los borlones… Solo se salvó el suelo del taller, algunas lámparas y dos o tres estanterías. Ellas tampoco sabían si lograrían abrir de nuevo. Creyeron que sería imposible, pero cogieron fuerza. Una semana después de la dana y del primer reportaje que hizo EL PAÍS en esta calle, cuando ya nos íbamos, María Asencio, la dueña del negocio, nos llamó corriendo:
-Al final hemos decidido volver a abrir. No sabemos cómo, pero lo haremos.
El camino, desde luego, no ha sido fácil. No han parado un segundo en los últimos cuatro meses. Lo han hecho casi todo con sus propias manos. Al fondo de la tienda, sobre la puerta que lleva al nuevo taller de costura, donde el barro lo devoró todo aquella madrugada de octubre, han colocado ahora unas letras iluminadas: “Brillar sin miedo”.
-Esto era mi vida y aquí estamos de nuevo, dice María. Empezando a vivir otra vez.
Sobre la firma
