Día 6 en la zona cero de la dana: entre el estupor y la rabia
Se ha llevado por delante muchas vidas, muchas casas y varias carreras políticas, pero también se ha cargado un discurso que interpelaba a la llamada peyorativamente generación de cristal, jóvenes que están siendo lo más conmovedor de la crisis
En el Carrer de Ciudad de Calatayud, en Alfafar, voluntarios y vecinos, unos con palas y otros con tablas, empujan el barro aguado hasta la boca de desagüe. En esta calle, llena de casas que hoy tienen sus tripas a las puertas, como un animal desguazado, una mujer señala una montaña de enseres cubiertos por lodo fresco. Hay decenas de estos montones por la calle. Está todo podrido y apenas se distinguen algunos muebles rotos, algún electrodoméstico. En otras circunstancias cualquiera pensaría que eso es un montón de basura que lleva décadas sin recoger. Pero hace una semana eso era una vida, y Cati Rodríguez lo demuestra de un vistazo: “Eso de ahí es mi salón. Un poco más allá está mi cocina”, dice. Mira la casa, señalando la altura inverosímil a la que llegó el agua: “¿Te la vendo?”.
El martes, cuando se empezó a barruntar que podría haber inundaciones, Cati bajó al garaje a poner a salvo su coche. Muchos testimonios concuerdan: todos creían que las inundaciones, de haberlas, serían lo bastante graves como para arruinarles el vehículo, pero en modo alguno para comprometer sus vidas. Cati lo sacó, lo aparcó en lo que creía un lugar seguro, pero el desbordamiento del barranco del Poyo la cogió indefensa. Pronto tuvo el agua por la cintura y se encontró con que no podía volver a casa. Anocheció de golpe. Se fue la electricidad. Y empezó el infierno. “Nos salvó a unos cuantos que rompimos una portería con mazos y pudimos subir a la terraza. Allí estuvimos de ocho de la tarde a cinco de la mañana. Con el pueblo inundado, allí arriba, recibimos la alarma de Protección Civil”, dice. Su marido, enfermo de cáncer, se resguardó en la planta de arriba (ahora está donde va a vivir también ella, en casa de su hija). Junto a Cati está su vecino de enfrente, José Delgado: “Un 10 a los voluntarios. Mira cómo está el barrio. Pero un 0 a la coordinación”. “Aquí han venido días atrás soldados de paisano porque no les dejaban venir uniformados”, remacha Cati Rodríguez.
Han pasado seis días y Valencia, atravesada por un costurón de más de 500 metros, el cauce artificial del Turia, ha empezado a lavar sus calles, sus negocios y sus viviendas, y sigue, sobre todo, buscando a sus desaparecidos. Entre el barrio de San Marcelino y el de La Torre, a cada lado del cauce, la diferencia entre un lugar en el que la civilización sigue en marcha (hay cafeterías, farmacias, supermercados, tiendas de ropa) y otro en el que todo está en suspenso, no hay tiendas de alimentos ni de bebidas, y por tanto tampoco hay todo lo demás. Hay que caminar, mucho, desde La Torre y los municipios de Alfalfar, Senaví o Benetússer para llegar a San Marcelino y hacerse, sobre todo, con herramientas: cinta aislante, palas, martillos, mangueras, bombas hidráulicas. Cientos de personas, desde el día después de las inundaciones, cruzan a pie desde los pueblos de l’Horta Sud a Valencia, ida y vuelta.
No solo ellos. Jóvenes de entre 15 y 35 años atraviesan a todas horas la rebautizada Pasarela de la Solidaridad. Con palas, rastrillos, cubos, paños; con garrafas de agua y alimentos básicos. Cargados como mulas recorriendo kilómetros de arriba abajo (no hay transporte público ni puede entrar transporte privado no autorizado a las zonas afectadas) para, una vez llegado a un sitio, agachar el lomo y ponerse a trabajar durante horas. La dana se ha llevado por delante muchas vidas, muchas casas y destruido muchas familias, probablemente también varias carreras políticas, pero lo único positivo es que ha arrasado con un discurso que se refería a la llamada peyorativamente a esta cohorte como la “generación de cristal”, unos descreídos individualistas con problemas recurrentes de ansiedad (utilizada la ansiedad no como enfermedad sino como burla) que han sido machacados en textos y discursos por generaciones mayores y parodiados en memes por generaciones vecinas. Bien: son lo más conmovedor de esta catástrofe; están en todas partes ofreciendo comida, agua, mascarillas, geles; barriendo, fregando, moviendo bultos, empujando coches, y la devoción de los vecinos por ellos —imposible reproducir todos los agradecimientos recogidos este lunes— pone la piel de gallina. Pegándose bolsas de basura a las piernas con esparadrapos, vestidos para entrar en una zona de guerra, habla un grupo que cruza La Torre de lo que harán después de trabajar. “¿Cervezas?”, dice uno. “Pero a los que no han venido aquí, no los avisamos”, bromea otro. No deben de tener más de 20 años.
En el Carrer de Benidoleig, en el barrio de La Torre, un grupo de trabajadores municipales hace corrillo. Llevan a la vista un distintivo: control de plagas. “Estamos atentos a posibles nubes de mosquitos, roedores —la basura acumulada, los restos de comida, son focos evidentes—, revisar desagües, suministrar productos de limpieza y desinfección, abrir alcantarillado si la gente necesita desahogo”, dice Antonio Ferrando. Siguen en muchos casos indicaciones de los biólogos. Están atentos a infecciones o enfermedades en lugares donde el olor a putrefacción es insoportable.
Enfrente, varios empleados de Consum protegen decenas de carros con alimentos y envases, todos cubiertos por barro, apenas distinguibles. “No hagáis fotos, por favor. Tenemos que cuidar la imagen del supermercado”, piden. Junto al supermercado, un coche tiene un cartel puesto: “Funciona. No llevar”. Hay coches, coches por cientos en todas partes, estampados contra la pared, unos encima de otros, coches reventados que probablemente llegaron con la riada desde decenas de kilómetros más arriba chocando contra todo, y se presentan aquí abollados, destrozados, con todos los cristales rotos y gruesas películas de barro cubriendo volante, salpicadero y tapicería. Coches atravesados por ramas de árboles, por maderas, con hojas y follaje y basura en los motores, con papeles y juguetes dentro. Algunos de esos coches, aunque con una pinta siniestra, sus dueños se resisten a mandarlos al desguace. Un Porsche Cayenne en Camí Nou: “No llevar. Podría funcionar”. Un Toyota: “No llevar. Pendiente de llevar a Casa Toyota”. Otro: “No llevar. Arranca”. Y de gente trabajando con coches con mal aspecto: “Estamos trabajando, no llevar”.
Un equipo de la Policía Local de Madrid, saliendo de La Torre, extrae un coche que estaba atravesado en el interior de un garaje y al que metió dentro la riada. Un grupo de curiosos espera fuera. “No hay nadie dentro, aquí no hay muertos, solo es un coche y así se pueden sacar los demás”.
En Benetússer, con la cara pegada a los barrotes, el venezolano Agostino Céfalo, de padres italianos y 15 años viviendo en Valencia, tiene una historia. Trabaja en una empresa de instalación y volvía el martes de Torrent. Al ver la que estaba cayendo arriba, decidió dejar el coche sin acercarlo a casa para volver corriendo en señal de desesperación, porque su madre estaba sola en casa. No pudo avanzar mucho. La corriente era infernal y encontró resguardo en el Ikea, agarrado a unas cuerdas, con mucha otra gente. Desde allí vieron a un autobús municipal que se estaba inundando, trampa mortal para pasajeros y conductor. La gente empezó a salir del vehículo. Varios, cinco o seis, se agarraron como pudieron a un árbol para que no les llevase la corriente. Estaban, cuenta Agostino Céfalo, a unos cinco o seis metros de ellos, así que con cuerdas y una cadena humana, consiguieron uno a uno meterlos en el Ikea. Había más gente pero en árboles más alejados, y los coches, que pasaban flotando “a toda hostia”, impedían ir a por ellos. Finalmente, cuando la violencia de la riada remitió, se pudo salvarlos también. Para entonces la madre de Céfalo ya había timbrado en el piso de arriba para resguardarse de la marea y salvar su vida. “Mi historia no es la más interesante, ni siquiera una de ellas. Mi vecino”, dice señalando la casa de al lado, “se fue al aparcamiento de este edificio con otros y encontraron a dos personas a punto de morir. No podían salir del coche. Ya habían llamado a sus familiares para despedirse. Rompieron entre todos la ventanilla y pudieron sacarlos”. Impresiona la cantidad de gente que está viva por cinco minutos.
En el Carrer Nou de Octubre de Alfafar hay, milagro, un comercio. El único que han podido ver estos periodistas en un primer y no muy exhaustivo paseo por municipios afectados. Hay, claro, una enorme cola. Un letrero avisa en la puerta: “Solo en efectivo, no funciona el TPV”. Es un estanco. Una mujer, Teresa Cózar, vecina de Alfafar, sonríe de forma luminosa y triste, y dice a quien se pone detrás de ella: “Mal día para dejar de fumar”.
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