Villarejo, el comisario que quiso manipular a todos: “Yo soy la hostia en mi trabajo”
El agente jubilado, condenado este lunes a cárcel por primera vez, levantó un imperio empresarial para lucrarse mientras se mantenía en activo en la Policía
José Manuel Villarejo tiene dos concepciones de sí mismo: una buena y una muy buena. “Yo soy la hostia en mi trabajo... Llevo 30 años haciéndolo y nunca he fallado. ¡Nunca! Por eso, las cosas más delicadas de este puto país me las encargan a mí: ya sea la izquierda, la derecha, el centro o su puta madre”, presumía el comisario en 2014 (se sabe porque lo grabó a escondidas), cuando aún faltaba un tiempo para su caída. Una década después de pronunciar esas palabras —y más de tres años de prisión provisional mediante—, poco ha cambiado: “Tengo una superioridad moral muy por encima de lo que está pasando”, insistía este 2023 a un grupo de periodistas.
Nada se entiende del caso Villarejo, una de las principales causas de corrupción de la historia reciente de España y sobre la que la Audiencia Nacional acaba de dictar su primera sentencia, sin profundizar en la poliédrica figura de este comisario jubilado, condenado este lunes a 19 años de cárcel. Nacido a principios de la década de los 50 en un pueblo cordobés (El Carpio, 5.000 habitantes), entró en la Policía en los estertores de la dictadura franquista y, tras un remoto periodo como portavoz de un sindicato, se ocultó en las sombras del sistema para ascender hasta la cúpula del Cuerpo Nacional de Policía, tejiendo así relaciones con las altas esferas del país: empresariales, políticas, jurídicas...
Tan alto subió y tanto tiempo anduvo sobre el fino alambre que Villarejo se creyó impune y por encima de la ley, protegido por esas ingentes grabaciones subrepticias que almacenaba en una caja fuerte oculta en el salón de su casa. Además, a su alrededor construyó una leyenda, urdida en reservados de restaurantes y despachos del Ministerio del Interior; y adornada con un lenguaje soez, con el que se ganaba la confianza de sus interlocutores. Durante años, él se presentó como agente encubierto, espía (“agente de inteligencia”, dice él), hombre de confianza de ministros, el fontanero que bajaba a las cloacas a caminar por la mierda sobre la que nadie quería chapotear...
Y algo de cierto hay en todo ello. Pero el comisario, retirado desde 2016, ha mezclado siempre lo que sabía con mentiras y medias verdades, aparentando así que conocía más de lo que realmente sabía. Es un genio de la insinuación. “A estas alturas, ¿alguien puede dudar de lo excesivo que es el señor Villarejo, de lo argumentativo, de lo imaginativo, de lo creativo?”, preguntaba su propio abogado, Antonio García-Cabrera, en el juicio. “Hacía creer [a sus clientes] que podría cumplir con los cometidos asignados, aunque era consciente de que, con frecuencia, sería imposible”, continúan los jueces de la Audiencia Nacional en su sentencia de este lunes, donde añaden que “magnificaba” su labor para “justificar el elevado precio” que cobraba.
El policía puso esas facultades al servicio del dinero. A la vez que desempeñaba su labor como funcionario —altos cargos del Cuerpo le atribuyen importantes misiones en el extranjero (“yo le mando a un país lejano a investigar el secuestro de una serie de personas”, asegura Eugenio Pino, ex director adjunto operativo de la Policía)—, Villarejo levantó un imperio empresarial muy lucrativo. Una red societaria con presencia en España, Uruguay, Estados Unidos y Panamá; que en 2015 sumaba un capital social superior a los 16 millones de euros. Según él, esta trama de compañías no era más que su tapadera, para la que contaba con aval del Estado. Pero nadie se ha hecho cargo de ello.
La Fiscalía sostiene que Villarejo sobrepasó los límites y le pudo la codicia. “No estaba autorizado, ni podía estarlo, para lucrarse al margen de su actividad, basándose en los conocimientos” y datos que obtenía como policía, ha destacado el fiscal Miguel Serrano: “No negamos que Villarejo fuese espía o colaborase con el CNI. Pero aprovechó esa condición para lucrarse. Eso es lo que es absolutamente intolerable y lo que es reprochable [...] Recibió dádivas con abusos de sus funciones policiales, realizando funciones paralelas para clientes privados”. El sumario desvela que la trama accedía a bases de datos confidenciales para los supuestos encargos de espionaje que recibía de empresas o particulares. A cambio, le pagaron cantidades millonarias (entre otras, compañías del Ibex, como BBVA o Repsol).
Convencido siempre del poder de la comunicación, Villarejo se convirtió en un maestro. “A mí me apasiona la manipulación de la opinión y de los criterios de la gente, y por eso estudio sobre eso”, afirmó en una entrevista. Puso en marcha la web Información Sensible, a cuyo frente colocó a su mujer, Gemma Alcalá, y que usó para difundir información a su favor. También se relacionó con algunos periodistas, a los que facilitaba material y con los que intercambiaba favores. Villarejo alardeaba de “intoxicar” a los medios de comunicación en beneficio de sus clientes.
Desde prisión primero, y después en libertad, Villarejo ha defendido que él representa los cimientos indispensables sobre los que se levantó la España democrática. Afirma que, tras años de servicio a su país, cayó en desgracia por enfrentarse al general Félix Sanz Roldán, exdirector del CNI; y que entonces decidieron quitárselo de en medio. Marta Flor Núñez, antigua abogada de Podemos y que ejerció la acusación popular en el juicio contra el comisario, resume así su figura: “Él tiene una percepción de sí mismo más ensalzada de lo que es. Tiene el ego muy subido y se considera un salvapatrias [...] Te habla como si él fuera el bueno, y yo creo que él se lo cree. Villarejo y [el comisario Enrique] García Castaño, [también acusado en la vista], han debido hacer cosas importantes. Pero, como decían en sus conversaciones: ‘Quiero hacerme millonario’. Y ahí es donde se torció”.
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