Los compañeros de piso del atacante de Algeciras: “Decía que veía al diablo”
Los habitantes de la casa ‘okupada’ donde convivían con Yasine Kanjaa retratan el cambio mental que experimentó en apenas dos meses: “El chaval no está bien, consumió muchas drogas, las dejó y empezó a rezar”
El desvencijado patio trasero del número 10 de la calle Ruiz Tagle de Algeciras es un caos de ropa a medio meter en la lavadora y tirada por el suelo. Todo está revuelto, en parte por el registro de los policías, en parte porque su morador, el presunto asesino Yasine Kanjaa (detenido por matar a machetazos del sacristán de la Iglesia de La Palma, Diego Valencia, y herir gravemente al sacerdote de la parroquia de San Isidro, Antonio Rodríguez) llevaba semanas destrozándolo todo. Mohamed —uno de sus compañeros de piso, que pide nombre ficticio— señala un peluche celeste de lentejuelas tirado en una escalera y espeta: “Decía que eso era el demonio”. El inquilino de la casa okupa, uno de los ocho que vivían en el inmueble, ha pasado la noche sin dormir testificando para la policía, después de que su compañero atacase mortalmente al sacristán de la iglesia de La Palma e hiriese de gravedad a otro párroco del cercano templo de San Isidro.
Mohamed enseña las escasas pertenencias de Kanjaa, acompañado de su primo y de otro de los compañeros que vivieron el paulatino proceso de degradación mental del atacante, investigado por supuesto terrorismo yihadista. Pero el joven de 28 años, camarero en un bar del puerto de Algeciras, tiene pocas dudas de que lo de su conocido esté relacionado con el radicalismo islamista: “Es una persona paranoica, no es yihadismo. Amenazó a sus compañeros con un cuchillo. El chaval no está bien, consumió drogas, las dejó y empezó a rezar”.
Pero Kanjaa, aparentemente, no era así cuando llegó a la casa y se metió a vivir en la degradada planta baja de la vivienda junto a otros dos marroquíes más, pocos meses después de que en junio del año pasado acabase con una orden de expulsión del país, como ocurre con la mayoría de los migrantes llegados al país en patera. Era de Oued El Marsa, una pequeña localidad junto a Castillejos de la que también son otros inquilinos de la vivienda. “Era un chico normal, que trapicheaba [con drogas] y consumía porros. Se sacaba su dinero y vestía chandal y sus zapatillas 120″, explica Mohamed. Hasta que algo cambió en él hace unos dos meses, cuando dejó de consumir las drogas que tomaba habitualmente y empezó a vestir chilabas.
Comenzó a hablar de magia, brujería y demonios, gritaba “no hay más dios que Alá” en árabe, pero el camarero no recuerda verle consumir material yihadista, ni siquiera pasar por las mezquitas de la ciudad, como además confirman desde dos de estos centros religiosos. “A lo mejor ha pasado por alguna mezquita, pero podemos confirmar que no era conocido”, ha explicado Mohamed El Mkaddem, imán del templo de Al Huda y portavoz de la comunidad islámica en el Campo de Gibraltar. “No quería que unos bebiesen alcohol o que otros tuviesen novia sin casarse. Fue a peor, uno de los chavales se marchó de aquí asustado, hace dos semanas amenazó con matarnos, y así hasta ahora…”, relata el marroquí de 28 años.
La tarde del pasado miércoles Kanjaa estaba ya aún más agitado de costumbre. Mohamed estaba en el trabajo cuando, al filo de las seis de la tarde, recibió un audio de voz de su primo, encerrado en el piso de la planta de arriba, asustado por lo que oía abajo. “Está pasando algo, sube rápido”, le espetó en árabe. “Cogió un cuchillo. Sus compañeros le preguntaban qué hacía con eso y él les decía ‘esto lo tengo para, quien quiera acabar con mi vida, quitarle de en medio”, asegura Mohamed que le contaron sus amigos, al llegar del trabajo. Para entonces, el supuesto asesino ya andaba suelto por las calles de Algeciras, en un ir y venir errático que le llevó a ir dos veces a la iglesia de San Isidro (la segunda es cuando atacó al sacerdote), agredir a un chico marroquí y, al fin, asestar los machetazos mortales al sacristán del templo de La Palma.
A Mohamed le martillea lo ocurrido. Tras llegar a España siendo un menor a duras penas, cumplió los 18, vivió en la calle, vendió chatarra e hizo “todo lo que tenía que hacer” para poder acabar con un trabajo estable. Lleva más de dos años viviendo en esa casa, en la primera planta, a la que acuden ocasionalmente su mujer e hija pequeña. “Tengo buen trato con los vecinos, ellos lo saben”, se justifica. Una vecina de al lado lo corrobora: “No se meten con nadie. Es una casa donde va y viene muchos chavales, están como de paso. Están en la puerta y no hacen nada, me han ayudado a veces a subir el carrito de mi hija, pero yo no me fijo mucho en ellos porque me da miedo”. Por eso ahora el camarero siente que Kanjaa ha quebrado la convivencia pacífica de la calle con un asesinato que él cree que podría haber evitado: “Quise denunciarle porque me daba miedo por mi mujer e hija, pero el resto de compañeros no tienen papeles y me pidieron que no llamase a la policía por si se los llevaban. Si lo hubiese hecho, esto no habría pasado”.
El bajo en el que el supuesto asesino vivía con sus compañeros está ahora patas arriba. Los colchones revueltos conviven con documentación que anteriores inquilinos se dejaron atrás y con papeles del propio agresor, como un documento en el que se ve cómo el ahora detenido llevó ropa a su hermano. “Está interno en un centro de menores”, explica Mohamed. Hay facturas de clases de conducir, tarjetas de visita, medicación y un papel escrito en castellano lleno de propósitos a hacer que no era del supuesto asesino. “Él apenas sabía hablar español”, añade el camarero. En medio del caos, unas tablas arrancadas del techo señalan el lugar donde el atacante “tenía escondida un hacha que se ha llevado la policía”, según añade el marroquí de 28 años.
Mohamed tiene grabado a fuego la última vez que vio a Yasine Kanjaa, fue la madrugada del miércoles al jueves, en la misma estancia en la que ahora atiende a EL PAÍS, cuando la policía lo trajo para estar presente en el registro. “Me entraron ganas de insultarle, de decirle: eres un asesino que vivías aquí conmigo”. No lo hizo, pero sí dejó claro a los investigadores que se iba a volcar en ayudar a la investigación: “Ya se lo dije a ellos, yo estoy más preocupado que ellos por lo que ha pasado. A ver qué va a ser de nosotros ahora…”.
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