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De las bombas de Kiev al sol de Málaga: “Ya nos sentimos parte de la familia”

Mariana Mulyayeva y sus dos hijas son una de las primeras familias acogidas por hogares españoles gracias al programa impulsado por Migraciones y la Fundación La Caixa

Desde la izquierda, Mariana Mulyayeva, su hija Yaroslavna y María González, el viernes en Vélez-Málaga.
Desde la izquierda, Mariana Mulyayeva, su hija Yaroslavna y María González, el viernes en Vélez-Málaga.GARCÍA-sANTOS
Nacho Sánchez

Mariana Mulyayeva va a ser abuela con 37 años. La mayor de sus dos hijas, Yaroslavna, de 20 años, está embarazada de ocho meses de una niña a la que llamará Era. Proteger a la futura mamá y a su otra hija pequeña, de 11 años, ha sido la principal preocupación de Mariana desde que las primeras bombas rusas sobre Kiev la despertaron a las cinco de la mañana del pasado 24 de febrero. Rusia comenzaba su ofensiva sobre Ucrania y ella supo al instante que debía salir del país. Preparó tres mochilas con lo básico, reunió dinero en efectivo y, con mucha dificultad, tres días más tarde encontró una vía de escape hacia la frontera con Moldavia. “Las casualidades y el amor de mucha gente han permitido que ahora estemos aquí”, agradece Mulyayeva. Ese “aquí” es una bonita casa en Caleta de Vélez, en Vélez-Málaga, donde la cordobesa María González y el escocés Pilken Kennedy les han acogido. El matrimonio ha abierto sus puertas de par en par a esta mujer ucrania y sus dos hijas. “Hemos resurgido”, resume Mulyayeva con una radiante sonrisa que, por momentos, mezcla con lágrimas.

Que ambas familias se hayan encontrado no es casualidad. Forman parte de un proyecto de acogida puesto en marcha en primavera en Madrid, Barcelona, Murcia y Málaga por el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones y la Fundación La Caixa. En los primeros días, más de 2.300 familias españolas se interesaron en participar, pero casi la mitad desistieron por el camino: o no cumplía los requisitos o les parecieron demasiado exigentes. El programa implica, entre otras cosas, acoger por un mínimo de seis meses, tener una vivienda adecuada y acompañar en su día a día a los miembros de la familia, un compromiso poco compatible con marcharse un mes de vacaciones o con jornadas laborales muy largas fuera de casa. Tampoco había apoyo económico, aunque ahora el ministerio está ultimando una ayuda de un mínimo de 400 euros para las familias ucranias sin recursos.

El programa tardó en arrancar, pero ya hay 473 familias que han llegado a la fase final de selección, entre ellas la formada por González —profesora de yoga— y Kennedy —jubilado—. Sus cinco hijos de matrimonios anteriores viven en Glasgow (Escocia), donde ambos se conocieron hace una década, así que tenían espacio y fueron de los primeros en ofrecer su casa. “Su compromiso, facilidades e implicación han sido fundamentales”, destaca Helena Lumbreras, de la organización Hogar Abierto, que ha mediado en el proceso de acogida.

El 12 de mayo, Mariana, Yaroslavna y su hermana Mariya llamaban a su puerta. Como ellas hay ya 45 familias acogidas y 100 más lo harán pronto en las ciudades donde se desarrolla el programa, que se va a ampliar a Girona y Alicante. Hasta 125.000 personas procedentes de Ucrania —la mayoría, mujeres—han conseguido ya protección temporal en España; de ellas, solo 21.000 reside en centros de acogida estatales. La inmensa mayoría vive por su cuenta, se ha instalado con familiares o amigos o han sido acogidos por familias ucranias o españolas desconocidas, que abrieron sus casas en esa ola de solidaridad inédita en España que va poco a poco desinflándose.

Bajo una enorme sombrilla y junto a una joven higuera, las tres mujeres ucranias sonríen. La matriarca comenta, divertida, que se ha acostumbrado a las caras de sorpresa de quienes reciben la noticia de que, a pesar de su juventud, será pronto abuela. Pero su risa es de cristal. Se quiebra cuando recuerda que su sobrino está en el frente o cuando relata su periplo de 4.000 kilómetros para huir de la guerra o el miedo a las violaciones y las balas en el trayecto. De Kiev viajaron en tren y autobús hasta Mogyliv-Podilskiy, junto a la frontera de Moldavia, que cruzaron, como luego hicieron con la de Rumania. “Entonces me bloquearon las cuentas bancarias. No tenía ni 1.000 euros en efectivo y las tres mochilas. Lo dejamos todo atrás”, dice la mujer, que vivió durante años en Rusia, país de origen de su exmarido. Tras el divorcio, ella volvió a Ucrania, pero su hija menor, Mariya, tiene nacionalidad rusa: “Temía que no nos ayudaran por ser una familia mixta, pero no hubo problemas”, explica.

La casualidad quiso que en Bucarest compraran tres billetes de avión a Barcelona el 8 de marzo. La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) les prometió un techo y les recomendó ir a Málaga. No sabían ni que existía esta ciudad, pero les daba igual, buscaban seguridad. Fueron alojadas en un hostal. Dos meses después recibieron una llamada: alguien les ofrecía hueco en su casa. “Tuve miedo del cambio, pero lo intentamos. Cuando vi a María por primera vez nos pusimos las dos a llorar y supimos que habíamos conectado. Desde ese momento nos sentimos parte de la familia”, afirma Mulyayeva. Su voz se quiebra y las dos mujeres se dan la mano con cariño. “Yo también tenía miedo, pero ahora sé que estoy en el sitio correcto y haciendo lo que debo”, afirma la cordobesa. “Es un lugar seguro para ellas. Hay que animar a más personas a acoger”, insiste Kennedy, al que Mariana considera ya casi un padre, y sus hijas, un abuelo.

Las familias hacen ahora vida con cierta independencia, pero las mujeres van a la compra juntas y sacan a pasear al perro, Rocky, e incluso las ucranias se unen a las clases de yoga que González imparte en su jardín. Unas intentan aprender castellano (repiten “gracias”) y sus anfitriones ya reconocen términos ucranios como babusya (abuela). Con Yaraslavna embarazada de ocho meses, la prioridad es el nacimiento de Era. “Aquí mi salud ha mejorado”, asegura la joven, a la que asisten en el hospital comarcal de La Axarquía. El entorno familiar de sus anfitriones ha llenado su habitación de ropa para el bebé, un carrito y una cuna. “Pensé que no tendría nada cuando naciera. Esto es increíble”, apunta tímida, mientras acaricia con delicadeza su barriga.

Su hermana menor también sonríe. Cuenta, con cierta vergüenza, que cada mañana se levanta directa hacia la piscina. También que ha hecho una amiga, su vecina, con la que no puede comunicarse por palabras, pero sí con gestos. Está deseosa de acudir al campamento de verano al que su nueva familia la ha apuntado y, sobre todo, “ir al colegio en septiembre”, porque no ha sido escolarizada en los cuatro meses que lleva en España. Su madre quiere empezar a trabajar tras el verano. Anima a otras familias ucranias a dejarse ayudar y repite palabras de agradecimiento al Estado, a las entidades sociales y a las personas que les han facilitado llegar hasta esta casa de Caleta de Vélez. La misma donde, pronto, se convertirá en abuela lejos de la guerra.

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