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IN MEMORIAM
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Admirable Mercedes Rico

Fallecida este miércoles en Madrid, fue la tercera mujer en acceder a la carrera diplomática y la primera en ser nombrada embajadora

Juan F. López Aguilar
Mercedes Rico, en una imagen de archivo tomada en el Ministerio de Justicia.
Mercedes Rico, en una imagen de archivo tomada en el Ministerio de Justicia.MIGUEL GENER

La última vez que en una entrevista me preguntaron por mi libro para el verano, mi respuesta evocó la conversación —deliciosa como siempre— que acababa de sostener con Mercedes Rico Carabias (fallecida en Madrid este miércoles, 15 de junio, a los 77 años): “Los que le llamábamos don Manuel”, una imponente memoria del Azaña ateneísta, hombre de Estado, sucumbido en Montauban (Francia) ante el empuje de la Gestapo. Mercedes estaba orgullosa de la nueva edición de la obra póstuma de Josefina Carabias (1912-1980), pionera del mejor periodismo, madre de Carmen Rico Godoy (1939-2001), cronista de la transición, nacida en París durante el exilio de sus padres, socialistas y republicanos, y también de Mercedes, nacida en Madrid, donde el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo condenó a su padre, José Rico Godoy, a 12 años de prisión.

Mercedes Rico fue la tercera mujer en acceder a la carrera diplomática (1973), que, como otros cuerpos de funcionarios distinguidos, había vetado a las mujeres hasta bien avanzado el franquismo. Fue primera embajadora de España (en 1985 en Costa Rica; en 1994 en la República de Italia, Albania y San Marino; y en 2011 en Irlanda, su último destino, donde la visité ya como presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interiordel Parlamento Europeo). Orgullosa de una saga familiar progresista y represaliada tras la Guerra Civil, tales logros expresan la voluntad de hierro que respiraba por los poros de su presencia física menuda y enjuta.

Cuando, en 2004, tuve la inmensa fortuna de incorporarla a la Dirección General de Asuntos Religiosos del Ministerio de Justicia, no podía ser consciente aun de cuánto contribuiría con su sagacidad a nuestro equipo y a sus objetivos. Apreciada y escuchada por interlocutores muy diversos en la delicada relación del Gobierno de España con la Iglesia Católica y las comunidades religiosas, Mercedes exhibió visión, mano izquierda y una amable —e indesmayable— determinación para hacer frente a la apertura de la pluralidad de creencias en una sociedad cambiante. Suya fue la idea de instituir la Fundación Pluralismo y Convivencia, que continúa cumpliendo una función valiosa que combina la laicidad con el respeto al hecho religioso, y ha contribuido a corregir los agravios e injusticias de un pasado dominado por la confesionalidad del Estado con una religión oficial. Suya fue también la reflexión sobre la oportunidad de la actualización de la vigente Ley 7/80 de Libertad Religiosa, cuyos mimbres han sido puestos a prueba por las transformaciones de la sociedad en que opera.

Vivimos juntos, en la tarea del Ministerio de Justicia, episodios que atestiguan el vértigo de los cambios de época. Uno de los pilares de nuestra acción política residió en la extensión de derechos de igualdad por la que, en buena medida, es recordada en la historia el primer mandato del presidente Zapatero: la ley orgánica integral contra la violencia de género; el divorcio directo (sin trámite de separación previa) por cesación del consentimiento matrimonial (no causal), que la prensa conservadora tachó de “divorcio exprés”; el matrimonio entre personas del mismo sexo; la ley orgánica de Igualdad; la Ley de Identidad Registral de Género… Todas fueron en su momento ferozmente combatidas por una coalición de fuerzas en que la jerarquía católica —momento Rouco Varela— se destacó como implacable agencia de oposición contra el Gobierno socialista. Muchos de sus prelados se prodigaron —¡qué tiempos aquellos!— en manifestaciones recurrentes junto a la cúpula del PP, haciendo de homilías y púlpitos trincheras de descalificación contra lo que, en su retórica, era “ingeniería social” y “destrucción de la familia”.

En esas coordenadas compartimos el tránsito de Juan Pablo II a Benedicto XVI (2005), haciendo frente a desplantes y desaires —negándose a estrecharnos la mano— por parte de cardenales y obispos críticos con las leyes que estábamos sacando adelante. Ante los frecuentes excesos —groseros insultos sexistas— en la radio de los obispos, Mercedes derrochó entonces su buen hacer diplomático, esforzadamente expuesto en un memorable almuerzo en la residencia del nuncio Manuel Monteiro de Castro.

Así era. Así fue. Servidora pública del Estado, entrañable con sus amigos, afectuosa en familia, Mercedes conjugó su distintiva seriedad sin concesiones y su profesionalidad con una ternura que la hizo, a ojos de cuantos trabajamos con ella, una roca única en su clase. Indisimulablemente culta, apasionada del ballet y de la danza clásica —publicó sus críticas en EL PAÍS hasta 1991 —gros, equipada de lecturas y experiencias, ingeniosa, empática, y, cómo no, muy divertida. Así la recordamos quienes la conocimos, quienes la llamábamos amiga. Admirable Mercedes Rico.

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