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Presos transformados en ‘libros humanos’ que relatan las historias tras los barrotes

Cinco reclusos de la cárcel madrileña de Soto del Real participan en una actividad penitenciaria innovadora en España parar combatir estereotipos

Carcel Soto del Real presos
Katalina y Jason, dos de los presos que han participado en la iniciativa, en la localidad de Soto del Real. Detrás, de espaldas, los otros tres reclusos.SANTI BURGOS
Óscar López-Fonseca

David está nervioso. Lo reflejan el ligero temblor de sus manos y ese gesto de recolocarse cada pocos segundos la mascarilla, pese a que no se ha movido. Sentado ante una mesa de la biblioteca pública de Soto del Real (Madrid), frente a él hay un par de sillas vacías que en unos minutos ocuparán dos desconocidos a los que contará cómo ha sido su vida hasta acabar en la cárcel, donde lleva tres años y medio condenado por robo con intimidación. David, nombre supuesto, es uno de los cinco presos que el pasado viernes participó en una actividad penitenciaria innovadora en los centros penitenciarios del Ministerio del Interior en la que los internos se convierten en “libros vivos”.

El objetivo: que trasmitan sus historias a grupos muy reducidos de ciudadanos para acabar con los estereotipos y prejuicios que recaen sobre las personas que terminan en la cárcel. Frente a él se sientan, poco después, dos mujeres jóvenes, Noelia y Lidia. A lo largo de las siguientes dos horas lo harán por parejas otras seis personas que han respondido al llamamiento de convertirse en “lectoras” de su relato y del de otros cuatro reclusos. “Si os parece, os cuento cómo ha sido mi vida y si queréis me vais preguntando”, les dice, tímido. “Yo tenía una vida más o menos normal...”, comienza, para luego detallar cómo la droga lo estropeó todo.

El promotor de la iniciativa es Juan Sobrino, director de la biblioteca pública donde se celebra el encuentro, en Soto del Real, de 9.000 habitantes, a 50 kilómetros al norte de Madrid y muy cerca del centro penitenciario Madrid V, que acoge un millar de reclusos. Sobrino, que ya en 2018 inició un programa para incentivar la lectura entre los presos, se fijó en Human library (la biblioteca humana), un proyecto iniciado en Dinamarca en 2000 para dar voz a colectivos marginados. “Aunque no contempla a reclusos, pensé que se podía hacer con ellos y, de este modo, que la gente pueda conocer la realidad de los presos y ponerse en su lugar”.

Las normas son claras: los presos tienen derecho a ser tratados con respeto, a dejar sin contestar las preguntas que quieran e, incluso, a dar por finalizada la conversación antes de tiempo. Los lectores no pueden tomar notas. Sobrino aspira a repetir la experiencia e, incluso, a que en el futuro algunos internos acudan a centros de enseñanza.

Jason, condenado por tráfico de drogas, habla el pasado viernes con dos de las personas que han participado en la iniciativa en la biblioteca pública de Soto del Real (Madrid).
Jason, condenado por tráfico de drogas, habla el pasado viernes con dos de las personas que han participado en la iniciativa en la biblioteca pública de Soto del Real (Madrid).

En otro extremo de la biblioteca está Pedro, también nombre supuesto, quien a sus 43 años afronta una condena de seis por traficar con drogas de diseño. Frente a él están Elena y Carolina, dos jubiladas que es la primera vez que están ante un recluso. Pedro tiene delante el guion que se ha preparado. “Soy hijo único y, podría decirse, deseado de una familia perfectamente estructurada”, arranca. A lo largo de 20 minutos, les contará cómo su vida está muy alejada del estereotipo que libros, películas y series de televisión dan a las personas que delinquen.

Ingeniero informático, con dos másteres, éxito y altos ingresos, admite que sus coqueteos con las drogas se iniciaron en la adolescencia para, con altibajos, acabar por ocupar cada vez más espacio. “Tras perder un trabajo, tuve la brillante idea de traficar [con drogas]”, recuerda con sarcasmo. El relato es duro, pero hay momentos para las sonrisas. “A mí me podía haber pasado lo mismo”, reconoce Elena. “Lo más duro es estar separado de la gente que te quiere. Ellos sufren las consecuencias de nuestros delitos”, añade Pedro.

Lourdes Gil, coordinadora general de Tratamiento y Gestión de Instituciones Penitenciarias que ha impulsado el proyecto, asegura que “es para los internos un ejercicio tan difícil como beneficioso”. Gil destaca que ser un libro humano, aunque sea por un día, ayuda a los internos a “sentirse integrados, a entrar en contacto con el otro y ser parte de la comunidad”. “Me decían que no se han visto juzgados, que han detectado más miradas de interés, de curiosidad, de ganas de entender dónde se produce el punto de quiebra en sus vidas, que de juicio. Es muy rehabilitador”, destaca. Para Gil, es un camino de doble sentido: “También el ciudadano que está fuera de la prisión descubre que tras los muros hay personas con historias”.

Daniel y Leticia escuchan el relato de Rubio, uno de los reclusos participantes en la iniciativa desarrollada el viernes en la biblioteca de Soto del Real (Madrid).
Daniel y Leticia escuchan el relato de Rubio, uno de los reclusos participantes en la iniciativa desarrollada el viernes en la biblioteca de Soto del Real (Madrid).

A sus 37 años, a Rubio aún le queda por cumplir cinco de los ocho años que un tribunal le impuso por dar una brutal paliza a alguien que le debía dinero. No era el primer problema con la justicia que tenía en su vida, marcada por el alcohol y los malos tratos que sufrió en su infancia. Ahora, cuenta los días para el próximo permiso y aspira a obtener la semilibertad y rehacer su vida con su pareja y sus dos hijos. “Ellos no saben que estoy en la cárcel. Les digo que su padre está castigado en un colegio de mayores por portarse mal y hacer daño a un hombre”, le cuenta a Sebastián y Alejandro. El primero se muestra muy interesado en saber cómo es la vida dentro de prisión, y Rubio le explica que los presos están separados en módulos y que, entre estos, hay unos más conflictivos que otros. El suyo, el número 14, donde el Proyecto Hombre ayuda a los internos a superar adicciones como la suya, es “superrespetuoso”. Sebastián se despide con un apretón de manos. “Es difícil venir aquí y contar lo que te ha pasado. Te deseo lo mejor”, le dice.

Miguel Ángel y Rafael escuchan el relato de Katalina, una presa transgénero de origen colombiano, que se ha puesto una camiseta con la bandera del arcoíris. Katalina o Kata, como la llaman todos, habla apresurada intentando no dejar fuera de su relato de pocos minutos nada de su azarosa vida: su infancia y juventud en su país natal, su paso cuando era un crío por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y su lucha porque se respetase su identidad sexual, pero también la llegada a España y cómo se vio abocada a prostituirse y trapichear para sobrevivir.

“Quiero que la gente conozca por lo que he pasado”, dice a los dos hombres que se sientan frente a ella, a los que muestra la cicatriz que un machetazo le dejó en el brazo izquierdo. Cuando Miguel Ángel le plantea si tiene miedo a lo que encontrará en la calle cuando recupere la libertad, dice que no: “Cuando entré en la cárcel me sentí morir, no me respetaba a mí mismo, pero ahora pienso en positivo y tengo planes”. ¿Cuáles? “He aprendido a leer y escribir y me gustaría dedicarme al estilismo”, añade.

Katalina, reclusa trans, cuenta a dos de los participantes en la iniciativa su vida en Colombia y España hasta acabar en la cárcel de Soto del Real.
Katalina, reclusa trans, cuenta a dos de los participantes en la iniciativa su vida en Colombia y España hasta acabar en la cárcel de Soto del Real.

Luis Carlos Antón, director de la cárcel, conoce la historia de todos y cómo ha sido su evolución dentro, no siempre fácil. Asegura que algunos le manifestaron, antes de participar, su miedo ante este “ejercicio de exposición”. Sin embargo, está convencido de que “ha sido una experiencia muy gratificante para todos. Para los internos tiene un valor inmenso saberse parte de la comunidad, que este tiempo de privación de libertad no anula su lugar en la sociedad. Esto es la reinserción, por lo que trabajamos”, añade antes de mostrar su disposición a que se sigan celebrando.

Jason llegó a España con siete años desde la República Dominicana junto a su familia. Ahora, con 32, cumple siete años de condena por tráfico de drogas. Antes del comenzar la experiencia, se muestra intranquilo: “Voy a estar con personas a las que no conozco y no sé qué me van a preguntar”. Él, que admite que estuvo a punto de suicidarse por los problemas de ludopatía que le arrastraron a traficar, asegura a Leticia y Daniel que lo que más le duele es ver como ha estado “jodiendo la vida” a su familia. Al término del encuentro, la pareja reconoce haberse sorprendido de la sinceridad del recluso. “Se ha mostrado muy vulnerable”, destaca Leticia. Jason ha acabado la jornada sonriendo, satisfecho de haber retrasado un permiso penitenciario para participar en el encuentro. “Me siento vivo como nunca”, asegura. ¿Repetirías como libro humano? “Sin duda”. Poco después, él y sus cuatro compañeros regresan a sus celdas.

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Sobre la firma

Óscar López-Fonseca
Redactor especializado en temas del Ministerio del Interior y Tribunales. En sus ratos libres escribe en El Viajero y en Gastro. Llegó a EL PAÍS en marzo de 2017 tras una trayectoria profesional de más de 30 años en Ya, OTR/Press, Época, El Confidencial, Público y Vozpópuli. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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