La larga espera para cumplir el sueño de alcanzar el Reino Unido desde Santander
La autoridad portuaria instala concertinas para frenar a los jóvenes albaneses que intentan colarse como polizones en barcos que parten de Cantabria rumbo a territorio británico
El así llamado, Hotel Piojos, ahora tiene piscina. Las lluvias han creado una ciénaga en el antiguo acceso al garaje de este edificio abandonado en las afueras de Santander. El nombre original es Hotel Morri, que significa piojos en albanés, y se lo pusieron irónicamente las decenas de ciudadanos de ese país que malviven en él y que cada noche intentan colarse en los barcos del puerto cántabro rumbo al Reino Unido. El método lo conocen tanto los aspirantes a polizones como los guardias: o saltar las vallas y esconderse en las cargas o esconderse en camiones que llevan su mercancía a los buques. El fenómeno ha ido creciendo, hasta el punto de que el Gobierno acaba de instalar concertinas metálicas para intentar frenar los saltos. Ser atrapados implica volver a empezar. No importa. Chavales como Beli (nombre ficticio), de 21 años, buscan el futuro laboral negado en su tierra: “Mi familia entiende que no hay alternativa”.
La conversación transcurre en un bar cercano a ese hotel a medio construir que cientos de compatriotas han ido adecentando durante meses para hacerlo habitable, aunque sigue oliendo a suciedad, con basura y maleza alrededor. En el lugar hay más de una decena de albaneses que beben café mientras cargan sus teléfonos y charlan hasta que atardece y comienza el plan. Beli, que viste con vaqueros y sudadera como cualquier chaval a la moda y luce una rosa tatuada en la mano, relata en inglés que cuando se pone el sol empiezan a deambular buscando camiones que puedan dirigirse al puerto.
Él y sus colegas lo comprueban observando las etiquetas de los paquetes que ven en el interior. Si el destino es el Reino Unido, se esconden en los remolques confiando en no ser detectados. Cada noche preparan con fe un macuto con comida y abrigo. El trayecto en las gélidas tripas del camión y del barco puede durar cinco días desde que se cuelan hasta que, con suerte, pisan suelo británico. Beli muestra la rapidez con la que abre las compuertas de un camión. El muchacho comprueba primero que no hay conductor ni seguridad. En segundos ha forzado los cierres en la oscuridad. Clac. Abierto. En el caso de que fuese el camión elegido, el resto de chavales entraría y alguien cerraría por fuera. En la próxima intentona otros deberán cubrirlo a él.
Los 60 días que Beli lleva en Cantabria, esperando poder subirse a un barco, revelan que es más fácil explicar su plan de escape que ejecutarlo. Una cosa es infiltrarse en el tráiler y otra en los buques. El chico enseña los mapas de Google para señalar con precisión de cartógrafo cada punto del puerto y sus debilidades. La teoría está clara, sonríe el veinteañero, que a la entrada del puerto explica por dónde saltan: “No es difícil entrar”. Beli bromea con el apodo de Spiderman y admite que ni con superpoderes logran que los golpes no duelan si caen mal desde los cuatro metros que escalan.
Estas constantes incursiones han provocado la instalación de concertinas por parte de la autoridad portuaria, dependiente del Ministerio de Transportes. Se trata del único puerto del norte que dispone de este recurso disuasorio. Santiago Díaz, director del puerto de Santander, indica que este año han registrado unos 2.000 intentos de colarse en los navíos, tantos como en 2019. Esa cifra duplica la de 2018 y multiplica casi por 20 la de 2015. Los peligros y los controles de los pasos franceses como Calais han atraído a Cantabria a muchos de los migrantes que tienen al Reino Unido como destino.
Díaz afirma que han destinado 20.000 euros a estos alambres que desgarran la piel y que gastarán otros 180.000 euros para extenderlos por los seis kilómetros del perímetro. Los intrusos, justifica, echan a perder la carga de los buques, que en muchos casos se desecha, y espantan a las navieras por las multas que las autoridades británicas imponen si sorprenden a migrantes a bordo. “Hay transportistas que han comunicado que, mientras esta situación persista, redirigirán sus cargas por otros puertos o por carretera, aunque alargue y encarezca la logística”, expone el director del puerto. El hoy vicepresidente cántabro, Pablo Zuloaga (PSOE), afirmó en 2018, como delegado del Gobierno, que jamás usarían esos elementos disuasorios, reprobados tanto por el Defensor del Pueblo como por ONG internacionales.
De poco sirven los argumentos oficiales cuando tras la frontera se atisban oportunidades. “Los albaneses tenemos dinero pero allí [en Albania] no podemos trabajar”, afirma Beli. Algunos duermen en hostales si disponen de fondos, que en ocasiones les envían otros colegas que sí lograron el sueño británico. El café que beben en Santander vale un euro, casi como en su país, pero allí ganan sueldos infinitamente menores. No hay comparación.
Beli, hijo de una maestra y un policía, estudió para seguir el camino del padre, pero sigue el ejemplo de su hermano mayor, que subsiste empleado irregularmente en Inglaterra. Es una historia parecida a la que cuentan sus otros compatriotas. Renato, de 21 años, aprendió Criminalística en Macedonia. Roberto, de 26, se formó en ingeniería hidráulica. Papel mojado si no sirve para trabajar con salarios dignos, sino a razón de 300 euros mensuales; un acicate para subirse a esos buses que tardan tres días en cubrir el trayecto entre sus ciudades y Cantabria.
Las pintadas del hotel Morri muestran nombres como el de Dibra, un condado de donde proceden varios de los chavales. De allí es uno de los chicos que habla español pero declina decir su nombre: “No es importante”. Él, como tantos, ha entrado en el puerto varias veces pero siempre fue expulsado. Al menos los guardias no usan la violencia, como sí aseguran que ocurre en otras fronteras. “Mi familia quiere que esté bien y en España no hay mucho futuro, buscamos oportunidades”, comenta el joven antes de sumergirse en la lectura de El diario montañés, que durante meses ha informado de las posiciones políticas hacia las concertinas y la situación de los albaneses.
La plantilla y los dueños del bar que los acoge, que piden anonimato, defienden a los albaneses. “Cómo no ayudarlos”, suspira el propietario, cuando rompe a tronar y llover y recogen raudos el toldo y la terraza. Otra trabajadora se emociona al pensar en sus hermanos, que marcharon a Alemania para trabajar: “Cómo no vas a escapar si te mueres de hambre”. La mujer destaca el compromiso del barrio, pues el dentista le sacó gratis una muela a un albanés y otros les han regalado calzado o ropa: “Se nos muere el alma, yo como madre que soy les bajo bocadillos”. Ella asegura que sufre al pensar en su hija, que estudia en Madrid, así que empatiza con las familias de los muchachos. La asociación Pasaje Seguro también ha apoyado a los albaneses en varias concentraciones.
El temporal que barre Cantabria provoca que desistan de entrar en los remolques la noche en la que hablan con EL PAÍS. Toca dormir en el Morri, que amanece desangelado en una mañana de perros. Una mujer que pasea por la calle sostiene que los chavales no molestan y que suelen lavar su ropa en una lavandería cercana. Unos metros más allá, en las entrañas de un edificio abandonado, descansan un par de docenas de jóvenes cuyo futuro viaja en un barco para el que no tienen pasaje.
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