Las rendijas abiertas por el crimen de Lardero
Los expertos coinciden en la dificultad de prever la reincidencia de condenados por delitos sexuales, pero discrepan sobre cómo actuar para evitar casos como el de Francisco Javier Almeida
Francisco Javier Almeida fue durante cerca de 22 años un recluso modelo. Condenado a 30 años de prisión por el asesinato y agresión sexual a una mujer en Logroño en 1998 y con antecedentes por otro delito sexual contra una menor, los que lo custodiaron en la cárcel de El Dueso (Cantabria) lo recuerdan como un interno que se relacionaba poco con otros presos, que nunca provocó un incidente y que participó en el programa de reinserción para agresores sexuales. Pese a ello, durante años tuvo restringidos los beneficios penitenciarios. Tardó ocho años en conseguir permisos de salida y el tercer grado lo alcanzó cuando estaba a poco más de tres años para extinguir la pena. Finalmente, salió en libertad condicional en abril de 2020. El pasado 28 de octubre, 18 meses después, acabó presuntamente con la vida de Álex, un niño de nueve años al que atrajo con engaños.
El conocido como crimen de Lardero (La Rioja) ha puesto de nuevo sobre la mesa una realidad que, cada cierto tiempo, se hace trágicamente palpable: el sistema jurídico y penitenciario español, basado en la reinserción social, deja rendijas por la que se escapan delincuentes que nunca se reinsertan. ¿Qué se puede hacer para evitarlo? Los expertos discrepan, pero todos coinciden en la dificultad de prever la peligrosidad futura de una persona, por lo que siempre va a haber pronósticos fallidos que, si se consuman, implican consecuencias tan trágicas como la vivida la pasada semana en La Rioja. “El riesgo cero no existe. El riesgo cero es la cadena perpetua o la pena de muerte”, advierte Mercedes García Aran, catedrática de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Barcelona.
El Código Penal por el que se condenó a Almeida por el asesinato de 1998 no es el mismo con el que se le juzgará por el crimen de Lardero si prospera su acusación. El actual contempla dos medidas introducidas específicamente para intentar taponar algunas de esas rendijas del sistema: la libertad vigilada y la prisión permanente revisable. Es posible que al autor de un crimen como el que cometió Almeida hace 22 años o como el que ahora presuntamente se le atribuye se le hubiera aplicado al menos una de estas medidas. Sin embargo, es imposible saber si eso evitaría una reincidencia, salvo en el caso de que la prisión permanente, revisable por primera vez a los 25 años, se alargara indefinidamente. Esta última pena se aplicó por primera vez en España en 2017 ―David Oubel fue condenado por degollar a sus dos hijas en Moraña (Pontevedra) en 2015― y todavía faltan muchos años para que lleguen las primeras revisiones, pero el problema entonces volverá a ser el mismo.
Los expertos asumen que la dificultad de prever la peligrosidad de una persona llevará a alargar innecesariamente la estancia en prisión de algunos que de haber sido puestos en libertad no habrían reincidido y, por contra, se excarcelará a individuos que volverán a delinquir. “La conducta humana tiene un margen enorme de incertidumbre. Pero si hay algo de lo que podemos estar seguros es de que es imposible predecirla con exactitud”, afirma Lucía Martínez, profesora titular de Derecho Penal de la Universidad de Valencia, autora de varios estudios sobre los pronósticos de peligrosidad.
Los informes realizados por esta jurista arrojan una conclusión: existe una tendencia a sobrevalorar el riesgo, es decir, a clasificar como peligrosos a sujetos que no lo son (lo que se considera como falsos positivos). Sin embargo, los falsos negativos (cuando reincide un individuo al que se consideró no peligroso y respecto del cual no se adoptó ninguna medida) son más fáciles de detectar porque dan lugar a un nuevo caso que, a menudo, genera gran impacto social. Pero demostrar cuántas personas a las que sí se calificó como peligrosas en realidad no lo eran resulta imposible si, debido a esa calificación, se les mantiene en prisión.
Martínez ha recogido estudios realizados en países como Estados Unidos o Alemania, donde existen hace años medidas privativas de libertad que pueden extenderse de por vida. En EE UU, el Tribunal Supremo ordenó en 1966 la liberación, o el traslado a hospitales psiquiátricos civiles, de 967 personas que permanecían recluidas en establecimientos para enfermos mentales criminales en el Estado de Nueva York. Tras un seguimiento de cuatro años solo 24 personas tuvieron que volver a ingresar en centros de alta seguridad para criminales mentalmente enfermos, lo que da como resultado una tasa de falsos positivos de más del 97%.
En Alemania existe la llamada custodia de seguridad, una medida que se impone a delincuentes considerados peligrosos y que implica permanecer encerrado una vez que se termina de cumplir la pena de prisión. Se trata de centros específicos donde los internos, la mayoría condenados por delitos sexuales graves, no están en celdas, sino en habitaciones sin rejas y con más actividades de ocio. Pueden permanecer de manera indefinida, aunque, de entrada, solo puede imponerse un máximo de 10 años. Un estudio realizado a partir de 56 casos a los que los peritos calificaron como altamente peligrosos y para los que la Fiscalía solicitó esta medida, pero por diversas razones no se les impuso, demuestra que solo lo fueron en realidad 17. Es decir, el 70% eran falsos positivos, señala el estudio citado por Martínez.
En España, el exministro Alberto Ruiz-Gallardón llegó a plantear implantar un sistema similar a la custodia de seguridad alemana, pero en 2010 se optó por la libertad vigilada, que se consideraba mucho más acorde con el objetivo de reinserción que fija la Constitución. El problema, señalan los expertos, es que el seguimiento institucional es muy pobre. “Hay que asegurar la presencia del Estado en la seguridad pública y dotar de contenidos reales de prevención a la libertad vigilada”, apunta Luis Arroyo Zapatero, director del Instituto de Derecho penal Europeo e Internacional de la Universidad de Castilla-La Mancha. La libertad vigilada puede adquirir varias fórmulas, como geolocalización, comparecencias periódicas ante el juzgado, prohibición de moverse de un territorio determinado u obligación de participar en programas formativos. El problema, señalan los expertos, es que esas medidas no son eficaces por sí solas. “Una pulsera telemática disuade de actuar. Pero no se trata solo de geolocalización, sino de mejorar el servicio de atención, hacer seguimiento de la evolución de la personalidad o de cómo vive la persona una vez que está en la calle”, apunta Arroyo Zapatero. El sistema, coinciden los expertos, falla, sobre todo, en ofrecer “apoyos”, tanto para libertad vigilada como para la condicional.
Eso es lo que intenta cubrir el Programa Círculos para agresores sexuales con alto riesgo de reincidencia implantado en 2014 en Cataluña. “Cuando un preso de estas características sale a la calle tras cumplir una condena de 15 o 20 años, se encuentra un mundo cambiado que no conoce. Para reintegrarse en él, necesita ayuda, un acompañamiento que, además, puede servir de control”, explica Santiago Redondo, catedrático de Psicología y Criminología de la Universidad de Barcelona. Para él, casos como el de Almeida “son terribles, pero también excepcionales”. Pese a ello, Redondo, que dirigió la creación del programa contra agresores sexuales que en los años noventa se empezó a utilizar en las cárceles de Cataluña y, posteriormente, en las del resto del Estado, cree que aún hay un amplio margen de mejora.
En la misma línea se manifiesta Virginia Domingo, jurista especializada en justicia restaurativa. Ella también aboga para que la terapia a este tipo de delincuentes siga una vez abandonan la prisión. Plantea reuniones grupales una vez a la semana y voluntarias “en las que puedan contar su experiencia en libertad y, sobre todo, compartir su miedo a reincidir, lo que permitiría cierto control”. Domingo, que descarta la celebración de encuentros presenciales de los agresores con las víctimas, sí cree que puede ser positivo que, a través de vídeos o audios, conozcan el testimonio directo de mujeres que han sufrido violencia sexual “para que vean el daño real que causaron”.
Antonio y Luis [nombres supuestos para preservar su anonimato] son, respectivamente, jurista y psicólogo de juntas de tratamiento (un órgano colegiado de profesionales penitenciarios existente en cada cárcel que estudia la evolución del recluso y propone el régimen carcelario que se le aplica, la concesión de permisos y si se eleva al juez su libertad condicional). Ambos admiten que no es fácil determinar en un preso lo que los informes penitenciarios denominan “diagnóstico de comportamiento futuro”. Antonio destaca que, para hacerlo, los integrantes de la junta de tratamiento siempre tienen en cuenta varios factores objetivos, como el historial, el delito por el que fue condenado y el tiempo que le queda de condena, pero también otros subjetivos, como la impresión que obtienen de las entrevistas que les hacen, si tienen posibilidad de trabajo o en qué ambiente se van a desenvolver. Según Antonio, todo ello carga de subjetividad la decisión final de la junta: “Un mismo caso puede tener una valoración dispar en una cárcel y otra”.
Su compañero psicólogo reconoce la complejidad de los casos de condenados por delitos sexuales. “Son buenos presos y malos ciudadanos”, resume para destacar que su buen comportamiento en la cárcel puede ser engañoso. Las estadísticas de Instituciones Penitenciarias recogen que un 95,7% de los presos que siguen los programas penitenciarios para intentar reinsertar a agresores sexuales no reinciden en los cinco años siguientes. La percepción de Luis, sin embargo, es que aunque estos programas, que son voluntarios, “son técnicamente muy buenos”, los resultados son escasos: “En solo uno de cada 10 o 12 casos se nota mejoría. Muchos de estos reclusos asisten con el único objetivo de que se les tenga en cuenta para que se les concedan beneficios”. “Con este tipo de delincuentes, in dubio, pro sociedad (en casa de duda, a favor de la sociedad)”, concluye su compañero Antonio, cambiando el sentido de la célebre locución latina que aboga por favorecer al recluso.
También escéptico con las posibilidades de éxito para reinsertar a presos de las características de Almeida se muestra el catedrático de la Universidad de Valencia y criminólogo Vicente Garrido. Para él, los condenados por delitos sexuales, como el presunto autor del crimen de Lardero, “han convertido la criminalidad en una parte sustancial de su personalidad” y hay que extremar la precaución antes de concederle un beneficio. “Si no hay constancia real de que ha sido así se le debe negar”, recalca. Garrido también critica que en España falta un amplio cuerpo profesional de funcionarios [en la actualidad hay 63 en las cárceles dependientes de Interior, y en el año 2020 se concedieron 3.654 libertades condicionales] que controlen a estos presos al estilo de los anglosajones agentes de la condicional. “Hay que priorizar el bienestar de la sociedad ante este tipo de delincuentes”, afirma.
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