Crónica del alud que sepultó a Virgilio cuatro semanas
Este sábado ha aparecido el cadáver del segundo quitanieves fallecido tras la avalancha mortal en San Isidro (Asturias)
El primer día de 2021 fue el último para los quitanieves César Fernández y Virgilio García. Virgilio, de 62 años, llevaba dos décadas despejando carreteras al volante de una fresadora encargada de tumbar los muros blancos. A su diestra, estaba César, de 52 años, con quien formaba equipo desde hace apenas unos días. Él le iba a relevar cuando se jubilara.
Las intensas nevadas en el puerto de San Isidro (Asturias) les llevaron a una zona de habituales aludes, duras tormentas y acusados desfiladeros. Nada nuevo. La primera llamada la recibieron hacia la una y media de la tarde porque una furgoneta, un turismo y un todoterreno necesitaban bajar del alto de Riofrío hacia Cuevas y Felechosa. Allí fueron. Dos horas después, la quitanieves yacía, rota en tres pedazos, en un acantilado a 200 metros de la carretera, con sus conductores muertos; el conductor de la furgoneta estaba atrapado en su vehículo y corría riesgo de congelación; y los otros dos coches quedaron aislados entre un averno blanco provocado por una avalancha.
La tregua que ha dado el temporal ha permitido localizar a Virgilio tras cuatro semanas entre la nieve. Un georradar y cámaras aéreas escudriñaron las proximidades del accidente mientras los servicios de emergencias rondaban el punto crítico sin olvidar el persistente riesgo de aludes. El cuerpo apareció a 100 metros de la cabina de la máquina entre un manto blanco de 10 metros de grosor y con profundos canales de agua y hielo donde los operarios tuvieron que moverse con cuerdas entre cascadas.
El recuerdo del desastre permanece vívido en Aitor Rodríguez, de 28 años, presente en aquel pequeño convoy. Él y su novia seguían con su todoterreno a la fresadora y ocupaban el último puesto en la ruta. Al poco, adelantaron al turismo que les precedía, con una pareja y una niña dentro. Las ruedas del 4x4 abrirían una senda más accesible para el utilitario, detalla Rodríguez, conocedor de la complejidad de este puerto, especialmente en invierno. De pronto, un desprendimiento se interpuso entre la quitanieves y ellos. Virgilio y César retrocedieron y abrieron el carril izquierdo para que las jóvenes parejas continuaran. Entonces comenzó la pesadilla en una tormenta inmisericorde.
Ambos coches se refugiaron bajo una cornisa antialudes y aguardaron a que Virgilio y César volviesen de abrir paso a la furgoneta que les seguía. No llegaron. El grupo se inquietó. De repente, la gran polvareda, una ventisca con una onda expansiva descomunal señal de una avalancha “gorda”, recuerda Rodríguez. Al llamar al 112 se asustaron: otra llamada había alertado de que el desprendimiento podría haber alcanzado a la fresadora. Los telefonistas le pidieron que no se arriesgara. Pero lo hizo. Rodríguez se acercó a la masa caída y se desgañitó para intentar obtener respuesta del conductor de la furgoneta que vislumbraba al otro lado. Nada. Solo frío, nieve y el peor presagio.
Las manos de Fernando Cordero dan vueltas a una taza de café como si siguiera preguntándose por qué el alud descendió justo cuando ambos trabajadores se encontraban en esta zona crítica, sin viseras protectoras. Cordero, hostelero en la cercana estación de esquí, habló con Virgilio y César a mediodía sin imaginarse el desenlace fatal de la jornada. Un carrusel de llamadas con Rodríguez y con el 112 le confirmó, horas después, que algo terrible había ocurrido. Raudos, él y su hermano arrancaron sendos todoterrenos y partieron rumbo al alud. Unos metros antes de esa ingente mole blanca vieron la furgoneta tumbada. Bajo ella, semiaplastado y con hipotermia estaba su conductor, que tardó en calentarse y narrarles lo acontecido. Él circulaba detrás de la fresadora, a un margen prudente, cuando esta se detuvo, justo debajo de una canal por donde suelen bajar aludes. El conductor, llamado David, interpretó que los operarios hacían señales pidiéndole ayuda y salió del vehículo. El hostelero Cordero sospecha que malinterpretó los gestos, que en realidad le alertaban de que se alejara, ya que “los quitanieves tienen prohibido pedir ayuda”. Entonces irrumpió el tsunami helado que le arrojó encima su furgoneta.
Aitor Rodríguez, entretanto, tranquilizaba a la otra pareja a la espera de socorro. Otros desprendimientos habían cortado la calzada y los rescatadores tuvieron que acceder a pie hasta su localización tras dos kilómetros de suplicio, frío y el latido de la urgencia en la sien.
Cada minuto contaba para intentar salvar a los operarios. Un equipo de bomberos, de guardias civiles de montaña y unidades caninas comenzó a rastrear en condiciones nocturnas extremas. Cualquiera podría tener el mismo destino que Virgilio y César. Uno de ellos relata que actuaban en “condiciones precarias” y angustiados. Apareció un brazo. El tiempo se congeló como el ambiente y, con suma delicadeza, sacaron el cuerpo inerte de César, en plena carretera, pero bajo la nieve. El corazón y su fe en encontrar a su compañero, muy querido por las brigadas, vencieron a la cabeza y su prudencia hasta que, de madrugada, interrumpieron sus empeños. Era imposible, como insiste Francisco Barreñada, jefe de la zona centro de bomberos de Asturias, hacerlo entre temporales: “Teníamos ya dos víctimas, no queríamos más”. La familia asumió la imprescindible cautela. La tristeza gobierna los ojos claros de Avelino Alonso, con incontables expediciones junto a Virgilio, ese amigo “valiente y excepcionalmente buena persona”. La desgracia le ha exhibido, a los 54 años, el peligro de este crudo empleo.
La naturaleza ha empequeñecido cualquier esfuerzo humano: los rescatadores han necesitado cuatro eternas semanas para cerrar una herida en la montaña. Dejada Felechosa atrás, desde el retrovisor se ven las cumbres y una majestuosa estampa blanca, de absoluta congelación. Como si nada hubiese pasado. Como si nada fuese a ocurrir. La nieve sigue ahí.
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