La decisión de Juan Carlos I
El presidente Sánchez aconsejó que el rey emérito saliera de La Zarzuela, pero prefería que se quedara en España
Viernes 31 de julio. San Millán de la Cogolla (La Rioja) es escenario de la Conferencia de Presidentes, la primera de carácter presencial tras las 14 citas telemáticas semanales celebradas bajo el confinamiento. Pedro Sánchez quiere dar una imagen de cohesión y unidad ante la crisis económica galopante y la proliferación de rebrotes que amenazan con desatar una segunda ola de la pandemia de coronavirus. Incluso el lehendakari, Iñigo Urkullu, aparece por sorpresa, dejando en evidencia al presidente catalán, Quim Torra, único ausente.
El Rey, que ha concluido el día anterior en Asturias su gira por las 17 comunidades autónomas, acude a inaugurarla. El programa está ajustado al milímetro pero, a última hora, hay que cambiarlo todo porque el jefe del Estado quiere reunirse a solas con el jefe del Gobierno. Nadie sabe de lo que hablan.
Menos de 48 horas después, Juan Carlos I deja el palacio de la Zarzuela, que había sido su hogar durante los últimos 58 años, y el lunes sale de España con rumbo desconocido y por tiempo indefinido. La decisión se había tomado a finales de julio, en pleno chaparrón informativo sobre la fortuna del ex jefe del Estado en paraísos fiscales, pero faltaban por atar varios cabos. Los ataron Felipe VI y el jefe del Gobierno en su encuentro riojano.
Uno de los últimos puntos en cerrarse fueron los términos exactos del comunicado con el que la Casa del Rey anunciaría la marcha del padre de Felipe VI, en la tarde del 3 de agosto. Cada palabra del texto estaba cuidadosamente medida, sobre todo siete de ellas: “Trasladarme, en estos momentos, fuera de España”.
Trasladarse, no exiliarse, ni fugarse. Ni siquiera viajar, salir, dejar o abandonar. Trasladarse es cambiar de un sitio a otro. Pero para los funcionarios y los militares (y la profesión de Juan Carlos de Borbón es la de militar), trasladarse es cambiar de destino, muchas veces a otra localidad. El traslado puede ser voluntario o forzoso.
Como adelantó EL PAÍS, la solución definitiva se acordó en una reunión cara a cara entre padre e hijo. La entrevista se celebró en el despacho de Felipe VI y también estuvo presente el jefe de la Casa del Rey, Jaime Alfonsín, según reveló más tarde el periodista Carlos Herrera. En las conversaciones a tres bandas que se desarrollaron durante el mes de julio, el Rey fue el interlocutor de su padre y del presidente Sánchez, mientras que Alfonsín despachó con la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, y el jefe de Gabinete del presidente, Iván Redondo.
Las declaraciones de Sánchez, calificando de “inquietantes y perturbadoras” las noticias sobre los fondos opacos de Juan Carlos I en el extranjero, y la insistencia de varios ministros instando a Felipe VI a distanciarse del rey emérito pusieron todos los focos sobre La Zarzuela. Pero no fueron supuestas presiones del Gobierno las que persuadieron al jefe del Estado de la necesidad de tomar medidas sino encuestas, en poder de la Casa del Rey, que mostraban que el prestigio de la Monarquía estaba en caída libre y su descrédito era galopante, especialmente entre los españoles menores de 45 años.
En sus audiencias con el Rey, Sánchez le expresó, con toda franqueza, su alarma por la deriva de los acontecimientos y la necesidad de salvaguardar a toda costa la institución, levantando un cortafuegos que la protegiera del escándalo, pero no le marcó el camino a seguir. “El Gobierno apuntó el problema, pero la decisión la tenía que tomar el Rey”, aseguran fuentes gubernamentales. En otras palabras, Felipe VI tendría todo el apoyo del presidente cualquiera que fuera su decisión, pero la responsabilidad sobre la misma y sus consecuencias sería solo suya. Lo que estaba en juego era la credibilidad de la Corona.
En esas semanas hubo un trasiego de informes y dictámenes jurídicos entre La Moncloa y la Casa del Rey. Se analizaron todas las alternativas posibles: desde una renuncia de Juan Carlos I a la inmunidad mientras fue jefe del Estado, inviable jurídicamente, hasta una regularización fiscal, imposible materialmente si se quería compensar todo lo que en su día dejó de tributar a Hacienda. Y no solo los cinco últimos años exigibles legalmente.
El asunto se llevó con absoluto sigilo, tanto que Carmen Calvo era la única integrante del Gobierno que estaba al corriente, además del propio presidente. No solo los ministros de Unidas Podemos, que luego se quejaron de haber sido ninguneados, se enteraron del desenlace por la prensa. También la mayoría de los del PSOE estaban in albis.
La negativa de Juan Carlos I a renunciar voluntariamente al título honorífico de rey, que le fue concedido con carácter vitalicio en junio de 2014, pocos días antes de su abdicación, descartaba la opción más sencilla, pues bastaba con modificar un real decreto. Pero Felipe VI no quería despojarlo del título en contra de su voluntad, como hizo con el Ducado de Palma de su hermana Cristina, provocando un desgarro sentimental. Tampoco quiso recortar la familia real, repitiendo la operación que llevó a cabo tras su coronación, cuando excluyó a sus hermanas y cuñados y la redujo a sus padres e hijas, pues ello hubiera requerido castigar injustamente a su madre, la reina Sofía.
La opción que quedaba era poner distancia física entre la Corona y su anterior titular, la salida de Juan Carlos I de La Zarzuela. En un primer momento, el rey emérito tampoco aceptaba de buen grado esta solución. Como sucedió tras el accidente de Botsuana, cuando se resistió a pedir públicamente perdón, o en los meses previos a la abdicación, le asaltaban las dudas. Recluido en el palacio de la Zarzuela desde el inicio del confinamiento, su único contacto con el exterior eran sus charlas con amigos, algunos de los cuales le animaban a resistir con el argumento de que estaba siendo injustamente tratado.
Finalmente, acabó por ceder. La prueba de que le costó dar este paso es que, en el comunicado oficial, Felipe VI expresó a su padre su “sentido respeto y agradecimiento ante su decisión”, consciente del sacrificio personal que implicaba.
Pero en el tira y afloja se produjo un cambio no menor: Juan Carlos I no solo saldría de palacio, como aconsejaba el Gobierno, sino que se marcharía al extranjero. Pedro Sánchez veía inconvenientes a esta salida y prefería que se quedara en España, pero le acabó dando su pleno apoyo porque era el acuerdo al que habían llegado padre e hijo y ese era su compromiso: respaldarlo en todo caso, según las fuentes consultadas.
La marcha de Juan Carlos I abría nuevas incógnitas: dónde iba a vivir y con qué medios. Quienes aportaron su opinión, desaconsejaron Londres, porque allí vive su examante Corinna Larsen, y también el golfo Pérsico, porque significaba “volver al lugar del crimen”, en alusión a la donación de 100 millones de dólares (65 millones de euros al cambio de entonces) de la Casa Real saudí que investiga la Fiscalía suiza. Pero al final, subrayan quienes le han tratado de cerca, nadie va a decirle al rey emérito dónde debe ir: “Una cosa es que acepte irse de España, porque se lo han dicho, y otra limitar su libertad de movimiento”.
Mientras fija su residencia definitiva en el extranjero, si llega a hacerlo, el rey emérito ha acudido a ver a sus amigos, primero a Sanxenxo (Pontevedra) y luego, según distintas informaciones, a Abu Dabi, capital de Emiratos.
El temor a la covid-19
Con 82 años y 17 intervenciones quirúrgicas —incluida una a corazón abierto hace ahora un año— su mayor preocupación es el riesgo que supone la covid-19, una enfermedad a la que se sabe vulnerable.
El Gobierno elude informar del paradero de Juan Carlos I y le pasa la pelota a la Casa del Rey, que a su vez se la quita de encima alegando que se trata de un viaje privado del que no tiene por qué dar cuenta. Pero el ex jefe de Estado no es un ciudadano de a pie: ostenta el título de rey con carácter honorífico, sigue formando parte de la familia real, cuenta con escolta policial, está aforado y no ha renunciado a sus derechos dinásticos sobre la Corona.
El efecto colateral ha sido formalizar lo que era un secreto a voces desde hace años: la separación de Juan Carlos I y doña Sofía. La reina emérita viajó a Mallorca, donde se ha dejado fotografiar de compras, mientras su marido protagonizaba una salida casi clandestina de España huyendo de las cámaras. La palabra que mejor define la marcha del rey emérito, según uno de sus amigos, es extrañamiento, una mezcla de destierro voluntario, incredulidad y añoranza.
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