Salar de Uyuni, viaje a un lugar que no parece del planeta Tierra
Esta laguna salada, la mayor del mundo, es el recurso turístico más visitado de Bolivia y uno de los espacios naturales más fotogénicos de la puna andina. La temporada de lluvias, que está a punto de terminar, es además el mejor momento para recorrerla


Existe un lugar en la tierra que no parece de este planeta. Una mancha blanca visible desde el espacio que tiene la misma superficie que la comunidad foral de Navarra, 10.000 millones de toneladas de sal y las mayores reservas mundiales del preciado litio. Es el salar de Uyuni, al suroeste de Bolivia, el mayor desierto salado del mundo y el de mayor altitud, uno de los monumentos naturales que justificarían por sí solos un viaje a ese país. El salar es el fondo de antiguos lagos prehistóricos que existieron hace más de 40.000 años y que al desecarse dejaron un depósito salino que llega a alcanzar hasta 120 metros de espesor. Se ubica entre los departamentos de Potosí y Oruro, en la región altiplánica de la cordillera de los Andes, a unos 3.700 metros de altitud, en una zona remota a cuatro horas de coche desde Potosí y ocho desde La Paz (aunque desde 2011 cuenta también con aeropuerto). Todo un desafío viajero.
Aun así, más de 300.000 visitantes llegan cada año para recorrerlo y hacerse fotos en una escenografía irreal. Un trasiego de turistas que ha revitalizado las dos poblaciones vecinas al salar en este rincón perdido y áspero del altiplano boliviano: la propia Uyuni y Colchani. La ciudad de Uyuni nació en 1889 ligada a la construcción de una vía férrea que unía las minas bolivianas de Pulacayo con el puerto chileno de Antofagasta y por la que durante décadas circularon toneladas de salitre, oro, plata, cobre y estaño. Uyuni era un nudo ferroviario y una base de reparación de locomotoras y contaba entonces con apenas 1.500 habitantes. Hoy, gracias al turismo, supera los 25.000.
Aunque Uyuni da nombre al salar y alberga la mayoría de servicios, el punto de acceso más usado y cercano es Colchani, una pequeña aldea a 20 kilómetros de la primera. El salar lo puedes visitar por tu cuenta, con tu propio vehículo: no hay ninguna puerta de entrada ni venta de tickets; es gratuito. Pero no te aconsejaría hacerlo así: meterse en un desierto plano y blanco de 150 kilómetros de largo sin conocimientos es una temeridad. Lo más recomendable es contratar una excursión organizada en Uyuni, o al menos, un coche con conductor que sepa entrar, y sobre todo salir, de esa costra salada e interminable.

Las excursiones organizadas pasan a recogerte por tu hotel a eso de las 10.00 horas de la mañana. Primero te llevan a visitar el famoso cementerio de trenes, todo un festín fotográfico para influencers de las redes y amantes de los ferrocarriles. Aunque aún funciona y pasan convoyes esporádicamente, la línea férrea hasta el Pacífico fue poco a poco cayendo en el olvido y hoy más de 100 unidades, entre vagones de todo tipo y locomotoras, sobreviven al tiempo y al óxido en las vías secundarias de Uyuni, formando el mayor cementerio de trenes del mundo. También hay un museo ferroviario muy interesante.
Luego te llevan a un modesto centro de interpretación donde te explican cómo la gente local envasa aún manualmente la sal y a una calle embarrada con una docena de puestos de artesanía y souvenir para tratar de venderte algo. Y después, ya por fin, el vehículo que has alquilado enfila hacia el interior de este paisaje marciano que podría ser de una entrega de La guerra de las galaxias o de Dune.

Se pasa primero por un antiguo hotel de sal, que cerró por razones medioambientales, junto al que hay un gran monumento —hecho, por supuesto, de sal— en recuerdo del tránsito del rally Dakar en las ediciones de 2014 a 2017. También hay un memorial con banderas de medio mundo que van dejando los propios visitantes. Y desde allí y dependiendo de la época, la excursión continúa hacia un lado u otro.
La época más espectacular para visitar Uyuni es la temporada de lluvias, de diciembre hasta la última semana de marzo o primeros de abril. Entonces, una capa de cuatro dedos de agua cubre buena parte de la laguna (ojo, imprescindible usar botas de goma) y se genera el famoso efecto espejo que hemos visto en mil fotos, con nubes duplicadas en el cielo y la tierra, colores imposibles y atardeceres que te envuelven 360 grados. El problema es que esa misma capa de agua impide ir muy lejos y dejarás muchos rincones del salar sin visitar.

En la temporada seca (el resto del año) el salar es una costra dura y de un blanco reluciente, pero no se da ese fenómeno espejo. A cambio, hay mayor movilidad en su interior y se pueden visitar las islas que emergen de la costra salina, como Incahuasi, un islote de 26 kilómetros cuadrados en la zona central donde crecen cactus gigantes —el cardón de la Puna— de hasta 10 metros de altura.
A mediodía te preparan un almuerzo campestre con mesas y sillas portátiles (al menos, así lo hacía la empresa con la que contraté) y te das el gustazo de comer rodeado del paisaje más extraño en el que lo hayas hecho en tu vida. Luego se visita un parque de esculturas de sal hechas por los pobladores de Colchani (que sí es de pago) y se espera ya cerca de la salida a que llegue el atardecer. Es el momento mágico del salar de Uyuni, sobre todo en época de lluvias. Cuando el efecto espejo mezcla el cielo y la tierra en una paleta de rosas, ocres y azules en el que no sabes si estás de pie o de cabeza.

Pero Uyuni no es la única lámina de aguas ricas en minerales de estas planicies. En Chile está el igualmente famoso salar de Atacama. Y en la zona fronteriza de ambos países aparecen otros humedales altoandinos como la laguna Blanca, la laguna Colorada o la laguna Verde, todas declaradas espacios Ramsar y con una extraordinaria colección de avifauna, en especial de grandes bandadas de flamencos, gansos y gaviotas andinas, cernícalos americanos, búhos y todo tipo de patos. Las tres, junto a zonas áridas como el desierto de Dalí o el Siloli, se pueden visitar en excursiones de dos a cuatro días desde Uyuni.
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