Una detallada ruta por Heidelberg para descubrirla en un día
Integrante de la exclusiva lista de 17 ciudades históricas germanas, esta pequeña localidad tiene mucho que ofrecer: de la iglesia del Espíritu Santo, donde su párroco pone canciones de Taylor Swift, a la cárcel de los estudiantes en su universidad y el imprescindible castillo
En el extremo oeste del puente Viejo de Heidelberg hay una estatua en bronce que representa a un mono irreverente. Es una obra contemporánea, firmada en 1979 por el artista Gernot Rumpf, y recuerda a otra que hubo en el mismo lugar en el siglo XVII. La leyenda dice que si tocas el espejo que sostiene el mono en una mano te harás rico. Y si tocas los dedos del pie, volverás a Heidelberg. El espejo está mucho más sobado y desgastado que los dedos, lo que indica que la gente, puestos a creer en fábulas urbanas, prefieren la de convertirse en millonarios a la de repetir viaje. Aunque, bien pensado, si uno es rico siempre puede volver a Heidelberg. Algo más que recomendable, porque esta ciudad en el Estado de Baden-Wurtemberg, al sur de Alemania, es una de las más bonitas del país, integrante de la exclusiva lista de 17 ciudades históricas germanas, a la que siempre sienta bien una segunda visita.
La importancia de Heidelberg reside en su castillo-palacio, sede y capital de los príncipes electores del Palatinado, un territorio histórico de lo que hoy es Alemania que fue independiente hasta 1803. Pero siendo el castillo —o lo que queda de él— el centro de atención y el lugar de visita obligada por los millones de turistas que llegan cada año aquí, esta propuesta de recorrido de 24 horas debe empezar más abajo, en el puente Viejo sobre el río Neckar, un afluente del Rin que nace en la Selva Negra.
El soberbio vado lo mandó construir en 1786 el príncipe elector Carlos Teodoro y recuerda (en pequeñito) al puente Carlos en Praga, tanto por las hechuras como por la cantidad de turistas que siempre soporta encima. Hubo otros puentes en época medieval, pues Heidelberg era un paso estratégico en las comunicaciones del Sacro Imperio Romano Germánico, pero lo único que queda de ellos es la soberbia puerta fortificada de ese mismo lado oeste, a cuyos pies está el mono de la suerte, y cuyas dos torres de color blanco son uno de los emblemas de la ciudad. En el pilar más cercano a esta orilla hay marcas de hasta donde llegaron las crecidas históricas del Neckar, que puede fluctuar varios metros en época de lluvias torrenciales.
El puente y la puerta medieval llevan directamente a Steingasse, “la calle empedrada”, que fue la primera que se adoquinó en la ciudad para facilitar el tránsito de carruajes y mercancías y que hoy es una de las más turísticas y fotogénicas, cuajada de terrazas, bares y restaurantes en ambas aceras. Steingasse desemboca en la plaza del Mercado (Marktplatz), el centro copérnico de este casco histórico pequeño pero armónico, en el que parece no desentonar nada. La plaza principal de Heidelberg tiene la misma forma y tamaño desde hace 800 años, aunque se dejó de mercadear en ella hace más de 50. A un lado queda el Ayuntamiento. Al otro, la iglesia del Espíritu Santo, donde estuvo la famosa Biblioteca Palatina, una de las más completas del Renacimiento. Durante la Guerra de los Treinta Años fue expoliada y su mayor parte enviada al Papa (hoy se conserva en la Biblioteca Vaticana). Curiosamente, la parte del templo que da a la plaza es el ábside, es decir, la trasera, y no la fachada principal, que asoma a un estrecho callejón. El resto de viviendas que cierra el cuadrilátero son construcciones barrocas civiles, fruto de la reconstrucción de la ciudad tras su destrucción por tropas francesas en 1689.
La plaza del Mercado es el centro de la vida local. El lugar en el que sentarse a ver y ser visto, a tomar el aperitivo o a disfrutar del ambiente que desborda a Heidelberg en cuanto llega el buen tiempo y se desata la temporada alta de visitantes. Siempre con la banda sonora del carrillón municipal, que suena cada cinco minutos durante todo el día. Conviene fijarse en las pequeñas tiendas que hay entre los contrafuertes de la iglesia, herederas de antiguos comercios medievales en los que los artesanos vendían de todo. Hoy son en su inmensa mayoría puestos de souvenirs, pero talladas en la piedra arenisca del templo se ven aún marcas de los gremios medievales que comerciaban en ellas. Por ejemplo, las que hay en el costado izquierdo del ábside, entre un puesto de Nutella y otro de baratijas, con la medida que debían tener los panes pretzel que vendía el panadero; si era menor que esa marca, podías denunciarlo en el Ayuntamiento.
Es posible que durante su visita a la plaza del Mercado oiga salir música estridente de la iglesia del Espíritu Santo. Puede ser un concierto de flamenco, una fiesta con música de Taylor Swift o un concurso de hip hop. Pensará que el templo está desacralizado y se usa para actos culturales. Pero no, sigue en uso como iglesia protestante. Solo que el párroco, Vincenzo Petracca, es un personaje singular que piensa que para atraer a los jóvenes a la iglesia hay que usar el mensaje de los jóvenes. Y entre misa y misa aparta a un lado los bancos de la nave central y organiza estas actividades, que dejan boquiabierto a quien pasa por la puerta.
En realidad, el casco histórico gira en torno a tres plazas contiguas, tres burbujas que esponjan la planimetría cuadriculada de la ciudad. La siguiente a la del Mercado es Kornmarkt (la plaza del Mercado del Grano), otro espacio encantador donde se instalaba un mercado privado de cereales, con una estatua de la Virgen en el centro y preciosas vista del castillo. Entre esta y la siguiente plaza, Karlsplatz (la plaza de Carlos), hay que detenerse en la confitería Gundel (acera de la derecha) para probar un Kurfürstenkugel, el dulce más típico de la ciudad, cuya traducción sería algo así como la bola (de cañón) de los Príncipes Electores. Tiene forma y tamaño de eso, de una bola de cañón antigua, y en realidad es una bomba… pero de calorías, pues está hecha a base de masa de bizcocho fino con relleno de crema de turrón y recubierta de mazapán y chocolate. ¡Imposible comerse una entera y del tirón!
Karlsplatz es mucho más grande que las dos anteriores y menos concurrida porque no tiene apenas terrazas ni restaurantes. Pero alberga una maqueta en bronce de la ciudad en la que uno puede hacerse una idea de la estructura del Heidelberg renacentista y barroco y tiene otra muy buena perspectiva del castillo. Pero aún no es hora de subir a él.
Vaya de nuevo a la plaza del Mercado y tome la calle que sale en dirección opuesta. Es Hauptstrasse, la arteria principal y comercial y la calle peatonal más larga de Alemania: algo más de dos kilómetros. Por ella se va, entre otros lugares, a la sede central de la Universidad de Heidelberg, la más antigua de Alemania (1386). Estudiar en Heidelberg es un estatus de excelencia entre universitarios de toda Europa y la mayoría de sus facultades tienen un alto nivel de corte para entrar. El recinto más turístico de la Universidad es la cárcel de los estudiantes. Se trata del edificio donde se recluía a los más revoltosos, que recibían penas de dos, tres o cuatro días si contravenían las reglas. Las penas más elevadas eran de un mes de internamiento para los que dejaban escapar cerdos u otros animales de las granjas urbanas (entonces había muchas) y se corrían una fiesta jaleándolos por las calles mientras ingerían abundantes dosis de alcohol. Los cerdos también se lo pasaban bien y no volvían, privando a la familia a la que se los habían robado del sustento de más de un año; de ahí la pena máxima. Aún hoy la expresión “dejar salir al cerdo” en alemán (die Sau rauslassen) hace referencia a pegarse una juerga monumental, sin reparar en normas ni decencia alguna. A juzgar por los grafitis que decoran las paredes de la cárcel, los estudiantes internados tampoco se lo pasaban tan mal dentro.
Ahora sí, ha llegado la hora de subir al castillo-palacio, el alma y la razón de ser de Heidelberg y su principal atractivo turístico. Se puede hacer a pie (hay solo 80 metros de desnivel) o en el funicular que sale de la plaza del Mercado del Grano. Fue la residencia de los condes y príncipes del Palatinado y sus orígenes se remontan a 1214. Pero en 1689, durante una de las eternas guerras de sucesión, tropas francesas lo incendiaron y dinamitaron. En el siglo XIX se pensó en su completa demolición, pero un movimiento vecinal y nacionalista logró que se conservara, a pesar de su calamitoso estado. Hoy son las ruinas más románticas del sur de Alemania. Se restauró uno de los edificios y se consolidaron el resto de muros y torres desmochadas. Por los bellísimos jardines de estilo inglés pasearon muchos escritores y pintores del Romanticismo. Desde Joseph Turner, el gran paisajista inglés, que lo inmortalizó en varios cuadros, a Johann Goethe, que se veía en estos jardines con su joven amante Marianne von Willemer. Una estatua entre los parterres recuerda las numerosas estancias del autor de Fausto. Como curiosidad, en el interior del castillo se conserva el barril de vino más grande del mundo, capaz de almacenar unos 220.000 litros. Data de 1754 y se usaba para almacenar el vino de escasa calidad que pagaban los campesinos como impuestos. También hay un museo de la Farmacia, con antiguas boticas traídas desde diversos lugares del país.
Para comer, dos sitios muy recomendables con cocina regional. En la calle Haspelgasse está Schnookeloch, un local auténtico y tradicional donde probar el codillo con chucrut, el Schaeufele (espalda de cerdo) o los Maultasche (raviolis cuadrados y grandes rellenos de carne que nacieron en un monasterio porque los monjes los aprovechaban para esconder la chicha y comerla durante la Cuaresma). El otro es Kulturbrauerei, en el corazón del casco histórico, una antigua hospedería y cervecería de más de 300 años de antigüedad regentado por la familia Merz donde degustar su propia cerveza junto a platos locales en un ambiente de vetustas maderas centenarias o en su patio exterior. Otra cervecería con elaboración propia es Vetter, en Steingasse.
Para terminar el día, nada mejor que dejarse caer al anochecer por Untere Strasse, la calle de la movida nocturna, llena de garitos de todo tipo. En la cercana Krämergasse espera otro sitio fetén para terminar la fiesta: es el mítico Cave 54, el primer club de jazz que hubo en Alemania, inaugurado en 1950 por influencia de los soldados norteamericanos estacionados en Heidelberg tras la Segunda Guerra Mundial. Por él han pasado todas las estrellas del jazz, desde Ella Fitzgerald a Frank Zappa.
Como ve, Heidelberg es pequeña. Pero hay mucho que ver y hacer.
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