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Aviñón, que siga el espectáculo en la joya de la Provenza francesa

La ciudad francesa celebra 30 años desde que fuera proclamada patrimonio mundial de la Unesco, y 25 años de su reinado como capital cultural europea. Aquí espera el legado de la historia, pero también muchas novedades de un destino que respira y se mueve a lo grande

Aviñón

Doble celebración en Aviñón, la joya de la Provenza francesa: 30 años desde que fuera proclamada patrimonio mundial de la Unesco y 25 años de su reinado como capital cultural europea. Lo festejan con el programa Aviñón, Tierra de Cultura 2025. A orillas del Ródano, rodeada de murallas, se la conoce como la ciudad de los papas, ya que en ella residieron siete pontífices entre 1309 y 1377. A lo cual siguió el llamado “Cisma de Occidente” (1378-1417), con hasta tres papas o antipapas excomulgándose mutuamente.

Ellos dejaron en la ciudad un deslumbrante palacio gótico y palacetes cardenalicios, amén de iglesias y muchos tesoros artísticos. Todo muy al alcance de la mano: hoy te subes al AVE en Madrid, Zaragoza o Barcelona y sin moverte del asiento aterrizas en Aviñón. Allí espera el legado de la historia, pero también muchas novedades de una ciudad que respira y se mueve a lo grande.

Aviñón es puro teatro

Frente a la Place de l’Horloge o plaza del Ayuntamiento abrió sus puertas el pasado julio la Casa de Jean Vilar. Él fue quien creó en 1947 el Festival de Teatro que ha hecho famosa a la ciudad. Un evento cultural que ha ido engordando con los años, como puede verse en esta soberbia instalación, ahora permanente. Cada verano se organizan hasta 1.500 representaciones al día, sí, han leído bien, gracias a los escenarios oficiales, pero también a los llamados théatres éphémères (teatros efímeros): cualquier rincón de la ciudad puede acoger una o varias funciones, desde la mañana hasta la noche, de grupos profesionales o amateurs de todo el mundo. Cifras oficiales: 176 escenarios, 1.742 espectáculos y 27.700 representaciones.

Más novedades y secretos

El pasado junio abrió sus puertas un nuevo museo: el Musée Des Bains Pommer, los baños públicos que estuvieron funcionando desde 1890 hasta 1972. Conservados y restaurados con mimo, son una especie de álbum o diario íntimo de una ciudad progresista. Otro reclamo inusual: el Monte de Piedad, el más antiguo de Francia (1610), instalado en el edificio rotulado como Condition des Soies, es decir, el lugar donde reposaba y se aclimataba la seda traída de Oriente. La historia y objetos del Monte de Piedad dibujan una estampa doméstica de la sociedad local. También se alojan allí los Archivos Municipales.

A un par de calles quedan Les Halles o mercado central, convertido en lugar de encuentro y distensión, ya que cada día más puestos de víveres se transforman en barras de picoteo o restaurantes, como ocurre en otras grandes ciudades. La fachada de Les Halles es un jardín vertical del pionero Patrick Blanc (el mismo creador de los muros de CaixaForum en Madrid o el Museo Branly en París). Otros dos lugares infrecuentes: la Mediathèque Ceccano, biblioteca alojada en el único palacio cardenalicio que ha conservado sus artesonados y muros cubiertos de frescos (desvaídos ahora, por el yeso que los tapó), y, justo cruzando la calle, el Museo Anglodon, colección privada de un modisto parisino que reúne obras de Van Gogh, Picasso, Modigliani, Cézanne...

La ruta obligada

O lo que llaman los franceses les incontournables, lo imprescindible. Ante todo, claro está, el Palacio de los Papas. Una mole gótica levantada en menos de veinte años a partir de 1335. Hoy es una especie de gozoso laberinto, tras las cirugías del tiempo. Pero es posible hacerse a la idea de sus días de gloria gracias a las tablets Histopad y unos QR que revisten la desnudez actual. El sancta sanctorum del palacio son los aposentos papales, cubiertos de frescos por Matteo Giovanetti.

A un lado del palacio, en la misma plaza, se encuentra el Petit Palais Louvre, un antiguo palacio cardenalicio convertido en museo, con una colección deslumbrante (depósito del Louvre) de primitivos italianos y de la llamada “escuela de Aviñón”, con pinturas de los siglos XIV a XVI. Otro museo imprescindible es el Calvet, en un palacete dieciochesco, con pinturas y esculturas de los siglos XV al XX. Hay que decir que todos los museos públicos de Aviñón son gratuitos. Como lo son también los microbuses (para cuatro o cinco personas) que tienen recorrido fijo por el casco viejo, solo hay que hacer un gesto con la mano para subir o bajar en cualquier punto del trayecto.

Un puente famoso y una isla desconocida

El puente de St Bénézet es famoso en todo el mundo gracias a la canción Sur le pont / d’Avignon/ on y dance, on y dance… que no falta en ningún método de francés. Aunque la música es más antigua, fue el compositor del siglo XIX Adolphe Adam quien la hizo popular al introducirla en una de sus operetas. Hubo en ese punto varios puentes, arrasados por riadas o guerras; el actual, con solo cuatro arcos que se cortan en mitad del río, no es que fuera destruido, es que nunca llegó a terminarse. Para acceder al puente hay que pagar “derecho de pontazgo”, o sea, pasar por taquilla (se puede comprar la entrada online).

Frente al puente y la muralla, partiendo el Ródano, se extiende la isla de la Barthelasse, que llega a medir veinte kilómetros de largo. Es como el pulmón de la ciudad, una especie de parque silvestre solo apto para bicicletas, senderistas y observadores de aves ―aunque también viven algunos vecinos y hay un par de restaurantes con vistas—. Para llegar a la isla se puede tomar un pequeño transbordador o navette, que es gratuita.

Salto a Escapada a Villeneuve-les-Avignon

Al otro lado del Ródano, frente a la ciudad de los papas, está el pueblo-barrio de Villeneuve-les-Avignon. Era territorio del rey, no de los papas, a pesar de lo cual algunos cardenales levantaron allí sus palacios. El rey Felipe el Hermoso, para poner las cosas en su sitio, levantó el torreón que lleva su nombre en el extremo del macro puente que algún día hubo, con hasta 22 arcos. Y sobre la colina que domina esta orilla hizo levantar el imponente Fuerte de San Andrés. Se puede recorrer el anillo amurallado del castillo. Dentro, la abadía de San Andrés conserva algunos edificios y ruinas. Pero sobre todo destacan sus jardines a la italiana, y unos miradores con vistas soberbias de Aviñón y su campiña.

Lo más sorprendente, sin embargo, de Villeneuve es su cartuja. Un recinto inmenso, muy bien restaurado y acondicionado, donde se pueden visitar los claustros, las celdas de frailes y legos, la capilla con frescos de Matteo Giovanetti, la lavandería, la cárcel, etcétera. Rastrear sus recovecos puede ocupar la mañana, o la tarde. Hay un restaurante, en uno de los claustros, para tomar fuerzas.

La fuente de Petrarca

El río Sorgue, afluente del Ródano, movía en Aviñón las norias de talleres menestrales, como puede verse aún en la Rue des Teinturiers. Aguas arriba, el Sorgue también movía las ruedas de curtidores, tejedores, tintoreros, etétera en el pueblo de L’Isle-sur-la-Sorgue, a menos de media hora de Aviñón en tren de cercanías. Este pueblo es célebre por su tradición lanera, que sigue viva en la fábrica-museo Brun de Vian Tiran, fundada en 1808 por una familia que alcanza ya la octava generación. Pero lo más llamativo de este pueblo es el número de anticuarios, solo Londres o París lo superan. Estos anticuarios se concentran en cinco villages o recintos que agrupan cada uno unas treinta tiendas, en torno a un patio común con terrazas y restaurantes.

El río Sorgue, tan industrioso, nace en unos acantilados del pueblo llamado Fontaine de Vaucluse. Este manantial o nacedero se encuentra a las afueras de la villa, en unas oquedades y grutas que exploró el comandante Cousteau. Pero quien da fama al lugar es el poeta italiano Francesco Petrarca, que anduvo por aquí en tiempos del papado de Aviñón, inspirándose en este paisaje encantado, y marcando con sus versos un camino a la poesía renacentista de toda Europa. Hay un museo a él dedicado en el pueblo, y una “columna de Petrarca” en el jardín municipal, para recordar sus andanzas por estos parajes tan perfectos y elegantes como un verso endecasílabo. Y qué menos.

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