Oda a la vida tranquila en Olmeda de las Fuentes: tan cerca de Madrid y tan lejos
Este pueblecito de casas blancas de la Alcarria de Alcalá, a 60 kilómetros de la capital, es un refugio de artistas desde hace 70 años. La encina ‘La Pica’, que quizá tenga mil años, es la vecina más vieja de un lugar en el que no hay ruido ni museos y que, sin duda, merece una excursión
Qué descansada vida la del que huye del ruido de Madrid —podemos escribir parafraseando a fray Luis— y sigue la escondida carretera que lleva a Olmeda de las Fuentes, un pueblecito blanco de la Alcarria alcalaína donde viven 436 vecinos de veintitantas nacionalidades, muchos de ellos artistas. ¿Y qué tiene este lugar que atrae como una güija buena a los espíritus sensibles? Será qué no tiene. No tiene ruido: solo el rumor de las fuentes y el lejano sonido de un laúd renacentista o de una guitarra que ensaya. No tiene hoteles con encanto: solo varias casas rurales —la que fue vivienda del maestro, la del médico…— y una de yoga y meditación, el Nido de la Olmeda. No tiene estrellas Michelin: solo dos tabernas donde se bebe y se come modestamente. No tiene museos: solo un puñado de carros y aperos de labranza —el Centro de Interpretación de la Alcarria Madrileña— expuestos al aire libre junto al arroyo que riega las huertas. En realidad, no tiene nada que los influencers puedan publicar con 20 hashtags en Instagram o bailando en TikTok. Olmeda de las Fuentes es el Madrid desconocido.
Lo de atraer a los artistas no es algo de ahora. Ya hace tres cuartos de siglo, a mediados del XX, dos pintores madrileños iban en una moto a Pastrana hechizados por el bello fantasma de la princesa de Éboli y, justo antes de entrar en Guadalajara, descubrían Olmeda de la Cebolla, que así se llamaba entonces. A Ricardo Macarrón, que conducía la pequeña Lambretta, le “recordaba a los pueblitos de las serranías andaluzas”. A Álvaro Delgado, que viajaba en el transportín, le gustó tanto que al poco volvió y no se separó de Olmeda hasta 2016, cuando murió. Fue uno de los pintores más representativos del expresionismo español y el primero en establecerse en este ignoto rincón de la Comunidad de Madrid. Luego llegaron Luis García Ochoa —miembro de la Escuela de Madrid—, Francisco San José —discípulo de Benjamín Palencia, que formó parte de la Escuela de Vallecas, como Delgado—, José Vela Zanetti, Eugenio Fernández Granel…
Siguiendo la estela de aquella Lambretta, nos acercamos hoy a Olmeda por la carretera que sale de Nuevo Baztán y baja haciendo eses por el valle del arroyo de la Vega, afluente del Tajuña. Apenas hay turistas en el pueblo, en efecto, y tampoco nadie que les informe los fines de semana, cuando el Ayuntamiento está cerrado. En la puerta del Consistorio hay, eso sí, un dispensador de folletos. Uno de ellos, el más vistoso, invita a recorrer la Ruta de los Pintores, un paseo urbano autoguiado que hace 14 paradas delante de las casas donde vivieron y trabajaron otros tantos de ellos. Algunos aún viven aquí. En la calle Real, por ejemplo, está Lucie Geffré, una retratista formidable nacida en Burdeos en 1976 y establecida en Olmeda desde 2014. En el panel que hay en la puerta, en el folleto de la ruta y en su web, el paseante ve que Geffré no para de recibir premios y de pintar a personas relevantes, como la ganadora del Goncourt Maryam Madjidi o el que fue embajador de Francia en España Jérôme Bonnafont. Al timbre no se debe llamar, salvo que uno vaya a ser retratado o a comprar un cuadro.
Otro folleto y otra ruta urbana desvelan la increíble historia de Pedro Páez, misionero y explorador que nació aquí en 1564 y descubrió las fuentes del Nilo Azul en 1618. El pretil de la fuente del Chorrillo, en la plaza de Pedro Páez, es un buen lugar para sentarse a leer al tibio sol invernal el libro Dios, el diablo y la aventura, donde Javier Pérez Reverte cuenta la vida y milagros de aquel trotamundos olmedeño que también convirtió a dos emperadores etíopes al cristianismo, recorrió antes que ningún otro europeo el sur del Yemen y levantó un palacio de piedra de dos plantas a orillas del lago Tana. Al ver el libro de reojo, y en su portada un paisaje africano, un vecino deja lo que está escribiendo en el portátil y pega la hebra con el lector. África es la obsesión de Isaak Begoña, profesor de Lengua y Literatura, viajero y autor de Los perros de Tánger, que lleva una década viviendo en este pueblo madrileño. “Soy como las cigüeñas jóvenes, las pocas que todavía emigran en invierno”, explica Isaak a su compañero de fuente: “Sueño con África cuando estoy en España, y cuando estoy en África sueño con mi nido español, con Olmeda de las Fuentes”.
Un tercer folleto —que también puede descargarse, como los anteriores, en la web de Turismo de Olmeda de las Fuentes— habla de las sendas que pueden recorrerse alrededor del pueblo, incluida la que lleva hasta la encina La Pica. Unos dicen que tiene 250 años, el folleto asegura que supera los 500 y en internet muchos otros hablan de “la encina milenaria de Olmeda”. Lo que es seguro es que es la vecina más vieja del lugar. Para verla, nos acercaremos en coche a la hípica Donkey Business. Desde allí podremos seguir a caballo o hacerlo a pie por el camino agrícola que atraviesa el centro ecuestre y continúa recto hacia el suroeste, entre campos de cereales salpicados de conejos, corzos y encinas bellísimas, que ni pintadas por los artistas de Olmeda. A 10 minutos del inicio, al llegar a una nítida bifurcación, nos desviaremos a la izquierda y, en otros 10, dejaremos el camino para seguir —de nuevo hacia esa misma mano— un pasillo abierto en los cultivos por el frecuente tránsito de caminantes, ciclistas y jinetes que visitan a la abuela de Olmeda, visible ya a poca distancia. En total, son 2,5 kilómetros de paseo (una media hora sin parar, solo ida) por camino llano y sin pérdida, sobre todo si se lleva activado el navegador GPS del móvil, porque todo esto —la hípica, la encina y casi hasta los corzos— se ve perfectamente en las fotos aéreas de Google.
La encina La Pica mide 19 metros de alto y proyecta una sombra inmensa, de 500 metros cuadrados, que se agradece cuando el sol comienza a apretar, en abril o a principios de mayo, y el pueblo se reúne debajo para comer, reír y abrazarse durante su Fiesta de la Primavera. Viendo esta encina gigante, alrededor de la cual se juntan los olmedeños como una gran familia, a uno se le antojan infinitamente gélidas las catedrales de piedra, los hemiciclos semivacíos y todas esas salas donde la gente de las ciudades se sienta entre perfectos desconocidos con el corazón en modo avión.
Antes de salir al campo, conviene abastecerse de hogazas, quesos, dulces y demás cosas ricas para el pícnic en la tienda del pueblo, la única que hay, Olmeraki. En su día fue un horno de leña donde los padres de Lourdes Fernández hacían el pan de cada día y los corderos navideños. Ahora el pan y las palmeritas, excelentes, vienen de Campo Real. Y el vino, de la Bodega Cuarto Lote, del vecino Nuevo Baztán. Pero del pueblo siguen siendo los garbanzos y la miel de Paco Cejudo, apicultor y bombero, dos oficios que exigen nervios de acero. En la trastienda aterrazada, al amor de la chimenea, se organizan catas de cervezas artesanas, clases de baile y conciertos diminutos extraordinarios, como el que no hace mucho ofrecieron Pasión Vega y otro artista de Olmeda, Josete Ordóñez, el guitarrista de Manolo García, Rosario Flores, Amancio Prada y tantas otras estrellas.
Si no hace día para comer en el campo, en la calle Mayor está La Taberna del Búho, donde preparan platos sencillos y unas sabrosas papas con mojo, recuerdo de cuando el dueño hizo la mili en Canarias. En la misma calle se encuentra El Portón (628 17 96 68), el otro bar del pueblo y el único que abre entre semana, en cuya terraza no es difícil ver a tres vecinos manteniendo una animada charla. Uno es Josete Ordóñez: “Viajo poco por placer”, dice el guitarrista madrileño. “Cuando no estoy de gira, estoy en Olmeda ensayando, componiendo o pintando, de vacaciones”. Otro es el lutier Demian Reolid —por su bigotón se le reconoce—, constructor de vihuelas, zanfonas y otras maravillas tradicionales de cuerda, que trata de convencer al primero de que le encargue una guitarra romántica. Josete, que tiene el estudio hasta arriba de guitarras, laúdes y sitares, se resiste, pero se deja querer. El tercer parroquiano es Leo Smit, un holandés errante que vive en Olmeda de las Fuentes y que habla con acento de Van Gaal: “Aquí conocemos todos. Esto, bien. Vivir en ciudad, mal: es un desventajo”.
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