Venezuela, viaje a un destino emocional: de Canaima a Los Roques
Una aventura con inicio en el parque nacional donde está el salto del Ángel, la caída de agua más alta del mundo, y final en el deseado archipiélago de Los Roques, además de una gozosa parada en Isla Margarita
Venezuela es un destino emocional pero hay que vivir el desafío. Uno no viene aquí a relajarse. Todo merece la pena, incluso la constatación de lo obvio: que todo es demasiado caro para muchos venezolanos, que apenas hay turismo internacional y que cualquier intento de hacer algo solo —el fotógrafo lo intentó varias veces— se zanja con un cortés: “Le acompañamos”.
Volamos desde Madrid a Caracas, capital de Venezuela—, para salir al día siguiente al destino estrella de este viaje: el parque nacional Canaima. Un sitio misterioso y espiritual, sobre todo para los venezolanos que desde niños han estudiado en el colegio la geografía de este lugar, patrimonio mundial de la Unesco desde 1994. Saben que se extiende 30.000 kilómetros hasta la frontera con Brasil y Guyana, que allí hay tepuyes, unas formaciones geológicas que esconden, según algunos científicos, el origen de la vida. Un buen venezolano defenderá con pasión todas esas teorías, pero es más que probable que no sepa cómo llegar a Canaima, o que no haya caminado nunca bajo el salto del Ángel, la caída de agua más alta del mundo: 1.283 metros, recreada con maestría en la película Up de Pixar (2009).
Para llegar a Canaima, a 409 kilómetros de Caracas, hay que volar una hora desde el aeropuerto de Maiquetía con la línea aérea estatal Conviasa. Hasta hace poco más de un año la pista del aeropuerto de Canaima era muy corta y no podían aterrizar aviones medianos, ahora su alargamiento está permitiendo la llegada de más turistas. Aterrizar aquí, sobre todo si se viaja con un venezolano, es entrar en un torbellino infinito de agradecimientos al universo o a quien sea que haya que adjudicarle la suerte de estar en un sitio que desprende tamaña energía magnética. En el parque se duerme en campamentos. El elegido en esta ocasión es el Campamento Canaima, el hotel más grande del territorio, a cinco minutos en camioneta del minúsculo aeropuerto. Tiene 88 suites perfectamente equipadas y varias villas privadas. En cualquier caso, se está poco en las habitaciones. La llegada al lobby con el escenario de los tepuyes y los saltos de agua El Hacha y Wadaima quedará en la memoria como uno de los grandes momentos del viaje, la promesa perfecta de lo que vamos a vivir.
Esa misma tarde hacemos la primera excursión al salto El Hacha. El guía, Carlos, tiene 27 años y es pemón de la etnia kamarakoto, originaria de la zona (el 100% de los empleados del Campamento Canaima pertenece a esa comunidad, asentada muy cerca del alojamiento). La excursión dura dos horas, empieza navegando en una curiara (embarcación usada por la población local para remontar los ríos y la espesura de la selva) hasta desembarcar junto a El Hacha. La fuerza de la naturaleza es la única presencia y el ruido del agua es atronador, aunque según los locales este es un salto para principiantes. Todavía habrá que andar un poco más para atravesar la arrolladora cortina de agua de la cascada. “Zapatos fuera”, sugiere el guía, que salta de piedra en piedra descalzo. Carlos insta a caminar con calcetines sobre la roca mojada. Mucho más seguro y estable, dice. Será uno de los grandes aprendizajes de la aventura: “Cualquier suela sobre la roca húmeda será mucho más resbaladiza que un calcetín mojado”, nos dice el guía que estudia inglés en la aplicación Duolingo para prepararse ante la inminente llegada de turistas anglosajones y estadounidenses. El segundo mensaje subliminal es evidente: es este y no otro el momento de venir a Canaima.
Cinco días sobran para entender que el salto El Hacha era, efectivamente, el aperitivo. Desde el Campamento Canaima sobrevolaremos en avioneta los tepuyes Kurun y Kusari, iremos a las cuevas Kavak y nos bañaremos en sus múltiples saltos y pozas de agua fría. También comeremos pollo a la brasa con los locales de la aldea y tocaremos casi con las manos el salto del Ángel. A la vuelta, agotados, siempre nos esperan en el campamento con un vaso muy frío de papelón con limón (un refresco tradicional) y unas empanadas de carne. El restaurante del Campamento Canaima sirve un menú cerrado de rica comida criolla. En el desayuno hay arepas, carne mechada, queso fresco y frutas, buen café y zumos naturales para coger energía. La comida varía entre un menú mexicano, una parrilla o un asado negro, acompañado por pastel de plátano, arroz o lentejas. La cena suele ser pollo, carne o pescado acompañado de pasta, arroz y verduras que se compran a los conucos de las comunidades de pemones.
El vuelo en helicóptero al salto del Ángel no es una experiencia de este mundo. El aparato gana altura mientras el piloto alterna salsa venezolana de los años setenta con la exaltada canción Venezuela de Luis Silva, que se escucha con inusitada frecuencia durante el viaje. El capitán se pega peligrosamente a las paredes rocosas (o eso nos parece) para que admiremos de cerca este prodigio de la naturaleza, cuya altura se midió por primera vez en 1949 gracias a una investigación de la periodista Ruth Robertson para la National Geographic Society. El helicóptero sobrevuela el cañón del Diablo y el río Churun a toda velocidad, y pasa a ras del suelo por la superficie ocre brillante de un tepuy. La sensación es clara: jamás volverás a vivir una experiencia semejante. Nuestro veterano capitán ha enseñado los secretos ocultos de Canaima a Steven Spielberg y a varios productores de videojuegos y series míticas de televisión. Es el mejor, lo sabe y lo hace saber.
De la selva al Caribe
La siguiente parada es Isla Margarita, pero antes hacemos noche en una Caracas que sorprende con un magnífico restaurante japonés, Otokam by Makoto. A la mañana siguiente toca madrugar para salir a Margarita, un destino muy conocido en Europa que este 2024 volverá a tener un vuelo chárter directo desde Madrid. La isla caribeña todavía sale a trancas y barrancas del parón de la pandemia. Su gente espera como agua de mayo la confirmación de este vuelo directo desde Europa. Dormimos en el hotel San Patricio, a pocos metros de Playa El Agua. Margarita sigue siendo un destino con aguas cristalinas, arenas blancas y palmeras. Para desayunar o comer hay un local de visita obligada: Los Hermanos Moya, una arepera que es toda una institución en la isla y también en Instagram (el pequeño local tiene 50.000 seguidores).
Además de sol y playa, Margarita ofrece excursiones a su casco histórico, mucha vida nocturna y una oferta gastronómica excelente. Es recomendable Amaranto, un restaurante neotropical a medio camino entre una concept store y una librería muy bien curada. El gran atractivo de Margarita es la conexión directa con Canaima y el milagro de mezclar un plan caribeño con una aventura en la selva amazónica.
La última parada del viaje es Los Roques, un archipiélago casi virgen, sitio aspiracional por excelencia donde se casa y veranea la beautiful people de Venezuela, convertido en objeto de deseo global después de que el rapero puertoriqueño Jhayco contara en su canción Holanda que se llevaba a su chica “pa Los Roque” y de que Arcángel y Quevedo escogieran Los Roques como escenario (y título) de una canción.
Los Roques, a solo 176 kilómetros de Caracas, es el arrecife coralino más grande del sur del Caribe. El espectáculo empieza desde el aire, con las vistas aéreas de las islas y los bancos de arena que conforman el atolón, una estructura más propia del Pacífico que del Caribe. Una vez en tierra hay que pasar un estricto control de pasaporte porque la entrada está muy restringida. Aquí se duerme en posadas, unos hoteles familiares, regentados por los locales, donde se desayuna el mejor zumo de mango del mundo. Nosotros nos quedamos en Sabbia, una posada de ocho habitaciones con aire acondicionado y baño privado. El Gran Roque, la isla más grande, tiene dos calles: la primera línea de playa ocupada por las posadas y la segunda, por las casas de los roqueños, la escuela y el pequeño hospital.
Al resto de las islas, algunas con nombres singulares como Madrisquí, Mosquitoquí o Cayo Nordisquí (el sufijo “quí” corresponde al sonido fonético del término inglés key, cayo, y se les adjudica a los habitantes llegados de las Antillas Neerlandesas, Aruba y Curazao en el siglo XIX), se llega por mar, unos traslados que suelen estar incluidos en los servicios de las posadas. También ofrecen llevar la comida hasta cualquiera de las diminutas islas. Comer una langosta fresca frente al mar tranquilo del Caribe es una experiencia que merece la pena pagarse una vez en la vida. Los Roques es el paraíso soñado de los buceadores, en sus fondos marinos, protegidos desde 1972, viven 280 especies de peces, 200 de crustáceos, 61 tipos de corales y 45 especies de erizos y estrellas de mar.
Salir de Los Roques en avioneta al aeropuerto de Maequetía y coger a toda prisa el vuelo de regreso a Madrid es la prueba definitiva de que todo lo bueno se acaba, pero nadie dijo que viajar era quedarse para siempre en los sitios, sino acumular ganas y fuerzas para volver.
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