Una ruta por los valles más salvajes del Pirineo Navarro: montañas, quesos y oficios milenarios
La vida discurre aferrada a las raíces en los valles de Aezkoa, Salazar y Roncal, allí donde las cumbres enmarcan un paisaje de hayedos primigenios, senderos que siguen el curso de los ríos y pueblos empedrados en los que guarecerse, tras una hermosa caminata, al calor de la chimenea
El camino que conduce, campo a través, al mirador de Zamariáin no deja adivinar el vértigo que sobreviene después, cuando el bosque se abre y aparece de pronto un saliente titánico que brota de una pared pedregosa. Entonces se entiende que solo la naturaleza puede moldear una roca en perfecta horizontalidad para colocarla después suspendida sobre el vacío. Lo hizo, por cierto, en Noruega, en la famosa Lengua de Troll arropada por los fiordos. Pero en este otro paraje de los Pirineos, más alto incluso aunque menos publicitado, la belleza resulta más cercana, como de andar por casa. A los pies culebrea el río Irati entre hayedos y robledales. En el horizonte, tras un murallón de cumbres encadenadas, despunta majestuosa la Peña de Izaga.
Estamos en el Valle de Aezkoa, en un rinconcito del noreste de Navarra inmerso en esta cordillera que dibuja la frontera natural con el resto de Europa. Un territorio hilvanado con montañas y bosques primigenios, en el que hermosos pueblos persisten aferrados a sus raíces. Aquí, como en otros valles cercanos (el de Salazar y el de Roncal), la vida discurre amenazada por la despoblación. Una demoledora pirámide censual en la que cada vez hay más ancianos y menos niños, más defunciones y menos nacimientos. “Desde el mundo urbano se idealiza la vida en la naturaleza, pero la realidad es que resulta dura”, advierte Iraide Gómez mientras avanza por lo que en el siglo XVIII fuera la Fábrica de Armas de Orbaizeta, erigida hoy en una joya de la arqueología industrial: sus ruinas, estranguladas por la maleza y recubiertas con un manto de musgo, le confieren tal aire misterioso que hasta han sido declaradas Bien de Interés Cultural. En el palacio anexo, hace apenas unos meses, se ha inaugurado Kultur Ola, una suerte de museo etnográfico enfocado a poner en valor el patrimonio ancestral.
Porque Iraide tiene razón. El clima severo y la orografía despiadada dificultan la vida en estos valles, donde “100 años atrás”, recuerda, “no había ni agua ni luz”. Un aislamiento que, precisamente, ha reforzado su identidad. De un tiempo a esta parte brotan novedosos proyectos para revitalizar esta tierra en la que se concentran las mayores alturas de Navarra. El último de ellos, maravilloso, es Iratiko Kabiak, un conjunto de cabañas encaramadas a los árboles y mimetizadas con la Selva de Irati. No hay mayor conexión con el entorno que la que brinda este singular alojamiento, tremendamente acogedor y calentito, con ventanales abiertos a la vegetación y una tirolina por la que, cada mañana, llega el desayuno en una cesta.
Así, bien temprano, nos vemos rodeados por el segundo hayedo más extenso y mejor conservado de Europa (el primero es la alemana Selva Negra). Pero tendremos que dirigirnos al valle de Salazar para hallar la mayor porción de bosque, no sin antes detenernos en Abaurrea, conocido como “el balcón de los Pirineos”. Un delicioso pueblo, el más alto de la región, donde, además de respirar el aire puro de las cumbres, se puede visitar el Museo de Estelas. En este lugar cargado de simbolismo (es también un cementerio y un laberinto) se exhiben 26 lápidas circulares de entre los siglos XV y XVIII.
Ahora sí, nos sumergimos en la Selva de Irati, allí donde la espesura apenas deja traspasar la luz y los vientos arrancan jirones de niebla. Huele a humedad en este bosque de hechuras prehistóricas en el que colores, formas y texturas varían con cada estación.
Cerca de la ermita de la Virgen de las Nieves, un centro de información da cuenta de los cientos de caminos balizados en esta vastísima superficie, en la que cabrían la friolera de 17.000 campos de fútbol. Será cuestión de decantarse por uno para emprender a pie, en bicicleta o, ya cuando el invierno desplome su telón blanco, con esquís o raquetas de nieve. Si no, siempre podremos contemplar la escena a vista de pájaro desde el mirador de Pikatua: una panorámica en la que el bosque queda recortado por la silueta del Ori, el primer monte del Pirineo que se eleva más de 2.000 metros.
Pero no todo en esta tierra es Irati. Esta esquina de la cordillera pirenaica es la más amable y accesible, lo cual abre un mundo de posibilidades para gastar las botas. “Existen rutas cómodas para hacer en familia y otras con un mayor nivel de exigencia”, señala Oskar Andueza, experto en educación ambiental, mientras remontamos el Puerto de Belagua, ya en el valle de Roncal, para asomarnos, al fin, a la alta montaña. Aquí por donde antaño rondaban los contrabandistas muy cerca de los confines de Francia, hoy solo se ven rebaños de ovejas latxas con las que se produce un manjar de tradición milenaria: el queso de Roncal, elaborado con leche cruda, toda una seña de identidad del Pirineo Navarro. Una vez arriba, en el refugio que descansa junto al mirador de Larra Belagua, tendremos ocasión de degustarlo bajo el marco de unas vistas soberbias.
Tan fotogénicos como la naturaleza son los pueblos de estos valles, con sus calles empedradas entre las que crece la hierba y sus caseríos de grandes portones, especialmente diseñados para sortear los rigores del frío. Las chimeneas despiden aroma a leña y las fachadas lucen el eguzkilore, una especie de cardo que actúa como amuleto de protección. Ochagavía, Isaba, Uztarroz y Roncal son bellas muestras de esta esencia rural, aunque es Burgui el que ha patrimonializado la sabiduría ancestral. Para ello está el Itinerario de los Oficios, un paseo temático con paneles explicativos de lo que fueron los caleros, los carboneros, las lavanderas… y, muy especialmente, los almadieros, cuya historia se relata en un museo. Aquellos hombres que descendían río abajo sobre precarias balsas para transportar la madera de estos bosques hasta la desembocadura del Ebro son parte de la memoria de este remoto rincón pirenaico. Como también lo son las montañas, los prados, los pastizales, los cultivos. Y hasta la niebla que humedece la fronda de los hayedos.
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