Así es viajar al Círculo Polar Ártico, tierra de desafíos
Luces danzantes que iluminan el cielo, una inhóspita carretera nevada por la que cruzan alces y bloques de hielo que registran la historia forman parte del paisaje invernal de la franja más septentrional de la Tierra
Hacer un viaje al Círculo Polar Ártico es una prueba de resistencia física y mental que implica días de camino. ¿Cómo llegué a la latitud 66° 33′ Norte? La travesía inició tomando dos vuelos comerciales para llegar a Yukón, específicamente a Whitehorse (la capital de este territorio canadiense), en donde me alojé una noche. A la mañana siguiente viajé a Dawson City, un pueblo ubicado al norte, desde donde despegan pequeñas aeronaves que acercan al Ártico al aventurero. Este último vuelo es un espectáculo visual en sí mismo porque desde la ventanilla se admiran los picos nevados y montañas infinitas del parque territorial Tombstone. La travesía concluye con una maniobra magistral que hace el piloto para aterrizar en una carretera, en medio de la nada. En esta parte del mundo no hay aeropuertos ni pistas de aterrizaje.
Jamás olvidaré mi primer encuentro con este gélido destino, porque nada de lo que imaginé previamente a este viaje se acercó a la realidad. El termómetro marcaba 33 grados negativos y al bajar de la aeronave lo primero que percibí fue un frío atípico que cala los huesos y se mete en la garganta como humo. Las radiaciones del sol se reflejan en la nieve de forma tan directa que te deslumbran y te impiden voltear a ver el panorama con los ojos totalmente abiertos. El viento genera un sonido que parece traer prisa. En unos instantes el Círculo Polar Ártico me dio el primer mensaje, una advertencia quizá: este es un lugar de la Tierra que antes de ser contemplado, se siente intensamente. O como lo habría dicho Thomas Mann: “La belleza, como el dolor, hace sufrir”.
A un costado de este desértico paraje, ubicado en un área llamada Eagle Plains, me esperaba Robin, un gran conocedor de esta zona ártica. Subí a su camioneta 4x4 para comenzar la ruta y llegar a la primera parada: un letrero de madera que indica que estás pisando el Círculo Ártico. El cartel anuncia que este anillo que rodea el globo terráqueo está en la latitud 66° 33′ Norte y que en este punto del mapa la distancia de la circunferencia de la Tierra es de tan solo 17,662 kilómetros. Tomarte fotos en este icónico sitio es cantar una de las victorias más grandes de toda la travesía.
El área dentro del Círculo Polar Ártico es conocida como la región circumpolar y cubre el 4% de la Tierra. Abarca tres continentes e incluye ocho países: Canadá, Estados Unidos, Rusia, Finlandia, Suecia, Noruega, Islandia y Groenlandia. El área de Canadá comprende a Yukón, Territorios del Noroeste y Nunavut. La región circumpolar es el hogar de muchos grupos indígenas como los inuit (Inuvialuit) y gwich’in, en Canadá; aleut, yupik e inuit (Inupiat), en Alaska; saami, en Suecia, Finlandia y Noruega; nenets, khanty, evenk y chukchi, en Rusia; e inuit (Kalaallit), en Groenlandia.
Existen agencias especializadas en organizar expediciones al Círculo Polar Ártico. Un ejemplo es Himba Tours, que a través de un viaje de nueve días ofrece un recorrido por carretera que tiene como punto de arranque Whitehorse para llegar a Dawson City y continuar el camino en la Dempster Highway hasta Eagle Plains. La ruta concluye en Inuvik, un pueblo de los Territorios del Noroeste. Una aventura que tiene un costo aproximado de 5.341 euros.
Recorriendo la única carretera pública del Ártico
De los lugares por los que pasa este paralelo terrestre, Yukón es el único que tiene una autopista pública que cruza el Círculo Polar Ártico. La conocida Dempster Highway cuenta con 740 kilómetros que conectan a Dawson City con Inuvik, un pueblo de los Territorios del Noroeste, y que termina en la delta del río Mackenzie, cerca de las aguas del Ártico. Es precisamente esta vía la que nos facilitó seguir una ruta y comenzar la expedición.
El Ártico es una tierra de desafío e intriga con un ecosistema complejo, frágil e integrado. Sus valles abiertos rodeados por montañas nevadas y bloques de hielo son una constante que uno no se cansa de admirar. En el camino hicimos paradas para tomar fotografías, pero por momentos el aire helado obligaba a regresar a la comodidad de la calefacción.
Estos paisajes accidentados eran solo el preámbulo de una sorpresa que nos esperaba minutos después: el nacimiento de un aro que rodeaba el sol. Este círculo perfecto producía una sombra delimitada por una línea externa de múltiples tonalidades. Robin me explicó que estábamos siendo testigos del “halo solar”, un fenómeno meteorológico que tiene su origen en la refracción de cristales de hielo que se encuentran suspendidos en la troposfera y que reflejan luz generando un espectro de colores alrededor de la luna o el sol. Es común verlos en las latitudes más septentrionales del planeta.
Una vez que nos internamos en una área boscosa y después de esta inyección de adrenalina, esperaba otro momento especial: ver a dos alces salir de un sendero y caminar con detenimiento de un extremo a otro de la carretera; estas criaturas de otra época tienen un pelaje grueso que desafía las inclemencias del Ártico. Cuando me vi frente a esta escena, no pude evitar sentirme parte de los exploradores legendarios que cumplen el sueño de conquistar tierras remotas.
Antes de continuar, le pedí a Robin que parara en el baño más cercano, pero me sacó rápidamente de mi ingenuidad al aclararme que en esta autopista no hay establecimientos de servicios públicos y que solo existe una estación de carga de combustible. Tendría que esperar o tener la valentía de bajar de la camioneta para cubrir mis necesidades en plena autopista. A pesar del temor, elegí la segunda opción que fue menos retadora de lo imaginado.
La espera de las luces del norte
Al caer la tarde llegamos a Eagle Plains Hotel, un alojamiento rústico y remoto ubicado en el kilómetro 371 de la Dempster Highway, frente a las montañas Richardson. Abrir la puerta de este hotel es entrar al cuartel secreto de los transportistas que recorren esta solitaria autopista y que después de manejar durante horas se reúnen para beber una cerveza y cenar en el comedor. Sus voces graves retumban en las paredes del restaurante adornado con cabezas disecadas de alces y antiguas fotos en las que aparecen indígenas inuit. Apenas llegamos, nos ofrecieron un estofado con carne de bisonte, un platillo afín a la dieta de quienes viven en este alejado lugar, basada en el consumo de grasa animal. Su sabor era profundo y salvaje.
Una de las finalidades de viajar en invierno hasta este apartado destino era cazar auroras boreales. Es bien sabido que las mejores luces del norte se pueden ver en la parte más septentrional del planeta, concretamente en el óvalo auroral que forma un anillo en torno al Polo Norte y al Círculo Polar Ártico. Según los encargados del alojamiento, una noche antes de nuestra llegada se vieron auroras en un nivel alto, pero este día en el cielo pastaba un rebaño de nubes grises e inamovibles. En la madrugada me desperté en varias ocasiones con la esperanza de que se asomara algún destello bailarín y colorido en el cielo, pero la fortuna del explorador no se acostó conmigo por la noche.
Totalmente abatida, me entregué al destino. En mi mente, cual vagón de un tren sin frenos, pasaron uno a uno los recuerdos de todas las peripecias que me trajeron hasta aquí. Mientras cerraba los ojos, una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro. Era la aventura.
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