Turismo, activismo y miedo, así es viajar siendo LGTBI
Uno de cada tres países en el mundo tiene leyes homófobas. Algunos activistas creen que este tipo de turismo, que mueve 200.000 millones de euros al año, puede forzar un cambio en algunos de los destinos
Ver el amanecer en el mar de Filipinas es una experiencia inolvidable. Para Enrique Álex y su novio lo fue, pero por los motivos equivocados. Surcaban el mar de Bohol en un barquito. Ellos, el mar y un capitán impertinente. “Pero vosotros, ¿qué sois? ¿Sois amigos? ¿Sois hermanos…?”, preguntó el marinero a bote pronto, interrumpiendo la conversación de los dos pasajeros. Lo decía con una sonrisa afilada y una actitud chulesca que Álex ya había detectado en otras ocasiones. “Lo que te están preguntando realmente es: ‘¿No seréis maricones?’, porque esperan que te violentes, creen que vas a mentir, a disimular”, explica este creador de contenido en conversación telefónica. Pero esta vez no quiso hacerlo. “Respondí: ‘Es mi novio’, y entonces pararon las risitas”. Paró también la conversación. Fue incómodo, tenso, pero Álex no se arrepiente. “Antes decía, ‘es mi amigo’, pero mira, es importante para mí, y creo que también puede serlo para las comunidades LGTBI locales. Aunque no tengas un contacto directo con ellas puedes tener un impacto positivo sobre sus vidas contestando, normalizándolo”. Él puede hacer eso en ciertos países como Filipinas, donde la homofobia es social, pero no tiene cobertura legal. Pero tendría que callarse en otros. “Imagínate que esto te pasa en un país donde existen leyes que penalizan la homosexualidad”, lanza.
Pablo Martínez, director de la agencia de viajes para público LGTBI Seven Colours, se lo puede imaginar. Él prefiere no organizar viajes a países homófobos, pero si el cliente insiste le comenta los riesgos y le da cobertura. Eso a veces significa tirar de contactos en la embajada. Otras, llamar a un abogado de madrugada, cuando dos mujeres que celebran su luna de miel en las islas Mauricio se pasan de románticas fuera del hotel. O incluso sacar a alguien de un país a contrarreloj. “En Irán tuvimos a un chico gay que quería ir solo”, cuenta al teléfono. “Le dije que era peligroso, pero él estaba empeñado, así que accedí. Por si acaso me había creado un plan de contingencia, y menos mal. Ocurrió que este chico bebió de más y tenía un guía muy majo. Joven. Guapísimo. Y yo qué sé, le gustó, se lanzó”. Lo que en un país como España puede suponer una pequeña vergüenza, un “lo siento, he calculado mal”, en Irán puede acabar con tus huesos en la cárcel. O descoyuntados tras ahorcarte en una plaza. Tenían un problema grave. “El guía llamó a nuestro proveedor, le contó lo que pasaba, nervioso, gritando. Le dijo que le iba a denunciar a la policía. Tuvimos que sacar al chico del país lo más rápidamente posible. Su vida corría peligro”. Tras una carrera contrarreloj, el avión llegó antes que la denuncia.
La situación que vivió Enrique Álex es la misma a la que se enfrentan todas las personas LGTBI a la hora de viajar. Las que narra Martínez son las que quieren evitar a toda costa. Entre ambos extremos se despliega un abanico de opciones morales que van de la reivindicación a la vergüenza. Desde querer cambiar el mundo hasta meterte en el armario, o tener que explicar constantemente que no, que no hay ningún error en la reserva y que quieres una cama matrimonial.
Igual que un viajero cisgénero y heterosexual debe repasar las vacunas necesarias o comprobar que su pasaporte está en regla antes de emprender el vuelo, uno LGTBI deberá estudiar el grado de homofobia del país de destino. Hasta qué punto tendrá que meterse en el armario nada más salir del avión. Si es seguro viajar o debería descartar esa oferta tan buena. Si no hace esa reflexión en su casa, quizá la acabará haciendo en un lugar inseguro y desconocido, igual en una pequeña barca en el medio del océano. “Cuando estás de viaje te toca explicar quién eres constantemente, y en estos contextos hay que medir las palabras para saber si te estás poniendo en peligro, una situación incómoda puede derivar en algo mucho peor”, lamenta Álex.
En estos casos, además del sentido común, conviene tirar de intuición. “Creo que cuando eres homosexual aprendes a leer las situaciones. Yo voy caminando y sé perfectamente cuándo tengo que soltar la mano a mi pareja”, explica Judith Tiral, historiadora del arte y creadora de contenido. “Vas cogiendo y soltando mano, dependiendo de los grupos que te encuentres aprendes a intuir el peligro… Y en los viajes es lo mismo, es un estrés añadido”. Tiral ha llegado a una conclusión similar a la de Álex. No va a promocionar ningún país con leyes homófobas a pesar de que se lo pidan. Porque sí, se lo piden. Las oficinas de turismo de lugares donde la homosexualidad es un delito contactan con agencias y creadores de contenido LGTBI para promocionarse como destinos turísticos. A ella le pasó con Irán.
Dice que ha sentido más discriminación viajando por ser mujer que por ser lesbiana. “También porque tengo la suerte, esto va a sonar fatal, de que no se me note”, confiesa. Es lo que los ingleses llaman straight passing, explica, el “pues no lo pareces”, que en un lugar homófobo puede dar una sensación de seguridad extra. No todo el mundo puede o quiere ejercer ese straight passing. Muchos homosexuales y transexuales de países occidentales optan por no viajar a lugares homófobos. Algunos prefieren hacerlo manteniendo un perfil bajo. Otros, los menos, intentan contactar con las comunidades LGTBI locales. Porque estos no son problemas del primer mundo, no solo. Son también, sobre todo, los del tercero.
Dinero rosa para acabar con leyes negras
Según la Organización Mundial del Turismo (OMT) esta industria es la primera o segunda fuente de ingresos en 20 de los 48 países menos desarrollados del mundo. Casi todos estos se encuentran en otra lista, la de las 69 naciones que penalizan la homosexualidad. Uno de cada tres países en el mundo. Algunos activistas creen que el turismo LGTBI, que mueve casi 200.000 millones de euros al año (según datos de la OMT), puede forzar un cambio en ciertos países. Hay un precedente reciente: el sultán de Brunéi paralizó su proposición de ley en 2019 para castigar la homosexualidad y el adulterio con pena de muerte por lapidación. No le frenaron la presión internacional o las manifestaciones a lo largo del globo. Fue el boicot a sus muchos hoteles. Es el dinero y no el activismo lo que mueve el mundo. Y el turismo mueve mucho dinero.
“Esto no es algo nuevo. Hay zonas de México que se desarrollaron gracias a turistas gais estadounidenses”, señala Ignacio Elpidio, profesor del máster de Turismo LGTBI de la Universidad de Barcelona y autor del ensayo Se vende diversidad. “El boicot a ciertos países podría ser un arma de cambio social, pero eso es esperar una concienciación por parte de personas que pueden estar buscando simplemente precios más baratos, destinos más bonitos”, apunta. Los turistas LGTBI no son siempre activistas. Son también solo personas corrientes que quieren desconectar de su rutina y languidecer en una playa de aguas turquesas.
Pero existe un tipo de activismo tranquilo que se puede ejercer sin moverse de la hamaca. Eso es lo que defienden Stefan Arestis y Sebastien Chaneac, una pareja anglofrancesa que lleva años viajando por el mundo. Cuentan sus experiencias en la web NomadicBoys, donde se les puede ver en un crucero de lujo gayfriendly por Indonesia (uno de los países más homófobos del mundo), recomendando un relajante masaje en pareja en Singapur (donde la homosexualidad masculina está penada) o haciendo publicidad del Rainbow Romance Package de un hotel de Filipinas. “Creemos que viajar a un país homófobo es la mejor manera de contribuir al cambio”, explica Arestis por correo electrónico. "Nuestra propia presencia allí ayuda a educar a la gente, les demuestra que los gais somos personas normales y corrientes. Muchos de sus medios de comunicación presentan a los homosexuales de forma muy negativa, por lo que la mayoría probablemente nunca haya visto, y mucho menos conocido, a una persona gay".
Antes de viajar a un país extranjero Arestis y Chaneac comprueban en internet su postura frente a los derechos LGTBI. Si es especialmente homófobo cambian la descripción de su página web, cambian a privadas sus redes sociales, se encierran en un armario virtual. Después viajan al país y se ponen en contacto con la comunidad LGTBI local. A veces van a fiestas, otras a ONG. Se han metido en más de un problema. Ellos aconsejan informarse sobre los negocios más tolerantes dentro de un país intolerante y gastar su dinero ahí. Ejercer un activismo relajado. “Entiendo que puedas tener dudas sobre si visitar un país con leyes antigay por razones morales”, concede Arestis, “pero el beneficio de hacer esto es que puedes apoyar a esos negocios locales de propiedad gay o inclusivos que están luchando duro para existir en un entorno hostil”.
El profesor Ignacio Elpidio señala esta como la principal diferencia entre un turismo transformador y uno de paso. “Hay que diferenciar entre los llamados enclaves LGTBI, el turismo donde no hay mezcla, por ejemplo, los resort o los cruceros gais, que no tienen ningún tipo de impacto más allá del laboral sobre la población local; de un turismo mucho más consciente donde sí puede haber mezcla, intercambios positivos e incluso cambios de pareceres”.
La idea que defienden Arestis y Chaneac es interesante, pero ¿qué se podría conseguir si todo el turismo LGTBI boicoteara a un país homófobo? ¿Algo parecido a lo que se consigue visitando los negocios más tolerantes de ese mismo país? ¿Algo mejor? Las respuestas a estas preguntas son complejas.
Purba Widnyana es balinés y tiene 39 años. Es activista homosexual en Indonesia, donde se está tramitando una ley para convertir el sexo fuera del matrimonio (y por tanto la homosexualidad) en delito. Entiende que la deriva de su país puede animar a muchos a boicotearlo, y concede que igual puede tener algún efecto, pero cree que el camino es otro. “En Bali los bares gais están en pleno funcionamiento, las drag queens pueden actuar, las saunas están llenas… Boicotear o simplemente abstenerse de visitar Indonesia acabaría con estos lugares”, señala por e-mail Widnyana. El turismo occidental ha convertido estos reductos de libertad clandestinos en negocios grandes y económicamente solventes, lugares donde homosexuales de todo el mundo pueden ser ellos mismos. La presencia de occidentales garantiza la seguridad de los locales. El Gobierno indonesio raramente se atreverá a hacer una redada en un bar lleno de europeos. Es triste, pero cierto. “Así que supongo que lo que debemos hacer las comunidades LGTBI es negociar”, reflexiona este activista. “Visita Indonesia, sé tú mismo, no ocultes tu identidad solo porque el Gobierno indonesio sea homófobo. De hecho, sé gay, muéstrales que hay turistas maricas que visitan su país. Ayuda a educar a los indonesios para que tu dinero rosa les llene la barriga. Gasta dinero en cosas que te gustan, pero gástalo de forma ética”.
La historiadora Judith Tiral está planeando un viaje a Egipto. No lo va a sacar en sus redes sociales, no quiere darles publicidad. Pero quiere conocer otros lugares, no quiere poner una cruz en uno de cada tres países del mundo. Eso son muchos países. Sabe que como mujer tendrá que soportar situaciones incómodas. Sabe que como lesbiana tendrá que disimular. Sabe que, probablemente, se sienta frustrada y culpable. Y le da rabia porque en realidad el problema no es suyo. Es una reflexión que se hacen muchos turistas LGTBI al viajar, al imponerse estándares morales difíciles de cumplir.
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