Por qué hay que ir a Trebisonda, un eslabón precioso a orillas del Mar Negro
Esta región de Turquía ofrece una estampa casi alpina, con altas montañas, valles y gargantas, lagos y bosques y el magnífico monasterio de Sümela
Ya en las primeras líneas del Quijote (prólogo y primer capítulo) sale a relucir ese territorio mágico: “Se imaginaba el pobre, ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda”. A lo largo de todo el libro afloran referencias, también en el capítulo final, cuando Don Quijote abandona sus desvaríos, alimentados por libros de caballerías. El nombre mítico pasó al lenguaje común; Joan Corominas define la palabra trapisonda como sinónimo de “bulla y riña” en su Diccionario etimológico (1954). Y en la época dorada de los tebeos, el gran Francisco Ibáñez creó los episodios de La familia Trapisonda, un grupito que es la monda (1958), narrando las desventuras de una familia de clase media-baja, la que abundaba en aquel tiempo de silencio.
Pues bien, ese territorio existe, aunque ahora se llame Trebisonda. A orillas del Mar Negro, en su extremo sur oriental, esa región de Turquía ofrece una estampa casi alpina, con altas montañas, valles y gargantas, lagos y bosques. Un eslabón precioso en la medieval Ruta de la Seda. Nada tiene pues de extraño que fuera un hervidero cultural y étnico. Aunque hoy, lejos del trasiego turístico de masas, transmita más bien esa “melancolía de la pérdida” de la que habla el premio Nobel Orhan Pamuk.
En realidad, las raíces de ese imperio venían de lejos. Del siglo VIII antes de Cristo, por lo menos, y de cuando los griegos fundaron la antigua Trapezunte, capital del entonces llamado Ponto (Mar Negro). Pero fue en el siglo XIII, a raíz de la Cuarta Cruzada (entre 1202 y 1204), cuando nació el mítico país de las gestas caballerescas. Como consecuencia de la invasión y devastación de los Cruzados, el imperio Romano de Oriente se escindió en dos: el imperio de Bizancio, anclado en la antigua Constantinopla, y el imperio de Trebisonda, que bajo la dinastía de los Comnenos se mantendría como reino independiente hasta 1461, cuando fue conquistado por el sultán otomano Mehmed II.
La ciudad de Trabzon ha sido y es cabeza de esa región. Las heridas del tiempo han hecho de ella un enclave de aspecto moderno, con bloques anodinos de viviendas que se escalonan de forma desordenada por las colinas que asoman al litoral. La primera impresión puede resultar poco alentadora. Pero el foráneo debe tener claro que ese es el genuino aspecto de la vida cotidiana en una ciudad turca no contaminada por el turismo. Lo cual, dicho sea de paso, tiene sus ventajas: una comida en un restaurante, por ejemplo, puede salir por tres o cuatro euros al cambio.
Entre los vestigios del pasado que han resistido los embates de la historia la joya es la iglesia bizantina de Santa Sofía, un templo ortodoxo del siglo XIII con planta de cruz griega, cubierta de frescos en su interior y en los atrios. Solo las pinturas del interior han sido restauradas, aunque no todas se ven: la iglesia fue transformada en mezquita a raíz de la conquista otomana y, como sigue siendo mezquita (además de museo), algunos frescos están velados por pantallas para que no distraigan a los fieles musulmanes en sus rezos. Por cierto, el más brillante sultán de la era otomana, Solimán el Magnífico, nació en Trabzon en 1494 y tras conquistar buena parte de Oriente y del norte de África llegó a poner en jaque a la cristiandad.
El recinto amurallado, la antigua ciudadela, está en otra colina contigua, en lo que es hoy el centro de esta urbe de unos 800.000 habitantes que se estira como una anguila a lo largo del litoral. Del castillo (como allí lo llaman) quedan apenas unos muros. Pegado a ellos, en la falda de la colina, se encuentra el monasterio Kizlar, reducido a ruinas. Pero sobre esos restos se ha construido un magnífico centro de arte de líneas vanguardistas, bien engarzado en las piedras medievales. A los pies del teso, el centro urbano se ordena en torno a una gran plaza central, presidida, cómo no, por la estatua de Kemal Atatürk, el padre de la Turquía moderna.
Las calles abigarradas apenas difieren de las de cualquier otra ciudad, si no fuera por rasgos propios de la sociedad turca, como son los bazares, los mercados callejeros, los puestos de simidi (roscas), los escaparates irresistibles de baclavas y demás delicias. Quedan pocos edificios antiguos, exceptuando algunas mansiones señoriales del siglo XIX que han sido aprovechadas para usos oficiales o museos, como el Atatürk Pavilion o la Casa Kostaki.
Los complejos hoteleros de alto estándar (hay mucho turismo regional) se alinean junto al mar, a las afueras, cerca del aeropuerto. En dirección opuesta se encadenan playas de arena oscura o guijarros, flanqueadas por restaurantes y terrazas donde son tanto o más apreciados que el baño los pescados indígenas, intraducibles: hamsi (una especie de anchoas), mezgit, kalkan… Restaurantes recomendables pueden ser Tirana, Ismet Chef o Bordo Mavi Balik . Y un hotel boutique: Cephanelik Butik Hotel.
Sin alejarse mucho de la orilla, sobre las colinas que asoman al litoral, se recuestan pueblos de antiguos pescadores que ahora viven del turismo, como Akçaabat Ortamahalle, donde puede verse una iglesia del siglo XII y una antigua mansión otomana convertida en casa de té y restaurante (la Timurciler Mansion).
Hacia el interior, tras franquear la pequeña ciudad de Maçka, nos adentramos en el parque nacional Altindere. Un mundo que parece aparte, con montañas alpinas coronadas de nieve, torrentes caudalosos y profundas gargantas. Colgado en el acantilado sobre una de esas vaguadas está el monasterio de Sümela, que forma parte del patrimonio temporal de la Unesco. Su fundación se remonta al siglo IV, pero fue en la época de los Comnenos (siglo XV) cuando se colgaron de la roca capillas y demás dependencias de los ascetas cristianos, respetados luego por el poder musulmán. Ángeles, cristos y vírgenes rodeados de santos y jerarcas cubren los techos de cuevas y muros interiores o exteriores de las capillas. El lugar, desacralizado, actúa de imán para atraer a multitud de excursionistas amantes no solo de la historia, sino sobre todo del espectáculo grandioso de la naturaleza. Solo por ver esta maravilla el viaje habrá valido la pena.
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