Ante el ‘zurbarán’ de Llerena
El bello Cristo en Nuestra Señora de la Granada, la alcazaba de Reina, la mina de La Jayona y más sorpresas en un viaje por la Baja Extremadura
Llegamos al pueblo de Llerena, en la baja Extremadura. Era un día limpio y gélido, como el resto de los que deambulé por sus alrededores. Mi acompañante me dijo que en Llerena había un zurbarán gigantesco en una iglesia, y para allá que me fui. También sabía que era la patria de García López de Cárdenas, el oficial que, durante la expedición de Coronado en 1540, descubrió el cañón del Colorado. Mi sorpresa fue que no tenía estatua, y cuando pregunté, me comentaron que ni está ni se la espera. En fin.
Desde luego, no fue el único prohombre vinculado a Llerena: aquí nacieron el cronista del Perú, Pedro Cieza de León, y José de Hermosilla, que proyectó el Hospital General y de la Pasión, que ahora acoge el Museo Reina Sofía, en Madrid. Y no me olvido de Luis Zapata de Chaves, autor de Varia historia, una colección de dichos y anécdotas del siglo XVI escrita de 1583 a 1592. Entré en la plaza del Ayuntamiento, donde está la barroca parroquia de Nuestra Señora de la Granada, en cuyo interior se hallaba el objeto de mi deseo. Y efectivamente, un colosal Cristo crucificado, en penumbra, pintado en 1627 por Francisco de Zurbarán, que tuvo estudio en la localidad. Tras sobrecogerme con el cuadro disfrutamos de otra sorpresa, una talla de San Jerónimo, de factura delicadísima, obra de Juan Bautista Vázquez el Viejo.
Salimos al aire helado de Llerena. El pueblo es muy llevadero, “recoleto”, que se decía antes. Puedes desayunar unos churros (“jeringas”, los llaman aquí) o, si se tiene un estómago de acero, unas migas con chorizo o una tosta atómica de manteca colorá. Si es la hora de la comida, hay mesones de sobra donde disfrutar de las delicias del cerdo ibérico. El postre lo pueden aportar en el convento de Santa Clara (calle de la Corredera, 19), donde me llevaron a comprar unos exquisitos “corazones de monja”, dulces de esos que necesitan un par de días de natación para desaparecer. Ya puestos a visitar a las monjas, no dejen pasar la magnífica talla San Jerónimo penitente, de Juan Martínez Montañés, y diversos frescos del XVI. Y si no les da yuyu, la Inquisición también tuvo sede cerca, en el palacio de los Zapata (calle de Luis Zapata de Chaves). Ahí no daban precisamente dulces.
Un teatro romano en la dehesa
Hay más tesoros que aguardan en los alrededores. Salimos a las carreteras de la provincia de Badajoz. Unos 10 kilómetros al sur encontramos una sorpresa, aunque no debería ser tanta, ya que se trata de los inefables romanos. En medio de una frígida campiña topamos con el maravilloso teatro romano de Regina, que se mantuvo en uso hasta el siglo IV con capacidad para 1.000 espectadores. El lugar es espectacular, y ya me imagino a los actores con su prósopon, las máscaras utilizadas para las funciones, y al dios Dioniso y a sus ménades danzando por la dehesa, fuente primera del teatro. No obstante, también compruebo que su aislamiento lo hace objeto de expolio. Habría que controlarlo más.
A continuación, aproamos sur: toda la Baja Extremadura está trufada de castillos, no en vano era zona de influencia de la Orden de Santiago, y uno de los más significativos es la alcazaba de Reina, unos pocos kilómetros al sureste de Llerena, en la línea defensiva de Sierra Morena. Se levanta poderoso en una colina tomada a los almohades, con sus 14 torres albarranas, y advirtiendo al infiel que hasta aquí hemos llegado y, si hay algún problema, los caballeros de Santiago están especializados en repartir estopa.
Seguimos moviéndonos por carreteras solitarias hacia la Sierra Morena profunda. Mi camarada me dice que vamos a ver la “Capilla Sixtina extremeña”, y le miro ojiplático. Llegamos a una ermita, Nuestra Señora del Ara, que no parece gran cosa, hasta que entras. En su interior, una verdadera sinfonía de dibujo y color: levantada sobre un templo romano, encontramos un estilo gótico-mudéjar con una tabla maravillosa y, desde el zócalo hasta los techos, distintos niveles de pinturas geométricas y figurativas, según antigüedad. Frescos, temple, óleos… una tormenta pictórica que deslumbra y emociona.
Nos espera la última etapa de nuestro viaje, en las estribaciones septentrionales de Sierra Morena. Aquí y allá podemos distinguir los vértices geodésicos con los que se marcó toda España, monolitos construidos en lugares elevados mediante los cuales, gracias a la trigonometría, se puede calcular la altura de cualquier punto. Hay más de 11.000 en la Península. Y muy cerca ya está la mina de La Jayona (para visitarla hay que solicitar cita previa en el Ayuntamiento de Fuente del Arco; 667 75 66 00). Cuando llegamos, oteo el cielo, límpido, helado, con buitres y águilas culebreras flotando en las corrientes. La perspectiva es memorable, valles, sierras, dehesas, y la mina, una gigantesca cicatriz que, cómo no, ya explotaron los romanos, se presenta como un descenso al mismísimo Hades. El paisaje kárstico es alucinógeno; 11 niveles con vetas de hierro, calcita, siderita, hematita, goetita, limonita. Los diferentes pozos tienen nombres tan sugestivos como El Monstruo o Ya Te Lo Decía, hasta que todo encuentra su cénit en la colosal Sala de los Muñecos, una cueva llena de estalactitas. Inolvidable.
Para terminar, una comida a base de carne en Cazalla de la Sierra, pero antes, una parada en su cartuja: 600 años de antigüedad nos contemplan, rodeada de encinas, alcornoques y olivos (lacartujadecazalla.com). Evidentemente, nos ponemos contemplativos, y mi colega sugiere que lo mejor para homenajear a la cartuja de Cazalla es un brindis con un chupito de ídem. Pues miren, hay cosas indiscutibles.
Ignacio del Valle es autor de la novela ‘Coronado’ (editorial Edhasa, 2019).
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