N-623, rodando por la carretera de los sueños
Patrimonio natural, arquitectónico y cultural se suceden en una de las mejores rutas en coche que se pueden hacer por España. Un viaje pausado que une Burgos y Santander por lo que fue el fondo del mar
La N-623 es algo más que kilómetros de asfalto. Una carretera destino que comunica Burgos con Santander, la meseta con el Cantábrico. Un recorrido que sube a parameras y puertos, baja a valles, se asoma a cañones y discurre entre gargantas, sin dejar de zigzaguear. Es su manera de respetar el entorno natural y rural en el que se adentra. Paisaje que hace millones de años estaba bajo el agua. Hoy esa agua es la de un puñado de ríos que cincelan las rocas y embellecen los pueblos de casas de piedra, balcones de madera y fachadas blasonadas levantados en sus orillas. Conjunto que da vida al parque natural Hoces del Alto Ebro y Rudrón.
Al volante, la apodada como la carretera de los sueños se asemeja a un río que corre encajonado entre desfiladeros sobrevolados por águilas y buitres. Desde lo alto de un mirador adopta la forma de una anaconda que se arrastra entre robles, pinos, hayas y encinas. A pesar de estar medianamente bien señalizada, con hitos nuevos de metal y mojones de piedra de otra época, o pasa inadvertida o se evita. Hoy a Santander se puede llegar desde Burgos, vía Osorno y Aguilar de Campoo, sin salir de la autopista en unas dos horas. Esa vía rápida le ha robado el tráfico rodado y la vida que florecía a lo largo de los 162 kilómetros de la N-623, en los que uno puede planear paradas que durarían días. En el pasado era tal el trasiego de coches que se sabía cuándo había atracado o iba a zarpar el ferri de Santander procedente de o con destino al sur de Inglaterra. Esa ausencia de vehículos y sus ocupantes se ha traducido en tiendas, hostales, talleres y gasolineras cerradas. Como el mesón del Páramo de Masa, una referencia simbólica de la N-623, aunque hayan pasado muchos años desde la última vez que sirvió una comida. En esta llanura yerma el viento sopla frío y sin resistencia. Es un lugar tan inhóspito como hermoso en el que las pocas construcciones que hay son más refugios que viviendas. Antes había más de todo, hoy apenas hay gente y nieva poco. Y mejor que al coche no le dé por averiarse.
El paisaje cambia a medida que nos adentramos en el valle de Sedano, al este de la pintoresca carretera que seguimos pero sin salir de su radio de influencia. En Sedano el problema no es ir a misa, sino subir a la iglesia. El templo se encuentra en lo alto de un castro al que dan a parar unos caminos que parten de los cinco barrios que configuran este pueblo de piedra de sillería al que no le faltan escudos heráldicos. Un esfuerzo mayor hacía el escritor Miguel Delibes, quien venía en bicicleta, desde Cantabria, a ver a su novia. Una vez casados continuaron veraneando aquí, como aún hace su familia.
Buceo en el Pozo Azul
De vuelta a la carretera la siguiente parada es Covanera —a menos de 10 kilómetros—, localidad orillera del Rudrón desde la que se accede andando al Pozo Azul. Que en Burgos no haya mar no significa que no se pueda bucear. Aquí se bucea la montaña. La mayoría de viajeros lo contemplan desde fuera y se conforman con ver los colores que proyecta el agua. Para ver el Pozo Azul en su totalidad uno tiene que ser espeleobuceador.
Los pocos restaurantes abiertos que se suceden a lo largo de la N-623 sirven truchas pescadas en los ríos de la zona. El agua por aquí quita la sed, alimenta y sana. O al menos sanaba; por culpa de una serie de litigios con el Ayuntamiento del municipio el balneario de Valdelateja está cerrado desde hace tiempo. Sano y gratis es subir a lo alto del castro que hay próximo, rematado por la ermita del antiguo poblado de Siero. Desde la carretera parece una réplica a escala de los monasterios griegos de Meteora. Para ver este pequeño y elevado templo dedicado a las santas Centola y Elena de Siero mientras se conduce hay que estar muy atento. Lo mismo hay que hacer si no queremos pasarnos de largo el oleoducto de Quintanilla Escalada. Once kilómetros de tubería en la que entre los años 1967 y 1993 corrió el petróleo extraído en el alto campo de Ayoluengo, en Sargentes de la Lora. La subida hasta esta localidad, un yacimiento arqueológico industrial, regala una de las mejores vistas del valle del Rudrón. Desde el mirador habilitado, la panorámica de la N-623 justifica este viaje. Una vez arriba se tiene la sensación de haber llegado a Texas. La llanura que se extiende está salpicada de caballitos metálicos que extraían petróleo del interior de la tierra. Ya no funcionan, su trote maquinal hoy solo se puede oír en el Museo del Petróleo (sargentesdelalora.com). Un espacio diseñado de tal manera que reproduce el interior del otro hito de Sargentes de la Lora, el dolmen de La Cabaña. Lo mejor que se puede hacer después de visitarlos es ir al bar restaurante del pueblo y comerse un cocido, con morcilla, claro, y relleno.
De vuelta a la N-623, las siguientes paradas no se hacen esperar. Escalada y Orbaneja del Castillo son otras dos villas pintorescas en las que detenerse. A las dos las riega el Ebro, la primera tiene una iglesia románica digna de ser preguntada en el examen de Selectividad y la segunda es un pueblo entre cañones en el que no se anda, se trepa. Sus iconos son la cascada que sale del interior de una cueva y los chozos en lo alto del páramo donde la gente guardaba los aperos de labranza.
También en alto, pero en el lado este, de camino a Pesquera de Ebro se esconde el mirador del Cañón del Ebro. Espectacular lo que se ve y lo que uno se imagina que fue. Lo mismo pasa con los descoloridos pórticos de las iglesias románicas de los pueblos por los que se pasa. Pequeñas joyas arquitectónicas como la Inmaculada Concepción de Crespos, a la que se accede por una carretera que en otoño los árboles hacen que parezca un túnel de tonos amarillos, ocres, anaranjados y rojizos.
El páramo de Bricia es una tregua que regala el paisaje antes de llegar al embalse del Ebro, muy cerca del puerto del Escudo, donde la N-623 ya se adentra en los valles cántabros. Antes de continuar en dirección a Santander merece la pena desviarse a Arija. Su presente nada tiene que ver con su pasado. Es un pueblo de casas dispersas, algunas de ellas no se hundieron en el fondo del embalse durante su construcción porque sus propietarios las desmontaron y reconstruyeron en un sitio seguro. Ese traslado no se pudo realizar con algunas instalaciones de la fábrica de vidrio Cristalería Española, lo que motivó la marcha de muchos de sus trabajadores. Las casas de los ingenieros, la playa con campin—aunque si se prefiere uno se puede alojar en el balneario de Corconte— y que en el embalse se puede practicar kitesurf son los tres alicientes de Arija.
Antes de enfilar a Cantabria, la última parada en el tramo burgalés de la nacional puede ser en el kilómetro 83, donde aguarda el hostal restaurante El Escudo, en Cilleruelo de Bezana. Uno de esos pueblos en los que su gente y negocios sobreviven viendo como cada vez son menos los coches que circulan por la N-623. La carretera que es un destino.
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