Ensueño en la isla del pavo real
Visita a Pfaueninsel, una reserva natural al suroeste de la capital alemana que fue escenario de ocio y diversión de la nobleza prusiana desde el siglo XVII
Vas por una senda y oyes una especie de grito desgarrador, como un trompetazo cuyo eco rebota en robles centenarios. Pronto compruebas que se trata del chillido de cortejo de un pavo real, un ejemplar de la cincuentena de esas aves que se enseñorean en la isla: la asombrosa Pfaueninsel o isla del pavo real. En la Volière, la gran pajarería construida en 1824 como un octodecágono, conviven corpulentos y rojizos gallos alemanes y faisanes de Siberia con su plumaje de color armiño. Fuera andan los pavos reales enseñando esas colas por las que fueron divinizados en antiguas culturas.
La isla, una Arcadia prusiana situada en medio del río Havel (al suroeste de Berlín), hoy es reserva natural y patrimonio mundial desde 1990 por sus paisajes y edificios. El palacio, mandado construir entre 1794 y 1797 por Federico Guillermo II, parece de piedra y es una estructura de madera pintada de blanco para simular el mármol. Y es que la Pfaueninsel sirvió para echar a volar la fantasía, recreando un aura medieval y gótica y romántica y, por otro lado, queriendo emular a las islas ideales de los mares del sur. Paradojas y trampantojos que abundan tanto como las irisaciones de la cola de un pavo real.
El primer uso de la isla —de un kilómetro y medio de largo y medio de ancho— fue el de criadero de conejos. Luego fue granja de vacas y búfalos de agua. Aún hay cuatro o cinco de esos búfalos para cortar la hierba de los prados junto a la Meierei, la lechería. Nombre equívoco tratándose de un palacete de estilo neogótico en un recinto donde los establos, incluso una iglesia rústica, fueron construidos para evocar un estado de ruina. O de engañoso abandono. Porque las cosas cambian otra vez en el interior de la Meierei con su suntuoso salón de banquetes. Tiene un parqué de maderas nobles que no se puede pisar sin las zapatillas que te proporciona el conserje. Las paredes están empapeladas con pinturas de falsas ojivas. Y desde la mirilla que han hecho en el cristal de una ventana se divisa el mausoleo de la reina Luisa. La refinada esposa de Federico Guillermo III que no dudó en ordeñar ella misma la leche para el desayuno.
Robles centenarios
Federico Guillermo I de Brandeburgo, el Gran Elector, fue quien mandó poner un criadero de conejos. El lugar fue llamado entonces Kaninchenwerden, o isla de los conejos. Pero en 1685 también se permitió al alquimista Johann Kunckel instalar allí un laboratorio para fabricar cristal de un intenso color rubí, el famoso “vidrio rubino oro”.
Ya en el siglo XVIII, Federico Guillermo II de Prusia se declaró un enamorado de la isla, lo mismo que de su amante Guillermina Encke, posteriormente la condesa Guillermina von Lichtenau y con la que tuvo cinco hijos. Él fue el monarca que ordenó quitar los conejos y poner los posiblemente más nobles pavos reales. Trascendental fue su decisión de prohibir la tala de árboles. La isla del pavo real se convirtió así en un oasis entre Berlín y Potsdam, y en tiempos posteriores, en un desahogo del Berlín Occidental al borde mismo de la República Democrática Alemana.
Sobrevivieron más de 200 robles centenarios y unos pocos pavos reales, aunque con el tiempo no fueron los protagonistas de la fauna isleña. Cocodrilos, leones, canguros…, hasta un millar de animales salvajes hacían las delicias de la corte prusiana y del público berlinés que acudía a verlas. Ya en 1842, y por orden de Federico Guillermo IV, las fieras fueron trasladadas al zoo de Berlín y la isla del pavo real recobró su tranquilidad.
Guía
- A Pfaueninsel se llega en un ferri desde Wannsee. Salidas cada 15-20 minutos, 4 euros trayecto. En octubre, la isla está abierta de 9.00 a 18.00
- Información de Pfaueninsel: pfaueninsel.info
- Fundación de Palacios y Jardines Prusianos de Berlín-Brandeburgo: spsg.de
- Turismo de Berlín: visitberlin.de
Realmente nunca dejó de ser una isla tan natural como sofisticada. Prusia no fue inmune al influjo de los mares del sur, y a su cliché de paraíso difundido tanto por los viajes del capitán Cook como por las ideas de la bondad natural de Jean-Jacques Rousseau. Federico Guillermo II dispuso en su palacio isleño un sala pintada con palmeras que se llamó Otaheitisches Kabinett, el Gabinete de Tahití. Para soñar despiertos, el rey y su amante subían al puente que une las torres gemelas y circulares de su morada veraniega, desde donde se divisa la que fue su residencia habitual, el Marmorpalais o Palacio de Mármol, a orillas del lago Heiliger de Potsdam. En otro notable edificio isleño, la Palmenhaus, se cultivaban plantas tropicales hasta que todo eso ardió en 1880 y nunca fue reconstruido. Sí permanece con sus falsas ojivas góticas la Kavalierhaus, donde se alojaban los cortesanos. Parecida a una casa de campo inglesa, ha servido de plató de películas alemanas sobre novelas policiacas del británico Edgar Wallace.
Mientras, en Fregattenhafen (el embarcadero) solo se puede imaginar cómo era la fragata real, regalo de Gran Bretaña a Prusia por su alianza contra Napoleón. Hay quien prefiere vagar por el río o en la gran rosaleda con solera de siglos. O contemplar la ruina de Jakobsbrunnen, el Pozo de Jacob, copia a pequeña escala de la fuente que había en el templo de Serapis en Roma. Aquí da un toque clásico a la Grosser Sicht, la Gran Vista, el paisaje-eje que enlaza el palacio con la lechería y los robles con la vaguada verde del río Havel.
El paisaje, cree uno, es el mayor secreto desvelado de Pfaueninsel. La fuerza del paisajismo, metódica y genialmente diseñado sobre todo por Peter Joseph Lenné en 1821, y que en su mayor parte aún podemos contemplar. Nada quedó al azar de la mirada de quien pretende redescubrir un escorzo de la isla del pavo real. Salvo, por supuesto, lo que cada uno tenga dentro de su mirada.
Luis Pancorbo es autor de ‘Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al Mar Caspio’ (editorial Renacimiento).
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