Buscando a Lady Chatterley en Nottingham
Entre edificios de ladrillo rojo, canales y ‘pubs’, la ciudad inglesa revela sus secretos, desde apuntes literarios hasta la historia del fútbol, sin olvidar a Robin Hood
Leí hace poco que en sus 30 años de existencia el programa Erasmus cambió la vida a un 20% del largo millón de jóvenes españoles que lo disfrutaron. El artículo se refería, por supuesto, a nuevas parejas, trabajos, giros profesionales o vitales. Pero no he leído línea alguna de lo que esas andanzas han alterado las vidas y los viajes de sus madres y padres, llevados a situar en el mapa un lugar quizá jamás sospechado. En mi caso fue Nottingham.
Cuando empecé a indagar sobre la ciudad inglesa, todo eran referencias a Robin Hood. Nunca me atrajo el personaje, ni sus alter egos en la pantalla, quizá porque los buenos tan buenos nunca me resultaron creíbles. Pero por una hija, uno está dispuesto a todo, incluso a visitar ese famoso bosque de Sherwood que, no sé si por mis prejuicios o por su tamaño, me pareció entrañable, sí, pero minúsculo. Y no me lo tomen a mal, soy asturiano.
Resumiendo, que hice de tripas corazón y, en vista de que la ciudad parecía no dar mucho más de sí que su coqueto arboretum, su equipo de hockey sobre hielo, su castillo medieval (el del Sheriff de Nottingham) y la estatua del arquero Robin, el caso, decía, es que comencé a recorrer Nottingham, porque amo estas ciudades que no te lo dan todo hecho, que tienes que patear y trabajar contra viento y marea para quererlas y sentirlas propias. Me lancé a las calles dispuesto a dejarme llevar por cuanto se me cruzara en el camino. ¡Cuidado! Un tranvía a punto de atropellarme… Cuántas veces hasta recordar que aquí hay que mirar a la derecha cuando cruzas de acera.
La decepción inicial fue comprobar que, vayas donde vayas, encontrarás en los centros urbanos las mismas tiendas, interrumpidas solo por alguno de esos colmados de souvenirs que agreden al paso, pero que recomiendo jamás subestimen en una primera visita, de la misma forma que García Márquez aconsejaba subirse al llegar a una ciudad a un autobús turístico y, una vez cumplido ese rito, elegir lo que uno desea visitar con detenimiento.
Fue precisamente tras huir de uno de estos establecimientos cuando caí en la cuenta de que, parafernalia Robin Hood aparte, se repetía con frecuencia algo que empezó a llamar mi atención: cajitas de ibuprofeno por todas partes. O la ciudad estaba llena de dolores crónicos, o aquello merecía investigarse. Y así encontré por fin algo genuino y absolutamente inesperado: estaba, nada más y nada menos, en la ciudad donde nació el conocido analgésico. Y tanto debí de abusar contando a todos mi descubrimiento —la historia del ibuprofeno es de novela, créanme— que debí activar una de sus contraindicaciones, la hipersensibilidad, porque, puestos ya mis pasos en modo entusiasmo, me lancé sin recato a poner sobre el asfalto la carta que llevaba escondida en la manga: D. H. Lawrence, el autor de El amante de Lady Chatterley. Aquel texto que a los 15 años escondí tantas noches bajo mi almohada.
Y ahí me tienen de pronto en plena exaltación lírica rastreando calle a calle en busca de algún vestigio de aquel hijo de minero nacido a pocas millas de allí y que alteró tanto la moral de la época en estas tierras llamadas Midlands, y que comenzó poco a poco a minar también mis fuerzas ante el escaso éxito inicial de mi peregrinación. Cruzaba edificios de esencial ladrillo rojo, serpenteaba melancólicas orillas de canales y descubría, de paso, que el mundo más atractivo de Nottingham se esconde a menudo en sus patios interiores. Allí se multiplican pequeñas librerías, imprentas, galerías de arte, talleres de artesanos, coquetos restaurantes y cervecerías donde recargué las pilas de mi pasión mientras seguía los pasos a aquella Connie que aspiraba a volverse apasionada como una bacante. Qué felicidad la mía cuando, casi abandonada toda esperanza, encontré una placa en una fachada asegurando que allí había trabajado el autor. Trasladé su existencia a un empleado de la oficina de turismo que dudaba de mi información mientras me alargaba un folleto y me impelía a acercarme en autobús al D. H. Lawrence Birthplace Museum, idea que mi hija enfrió al instante. Me sugirió como alternativa que cogiera el tranvía y me acercara al campus de la universidad. “Te va a encantar, aunque haga un día de perros, de esos que te gustan tanto”, decía.
Y claro que me gustó pasear de Facultad en Facultad al costado de un lago, rodeado de estudiantes. Recorrí senderos entre ocas, patos, ardillas y árboles hasta que, agotado, busqué donde sentarme. Volví sobre mis pasos hacia una espigada escultura que había visto a lo lejos. ¡Eureka! Resulta que fui a sentarme a los pies de mi amado Lawrence cuando más lo necesitaba.
Como no podía ser de otra forma, mi última corazonada fue visitar un estadio de fútbol, en concreto el de un club de la cuarta división inglesa del que no sé por qué me había encaprichado tanto existiendo el flamante Nottingham Forest: los Notts County. Hermoso nombre, ¿verdad? Mientras el taxi avanzaba, su erudito conductor empezaba a contarme una historia mágica de la que aún hoy no doy crédito. Poco después entraba en la pequeña tienda de merchandising de los Notts y un segundo después pisé el césped del que acababa de enterarme fue el primer club de fútbol del mundo. ¡Justicia poética! O por decirlo con la autoridad de Albert Camus cuando, recordando su época de portero, aseguraba que había aprendido que en la vida, como en el fútbol —como en las nuevas ciudades que conoces, añado—, la pelota no llega nunca por donde se la espera.
Fernando Beltrán es poeta, autor de ‘Hotel Vivir’ (Hiperión).
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