30 pistas infalibles en Ciudad de México
Del Museo Soumaya a los chilacayotes en mole del restaurante Quintonil, razones para redescubrir la apasionante capital mexicana una y otra vez
Hoy su nombre oficial es Ciudad de México, pero los que ya la visitaron cuando aún se conocía como DF a lo mejor quieren añadir a su recorrido por la megalópolis algunos planes que no hicieron en su primera estancia, pues con la fabulosa colección del Museo Nacional de Antropología, la casa de Frida Kahlo, la plaza del Zócalo y algún paseo más probablemente se les fue el tiempo en esta ciudad que no te permite cerrar la boca de asombro salvo para masticar las maravillas que se cocinan en la calle o en sus mercados y restaurantes. Decir que Ciudad de México es inabarcable y está llena de contrastes suena a lugar común, pero la realidad es que así es. Se puede empezar el día en una colonia (barrio) de alta alcurnia y terminarlo en otra zona mucho más modesta y abarrotada de gente de lo más diverso.
Nuestra mañana va a comenzar bastante ibérica, por ejemplo en algún local de la churrería El Moro, fundada por el navarro Francisco Iriarte en 1935. En la sucursal del centro, tras un cristal que luce con orgullo capas de grasa, se puede observar la cadena de montaje del churro, que en este caso es más bien una larguísima porra en su estado embrionario. Pero hay otras sucursales, como la de la Colonia Roma Norte (avenida de Álvaro Obregón, s/n), de aspecto más inmaculado, alicatadas de blanco y azul hasta el techo. Tan populares son sus chocolates bebibles, sus largas roscas de churro y sus versiones en miniatura llamadas “moritos” que hasta venden tazas y bolsas corporativas de recuerdo.
La Pulquería Insurgentes está especializada en dos de las bebidas tradicionales de México, el mezcal y el pulque
Con la energía que proporciona un desayuno así, trasladarse a Polanco y meterse dos museos —el Soumaya y el Jumex— entre pecho y espalda no supondrá una hazaña. El Jumex tiene un valor arquitectónico indudable, pues es la primera construcción del británico David Chipperfield en América Latina. Su misión es dar a conocer el arte mexicano contemporáneo, pero también programa exposiciones de pesos pesados del arte internacional como John Baldessari. A escasos metros se encuentra esa especie de Guggenheim bilbaíno-chilango: la sede del Museo Soumaya en la plaza Carso. El edificio hay que reconocer que llama la atención: fue proyectado por el arquitecto mexicano Fernando Romero y se terminó de construir en 2011. En su interior se recorre la historia del arte occidental con algunas incursiones en la tradición oriental. También se encuentran materiales procedentes del archivo del escritor libanés Kahlil Gibran, cuyo legado es propiedad del museo. Como diría Josep Pla cuando vio las luces de Manhattan desde el barco: “Y todo esto, ¿quién lo paga?”. Pues bien, ambas el Museo Soumaya está financiado por el magnate Carlos Slim, parte de cuya colección se exhibe, y llevan el nombre de la que fue su compañera durante décadas: Soumaya Domit. Fernando Romero, veterano arquitecto que se formó con Rem Koolhaas y construirá ahora, asociado con Norman Foster, el nuevo aeropuerto de la ciudad, es, además, yerno de Slim.
Muchos saben que en Polanco se encuentra también el restaurante Pujol, de la estrella mexicana de la cocina de vanguardia Enrique Olvera; pero no tantos conocen Quintonil, regentado por su discípulo, el joven chef Jorge Vallejo. Como el cambio es favorable para el euro, saldremos de allí habiendo probado ricos platos (o “platillos”, como se dice en México, sin que eso implique raciones escasas) que apuestan por la recuperación de ingredientes y de tradiciones culinarias mexicanas. El menú degustación es casi infinito, pero también es interesante probar platos de la carta. Aunque su contenido nos resulte difícil de comprender en ocasiones (“chilacayotes en mole”, “salbute relleno de hongos de lluvia”), nuestro paladar no presentará dificultad alguna para disfrutar de los sabores, más si van con un margarita de hierbabuena como los que sirven para acompañar.
¿Queda hueco para un helado? Ojalá sí, porque en Polanco hay una sucursal de la histórica Nevería Roxy, fundada en la década de 1940. Aquí aprenderemos el vocabulario variadísimo para bebidas y productos fríos que maneja México: nieves, helados, sundaes y malteados. Elegir un helado con sabor a rompope, un ponche de huevo con canela y vainilla típico de Puebla, es honrar a México. Para la sobremesa hay que visitar la librería-café El Péndulo, que tiene en Polanco su sede más agradable, con sus irresistibles estanterías plagadas de libros y su terraza al aire libre.
Ya toca alejarse de ese barrio y moverse por el centro. Trataremos de experimentar, aunque sea superficialmente, todo lo que ofrece: el kitsch fabuloso que lucen las tartas de colorines de la pastelería Ideal, expuestas en el segundo piso para deleite de los visitantes. O la calle de Donceles y sus librerías de viejo, en las que se puede encontrar desde joyas bibliográficas hasta fotonovelas bizarras. Sobre Donceles se encuentra también el Café Río, donde sirven el mejor pastel de dátil con nuez de la ciudad.
En Polanco están el Museo Jumex, proyectado por David Chipperfield, y el Soumaya, de Fernando Romero
Un secreto a voces del centro es la sinagoga histórica askenazi de la calle de Justo Sierra, 71 (sinagogajustosierra.com). Se encuentra en el interior de un edificio solo distinguible por la estrella de David. Su reapertura como centro cultural ha sido un éxito, y a ella se acercan a diario visitantes de todo tipo —laicos, religiosos, mexicanos y extranjeros— para conocer la historia reciente de México, en la que los judíos llegados del este de Europa formaron una numerosa comunidad. La sinagoga es calcada a una que existió en Lituania, si bien los candelabros del interior beben de la tradición artesanal mexicana, una prueba más del sincretismo que reina en todo el país. Además de las visitas guiadas por el interior del edificio, en la sinagoga se organizan recorridos históricos por el barrio, proyecciones de cine, talleres de cábala, conciertos de música sefardí y exposiciones de fotografía que revitalizan la vida cultural de la ciudad.
Alumnos de Diego Rivera
Cerca de la sinagoga no hay que perderse el mercado Abelardo Rodríguez, un edificio de 1934, época en la que los muralistas usaron las paredes públicas para expresar ideas con mensaje social. En las del mercado, alumnos de Diego Rivera como Pedro Rendón o Grace Greenwood Ames dieron lo mejor de su arte. Prestemos también atención a las cemitas que allí venden: unos bocadillos de carne con queso de Oaxaca, chile chipotle, una hierba llamada pápalo y aguacate. Se pueden comer allí mismo, y probablemente nos toque compartir mesa con otros comensales, pues es lo común en los restaurantes del interior del mercado.
Si alguien echaba de menos una galería de arte entre tanto bullicio, la encontrará en la Casa de El Hijo del Ahuizote. Instalada en la sede del diario satírico revolucionario de igual nombre, la galería funciona también como imprenta artesanal y centro cultural. No es fácil de ver porque está escondida en un edificio de la calle de Colombia, tomada por batallones de peluches, globos metálicos y muñecas de plástico inspiradas en Frozen o en lo que Disney mande. La lógica del bazar se adueña de la calle y es un espectáculo llegar a la hora en la que comienzan a desmontar los puestos.
Pero no es la calle de Colombia la única atestada de puestos de venta: el comercio en la capital de México es incesante. Lo nuevo y lo viejo conviven en el rastro callejero de Lagunilla, de visita obligada aunque no podamos llevarnos en la maleta una Olivetti de la época del neorrealismo italiano. De camino al mercadillo seguramente nos toparemos con algún altar en honor a la Santa Muerte y con no pocos mariachis. No ha de extrañarnos, pues estamos cerca de la plaza de Garibaldi, donde estos músicos ofrecen sus servicios a la clientela. Muchos grupos se dan cita en la entrada del Museo del Tequila y el Mezcal o también en el bar Tenampa. Allí acudimos al olor de sus parroquianos de antaño: Chavela Vargas, Cantinflas y Pedro Infante, entre otros. La experiencia de intensidad acústica está garantizada, pues para bien y para mal sonarán junto a nuestras cócleas violines, trompetas, guitarras y voces varoniles de mariachi.
Y al anochecer, cuando ya el bullicio del centro nos supere, siempre podemos refugiarnos en la Pulquería Insurgentes de la Colonia Roma Norte. Situada en una casa porfiriana decimonónica —es decir, de la época del presidente Porfirio Díaz— que en su día funcionó como cabaret, sus actuales dueños decidieron especializarse en dos bebidas tradicionales de México: el mezcal y el pulque, un jugo de maguey fermentado. Una enorme jarra de pulque —que puede ir curado con mango, piñón o apio: la imaginación no tiene límites— cuesta 40 pesos (menos de dos euros) y haría las veces de cena por su densidad. Entre recitales de poesía, actuaciones de bandas en directo y exposiciones se nos iría la noche en este local de tres plantas con terraza en lo alto. Pero sería una pena no visitar otro local más, que después nos dejará un grato recuerdo: el Pinchevenancio. Así bautizaron el artista español Miguel Ezpania y su pareja chiapaneca Jeanett al bar que abrieron en la Colonia Narvarte, una de las más manejables de la metrópolis. Anclada en los pasados años cincuenta, de casas bajas y árboles centenarios, a la Narvarte le ha brotado este punto de encuentro que además cuenta con su teatro-búnker, abierto a música en vivo y a las propuestas artísticas de la gente del barrio, pero también a estrellas como la actriz venezolana Teresa Selma, quien a sus 87 años sigue representando allí el monólogo La muerte burla burlando. No es raro acabar allí la noche bebiéndose una cerveza artesanal mexicana o una copa de licor de chile ancho acompañada de unas patatas bravas cuya salsa competiría sin temor con la de muchos locales madrileños. Y es que en la Ciudad de México cualquier idea alocada se acaba haciendo realidad.
Cúpulas, librerías y el Zócalo
Las mejores vistas. Mónica Unikel es chilanga (así se llama a los oriundos de Ciudad de México). En 2010 se hizo cargo de dinamizar la sinagoga histórica askenazi de la calle de Justo Sierra y convertirla en un centro cultural. Conoce muchos secretos del centro de la ciudad; por ejemplo, dónde se encuentran las mejores panorámicas. "Para obtener excelentes vistas a las ruinas del Templo Mayor y de la catedral, recomiendo acudir a El Mayor, un restaurante con terraza techada en la parte alta de la librería Porrúa, situada en la esquina de las calles de Argentina y Justo Sierra".
“En los grandes almacenes Sears, en avenida de Juárez, no hay más que subir al café Don Porfirio, en la séptima planta, para disfrutar de las espectaculares panorámicas de la cúpula del Palacio de Bellas Artes. También se me viene a la cabeza el restaurante La Casa de las Sirenas, en la calle de Guatemala, donde las tortillas se hacen al momento. Se encuentra a espaldas de la catedral, cuyo campanario es otra atalaya perfecta para abarcar la ciudad. En la calle de Guatemala está también el Centro Cultural de España, que tiene un restaurante en una terraza increíble con vistas al Zócalo. Y luego están dos nuevos hoteles con terrazas en la azotea: el Mexiqui y el hotel Domingo Santo, desde cuya coctelería se ve la plaza de Santo Domingo”.
“Ya bajando de las alturas, me gusta siempre pasar por la calle Santísima, donde se establecieron los oaxaqueños que migraron a Ciudad de México. Muchos siguen hablando zapoteco y mixteco entre ellos. Por eso allí se encuentran las mejores quesadillas y tlayudas [tortillas de maíz oaxaqueñas] de la capital.”
Cantinas
Botanas, bigotes y luces de neón. David Lida es escritor. Nació en Nueva York y su último libro es Circunstancias atenuantes (Tusquets). Estableció su hogar en Ciudad de México en 1990, y cuando tiene la oportunidad de mostrar la urbe a un viajero no lo duda: le lleva a visitar cantinas. "Aunque son lugares sin ostentación, iluminados por fluorescentes, con paredes de estuco pintadas de color fruta tropical, tienen mucha personalidad".
“En una ciudad famosa por la desigualdad económica, las cantinas son las instituciones más democráticas. Atraen a un público heterogéneo: por allí pasan burócratas en trajes de poliéster, a veces solos y a veces con mujeres maquilladas de modo extravagante que no son sus esposas. También se ven hombres con bigotes gruesos y botas gastadas, que parecen recién llegados del rancho. Universitarios con tatuajes y piercings, hombres rapados que podrían ser policías, ladrones o las dos cosas. Los sábados por la tarde, algunas cantinas atraen familias enteras, con niños y abuelos”.
“Se puede comer gratis si pides unas copas. Dentro del horario convencional de comidas, que resulta ser cualquier momento entre las dos y las cinco de la tarde, mientras no dejes de pedir alcohol te siguen regalando botanas, el equivalente mexicano de las tapas. Con frecuencia hay seis o siete platos distintos para elegir. Algunas de las mejores y más abundantes botanas se sirven en el Salón Montecarlo (calle Revillagigedo 52, Centro Histórico), La Mascota (Mesones 20, Centro Histórico) y el Salón Casino (Doctor Vértiz 199, Colonia Doctores).”
Mercedes Cebrián es autora del poemario Malgastar (Editorial La Bella Varsovia).
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