Mozart sí, pero no solo
La ciudad austriaca de Salzburgo, flanqueada por los Alpes, invita a perderse por callejuelas donde se respira arte, poesía y música
La ciudad austriaca de Salzburgo vive tan extasiada con Mozart, y todo lo que guarde relación con él, que espero que algunos viajeros menos contentadizos tengan la tentación de buscar otras referencias que no pasen únicamente por las del genio de la música. O por la devoción manifiesta de la ciudad a Karajan, al cual —como a Toscanini— se le ha dedicado una plaza, pero a quien no sé si gustaría la jibarizada estatua que preside el jardín de su hermosa casa, frente al río Salzach. Y si me apuran, por los Salzburger Mozartkugeln, los bombones de la centenaria confitería Fürst, en el Alter Markt, frente al café Tomaselli; ambos locales legendarios. Me imagino que esos viajeros menos acomodaticios se sorprenderán ante la omnipresencia de los lederhosen (pantalones de cuero con tirantes), el traje típico de los campesinos de los Alpes, que los habitantes de la ciudad siguen llevando, incluso con una pizca de orgullo.
La casa natal del poeta Georg Trakl se ha convertido en un museo
Existe otra Salzburgo que puede llevarnos a rastrear, entre otras, las huellas del médico Paracelso, a quien tacharon de curandero, pero que da nombre a una universidad privada; o las del científico Christian Doppler, descubridor del efecto que lleva su apellido. También las de Georg Trakl, Stefan Zweig y Thomas Bernhard. La casa natal de Trakl se ha convertido en un pequeño museo dedicado al poeta y sus versos aparecen a menudo cubriendo las paredes de Salzburgo, como el mejor homenaje que se le podía rendir.
Zweig, en cambio, vive por encima de la ciudad, y su presencia la hallamos en las dos colinas opuestas, a ambos lados del río. En el Mönchsberg se encuentra el centro de investigación que le ha dedicado la Universidad, mientras que en el Kapuzinerberg se sitúa la villa en la que vivió hasta 1934, cuando tuvo que exiliarse. Se llega a la casa subiendo una empinada cuesta, breve pero tortuosa, en la que a derecha e izquierda aparecen las estaciones del Vía Crucis que conduce al convento de los monjes capuchinos. Desde ahí se puede disfrutar de algunas de las mejores vistas de la ciudad. Hace unos meses, frente a la antigua casa del escritor, se colocó en el suelo —¡82 años después!— una placa dorada con los datos básicos de su trágica existencia. Baste recordar que sus libros fueron quemados por los nazis locales en la Residenzplatz.
La presencia de Bernhard, autor que ha influido mucho en la literatura española, es más modesta, pues se limita a una placa en la fachada del Landestheater, con la relación de los títulos y las fechas de las obras que se representaron en vida del autor. Este había llegado a la ciudad en 1943, cuando tenía 12 años y era un estudiante interno. Y allí pasó su juventud, para acabar convirtiéndose después en azote de los habitantes, a quienes consideraba la quintaesencia del conservadurismo católico y del nacionalismo más intolerante. Así puede observarse en alguna de sus obras más autobiográficas, las que escribe entre El origen (1975) y Un niño (1982). Los agravios sufridos debieron de ser tantos —fue rechazado en el Mozarteum, el conservatorio— que prohibió en su testamento que sus obras se representaran en Austria. Un deseo que sus herederos nunca cumplieron.
Schiller y Jaume Plensa
De todas formas, me gustaría creer que los gestores locales han optado por cierto sistema de compensaciones, pues el monumento a Mozart, situado en una céntrica plaza donde nunca faltan músicos callejeros (ni a estos, espectadores), puede complementarse con el dedicado al poeta Friedrich Schiller, situado delante de la Universidad y muy cerca de la Grosses Festspielhaus, o Palacio del Festival, una iniciativa del dramaturgo Max Reinhardt en la década de 1920. A pocos metros, lo que da idea del interés de la ciudad por las artes. En el Furtwänglerpark encontramos cuadros y esculturas de Anselm Kiefer, y no muy lejos, en el patio de la Facultad de Derecho, nos sorprende la imagen de Awilda, la cabeza de una joven dominicana esculpida en mármol por Jaume Plensa, que podría representar a los refugiados que llegan a Austria, con los ojos cerrados, como si deseasen despertar de la pesadilla de sus anteriores vidas. Entretanto, en la Kapitelplatz o plaza del Cabildo, llama la atención la gran esfera de Stephan Balkenhol, con su característico hombrecillo situado en lo alto.
Como Salzburgo es una ciudad pequeña que puede recorrerse a pie, lo mejor es pasearla e ir de acá para allá, entre sus numerosas plazas y calles. E intentar huir siempre de la inevitable Getreidegasse o callejón del grano, que transcurre en paralelo al río y compite en trasiego y gentío con las calles más concurridas de Venecia. La mejor alternativa son las márgenes del río y las ascensiones a los montes cercanos que encajonan Salzburgo.
A la hora de reponer fuerzas, tengan en cuentan que a la comida local se suma la italiana y las cocinas orientales. Debe probarse el plato típico, el tradicional Wiener Schnitzel, una milanesa de ternera. El restaurante estrella es el Goldener Hirsch. Es también muy recomendable y a un precio más asequible, el Triangel, donde habrían de probar la sopa de pescado que se sirve muy caliente si el tiempo acompaña.
Fernando Valls es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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