Lanzarote, belleza telúrica
Cinco excursiones para descubrir los paisajes de la isla canaria y las creaciones de César Manrique
La isla de Lanzarote es una especie de S relajada, 850 kilómetros cuadrados de lava y ensueño tumbados sobre el Atlántico tras emerger a golpe de erupciones. Su perfil oblongo recuerda a aquel signo de la integral tan trajinado en el colegio. Y este territorio africano de nombre artúrico resulta, como el concepto matemático, una suma de elementos infinitos. Nunca se acaba.
Además del reclamo playero y de ese magnetismo telúrico del que gozan los paisajes volcánicos, Lanzarote es la creación del artista local César Manrique , quien, usando la naturaleza como lienzo, reinventó la isla y detuvo en parte el anárquico desarrollo urbanístico que sufrió el resto del archipiélago canario. Hoy, aun saturada de turistas, se paladea la soledad y es una aventura para los niños, un peregrinaje cultural por los hitos de Manrique y otros creadores (como la casa del escritor José Saramago), y un lugar elegido todo el año —bendito clima— por caminantes, ciclistas y buceadores. Produce una seducción tan ancha como sus horizontes mutantes, que a veces sugieren calma y otras inquietud, tan compleja como la amalgama mineral de sus entrañas, atravesada de negros y ocres, teñida a veces de verdes, estampándose en el azul Atlántico. Tan honda es la atracción que los viajeros vuelven constantemente o se quedan, buscando siempre la integral, el infinito.
La isla muestra su mejor cara en otoño. En octubre se calma el viento y el mar, templado, juega a ser Caribe. Ponerse al volante de un coche y enfilar cualquier rumbo nunca decepciona. Aun así, he aquí cinco rutas de un día para paladares eclécticos que quienes vivimos aquí (o nos gustaría) no nos cansamos de recomendar.
Día 1. Cangrejos albinos y un ‘dry martini’
Desde lo alto, Haría parece un pueblecito de belén en el centro del valle de las Mil Palmeras. César Manrique rehabilitó una casa de labranza como taller y último domicilio en esta villa perdida en el norte, hasta que murió en 1992. Es un gusto merodear entre pinceles, esculturas y lo que fueron sus habitaciones, para salir después al mercadillo bajo la sombra de árboles imponentes donde se vende artesanía que no es made in China.
Aunque nada puede impactar más que atravesar la entrada del mirador del Río. Es cegarse de luz y del espíritu de Manrique, el malabarista de paisajes e irrealidad. Una escultura de un pez y un ave preside lo que parece solo una roca y era una batería militar al borde del risco de Famara, a medio kilómetro sobre el nivel del mar. Al otro lado de la puerta aguarda una espléndida perspectiva hacia la variedad de ocres de las cinco islas del archipiélago Chinijo, presididas por La Graciosa y separadas de Lanzarote por un brazo de mar donde descansan las anclas que cortaban los piratas en sus apresuradas huidas. La estancia tiene un aire de puesto de mando de nave espacial. Si pudiéramos volar sobre el mirador, veríamos una serie de terrazas y dos cúpulas sobre el gran risco. La barra de la cafetería, las lámparas, los pomos de las puertas, todo es único, ideado por Manrique y solo podría estar aquí. Para comer, la Casa de la Playa, en el pueblo norteño de Arrieta. Conviene ir antes de las dos o después de las cuatro de la tarde, porque siempre está hasta arriba.
Lo bueno es que un baño en la playa de La Garita antes de devorar cualquier pescado fresco será una forma estupenda de esperar. Tiempo entonces de sumergirse en los Jameos del Agua, una soberbia intervención de Manrique. Bajar las escaleras en el primer jameo (así se llama al agujero resultante del colapso del techo de un tubo volcánico) es como asomarse al centro del mundo con un dry martini en la mano. La vegetación saliendo del basalto cae sobre las barras de bar y una pista de baile frente al reflejo del enorme tubo volcánico inundado donde habitan unos diminutos cangrejos albinos. La delirante combinación incluye una piscina de fondo encalado (donde una vez los niños lanzaroteños se bañaron), un auditorio y un centro para saber más de vulcanología. El sueño continúa al tomar la carretera hacia Órzola, cuando el malpaís del volcán de la Corona y los líquenes conducen al Caletón Blanco, donde la arena juega con las charcas y estas con caracoles y erizos.
Día 2. Un domingo con Almodóvar
Los domingos roban ese rumbo para deslizarse de perfil por lo que los de aquí llaman La Villa, esto es, Teguise, la antigua capital, que cada siete días presta sus callejuelas encaladas y sus casas señoriales al mercadillo más famoso (ojo a los quesos y a las cremas y demás preparados de aloe vera) y donde los locales curan la resaca al sol mientras adivinan los días que llevan aquí esa turba de turistas (250.000 al mes en una isla con 145.000 habitantes y 60 kilómetros de norte a sur) que desfila ante ellos. Después de una caña en La Palmera, un garito de aire hippy con música en vivo y palma en medio del salón, muy cerca, en Tiagua, reciben con vino blanco y queso en el restaurante El Tenique, que sirve comida canaria en cantidades industriales.
Los domingos, Teguise presta sus callejuelas encaladas y sus casas señoriales al mercadillo más famoso de la isla
Si no hace mucho viento la siesta se la lleva la playa de Famara, una explosión de paisaje entre los riscos que miran a la isla de La Graciosa y olas perseguidas por surfistas y sus hermanos con cometa. El fan de Pedro Almodóvar —sí, también el cineasta manchego ha sido presa de la seducción de Lanzarote— eludirá el sueño para husmear entre las casas en forma de habichuela de Los Noruegos, donde se rodó Los abrazos rotos. Así se conoce extraoficialmente a la urbanización de los años sesenta construida por un grupo de nórdicos que quisieron mirar al mar e importaron el diseño hasta en los muebles de madera a medida.
Quien ya esté buscando a César Manrique, lo imaginará de niño, correteando por el espejo privilegiado que ofrece la marea baja al risco de mil colores. Cuando el día no dé para más, agotados por los paseos, el ritual de saltar las olas o bucearlas, en la Caleta de Famara, a un extremo de la playa, se puede coquetear con la ilusión de tener otra vida. La de los jóvenes eternos que viven entre tablas, arena y alguna sustancia psicotrópica. Al atardecer, descalzos, el pelo quemado de sal, consumen botellines y se dejan calentar por el último sol. Para despedirse, una cena con vistas al archipiélago Chinijo en el restaurante El Risco. Y si quedan fuerzas de tomar la penúltima, el LagOmar, residencia integrada en una antigua cantera en Nazaret e ideada por Manrique. Es un lugar para explorar túneles blancos y vegetación tradicional. Nadie sabrá nunca si es verdad que Omar Shariff, que estuvo en Lanzarote para rodar La isla misteriosa al inicio de los años setenta, perdió la casa en una mala partida de bridge. Tampoco importa.
Día 3. Negro intenso
La imagen más nítida de Timanfaya se fijó un atardecer, al cruzar la carretera que atraviesa el parque, bajo los volcanes, pequeñísima en un mar de lava de 200 kilómetros cuadrados. En el coche sonaba Sigur Rós, música de otra tierra magmática. Lloramos. De aquí, concretamente de la erupción que se inició en 1730 y se extendió hasta 1736, surge lo que hoy es Lanzarote, transformando su parte suroccidental. Hay que visitar las montañas de Fuego que escupieron este paisaje único, escuchar en el autobús (solo se puede visitar de esta manera o bien en una excursión a pie) la narración de un cura, testigo de aquel acontecimiento, y aprender lo que es un piroclasto o el nombre del liquen blanquecino que, como un abanderado, reconquista terreno para la flora y la fauna (increíblemente, hay 280 especies). Una especie de platillo volante es la firma de Manrique en forma de restaurante que asa pollos al calor del subsuelo incandescente. Es mejor presentarse allí (la luz también ayuda) a primera hora.
Llena la retina de reflejos lunares, hay que tomar tierra en Uga, pueblo básicamente conocido porque allí se vende, posiblemente, el salmón ahumado mejor del mundo. Los escandinavos que llegaron a Lanzarote en los años setenta anhelaban parte de su dieta. Un matrimonio alemán fundó la Ahumadería de Uga, donde se preparan piezas que llegan de Noruega y Escocia. Desde hace casi 30 años lo lleva una familia canaria.
Ya hechos con el tesoro, la carretera que baja a El Golfo es también un delirio en azul y negro. Los Hervideros se han formado cuando la lava incandescente se topó con el océano en la erupción del siglo XVIII. El súbito enfriamiento creó prismas y columnas que el Atlántico ha erosionado y ahora, en días de mar bravo, el agua sube por los pasillos y las chimeneas convertidas en espuma. Manrique acondicionó el espacio para los visitantes con senderos invisibles. Muy cerca está El Golfo, un pueblo blanco colonizado por restaurantes y con una buena puesta de sol.
Pero es mejor asomarse al verde de la laguna de los Clicos, un cráter inundado cuya agua ha sido teñida por algas dentro de una playa de diminutos guijarros negros en la que se podrá encontrar destellos verdes. Son olivinas. Para comer, un arroz negro o morena frita en el Mirador de las Salinas, con vistas al paraje donde sale la sal con la que se ha ahumado el salmón. La tarde puede llevarnos a cualquiera de las cinco playas de Papagayo, mirando a Fuerteventura y al islote de Lobos. Si la carretera no fuese una pista de tierra (y si no hubiera que pagar, es un paraje protegido) estarían mucho más concurridas. Agua transparente, arena dorada, incluso un chiringuito. Para cenar, la capital del sur, Yaiza, un bonito pueblo de interior. Dos opciones son La Bodega de Santiago, que sirve comida de mercado, o el bar Stop, para un picoteo de tapas canarias.
Día 4. Saramago y La Geria
José Saramago se quedó varado en Lanzarote en 1993. Murió en el pequeño dormitorio de una casa en Tías que es una delicia visitar, por los guías, informados y amantes de la obra, y el legado del Nobel portugués. El lugar del jardín donde se sentaba a ver el mar, su despacho, la biblioteca…, incluso poder saborear un café portugués en la terraza donde él lo tomaba. También el castillo de San José merece una visita en esta mañana de museos; grandes firmas del arte abstracto en una antigua fortaleza de la capital, Arrecife. César Manrique añadió el restaurante, así que otro café es obligatorio. A la hora de la comida, un hallazgo inesperado. El Charco de San Ginés es una laguna de agua marina que funcionó como primer puerto de la isla y que ahora ha quedado en el centro de la capital, salpicada de barquitas. Las albóndigas de sepia de La Raspa serán un buen combustible para viajar a La Geria, una fantasía verdinegra que, como casi todo, tiene que ver con la furia telúrica. Las erupciones del siglo XVIII dejaron el mayor campo de lapilli de Canarias. Los agricultores aprovecharon las propiedades de condensación de esta pequeña piedra porosa para sembrar vides y otras plantas rodeándolas de muros semicirculares para protegerlas del viento. El Grifo, la bodega más antigua de Lanzarote y de Canarias (1775), se puede visitar. La carretera que atraviesa el paraje también se detiene en el volcán del Cuervo, un cono semihundido en cuyo cráter se puede entrar y sentirse como en una película de viajes espaciales. Nos faltaría un baño, a elegir entre arena (Guacimeta, al lado del aeropuerto, con zonas nudistas y otras para perros) o roca (Barranco del Quíquere, muchos escalones compensados por agua transparente. Al final del día Emaxx, un restaurante en Playa Honda, nos llevará a un mundo oriental con sus aderezos inesperados.
Día 5. Paseo entre cactus
¿Un museo de cactus? Suena raro, ¿no? Bueno, pues César Manrique hizo el más espectacular contenedor de estas “plantas suculentas” en una cantera. Casi 5.000 ejemplares de 450 especies. Como siempre, el espacio, ordenado como un anfiteatro y coronado por un viejo molino, es espectacular. El Jardín de Cactus está rodeado de chumberas para el cultivo de cochinilla. Muy cerca está Mala, donde se creó una colonia naturista alrededor del Charco del Palo, una formación de lava en una calita donde el baño es inolvidable si es que el mar lo permite. Gafas de buceo obligatorias. Al norte, otra rada se ha convertido en piscina natural cuya agua se renueva constantemente.
Tan de aquí como Manrique son los teleclubes, centros sociales surgidos alrededor del único aparato catódico del pueblo y donde ahora se abre el apetito con una partida de bolos y luego se disfruta de morena frita, carne de fiesta (guiso de cerdo) o garbanzas (plato de cuchara de esta legumbre) muy económicos y sin un solo turista. El de Tao merece una visita.
El creador de mundos
César Manrique fue diseñador, pintor (cultivó el informalismo matérico), escultor (más colorido y lúdico), quiso ser arquitecto y acabó mirando, al volver de Nueva York en 1966, a través del paisaje de Lanzarote para idear un entorno paralelo. Dijo: "Levantaremos esta tierra" y puso en el mapa del futuro una isla olvidada en la que había nacido en 1919 y en la que murió en 1992 arrollado su coche por un jeep. Manejó la naturaleza, para rescatarla, con respeto reverencial. Peleó por conservar la arquitectura tradicional y por una moratoria urbanística ante quien se pusiera por delante.
Dibujó esculturas para someterlas a los alisios. Hoy son los oníricos Juguetes del Viento. Podía pensar en un mirador y hacer algo más espectacular que el paisaje, ver un agujero volcánico e imaginar un oasis para el hedonismo, hallar una sima y convertirla en su casa. Todo acababa siendo un universo propio diseñado hasta el último detalle. César Manrique creaba mundos (www.fcmanrique.org).
La Fundación César Manrique, la primera casa del creador, está construida sobre cinco burbujas volcánicas. Y la lava entra, literalmente, a través de un ventanal. Además de una exquisita selección de obras de arte de sus contemporáneos, la visita es un viaje a los años del lounge: pista de baile, piscina, siempre encalada, vegetación colgante. Luego se puede volver al agua, a alguna de las playas de Costa Teguise, como Las Cucharas o El Jablillo, protegida por un dique, ideal para nadar y encontrarse con viejas, pejeverdes, sardinillas e incluso alguna raya despistada. Una cena en El Navarro nos dejará satisfechos. Más informal e inesperado, con bocados a precios irrisorios pero deliciosos, es el Bar Moon. No hay que guiarse por los carteles de colores chillones, sino pedir la carta de tapas.
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