Ruta vikinga por los fiordos
Ferris que atraviesan los brazos de mar, cascadas y escalofriantes cortados de granito sobre el agua en la Noruega más salvaje
La naturaleza de Noruega es de las más espectaculares del mundo. Especialmente la región de los fiordos, esos profundos brazos de mar que se adentran en tierra hasta 200 kilómetros, como el Sognefjord. Nos animamos a recorrerlos en coche, desde Trondheim hasta Stavanger. Lo primero es documentarse, por ejemplo en visitnorway.es, fjordnorway.com y en guías como las de Lonely Planet y Anaya, y hacerse con un mapa a escala 1:250.000. Alquilamos un coche de gama media, ya que las carreteras son estrechas y sinuosas y hay largos tramos de carril único con apartaderos. La velocidad media es de 70 kilómetros por hora, y en tramos habitados, 50 o menos. Hay que calcular una hora y tres cuartos para cada 100 kilómetros y unos 70 euros el depósito de gasolina. Son muy estrictos con la velocidad.
Para estar a tono, ponemos música de Grieg, del grupo folk Kvarts o de Di Derre, la banda del escritor Jo Nesbø, y nos dejamos llevar por serpenteantes caminos entre paisajes de enormes paredes de granito verdoso que se proyectan vertiginosamente en el mar, cimas nevadas, profundos valles, casitas aisladas de madera roja y techos cubiertos de hierba, majestuosos glaciares, ríos de aguas rápidas, bosques, lagos, montañas, cascadas… Nos detenemos siempre que podemos en los miradores que jalonan la carretera. La inmensidad del paisaje nos hace sentirnos minúsculos, y en paz el intenso silencio.
Dada la accidentada orografía, cada día atravesaremos túneles kilométricos y tomaremos varios ferris para cruzar los fiordos. Van y vienen continuamente, y cuestan una media de 12 euros por dos personas y un coche.
Desde Trondheim —la Nidaros vikinga—, tras visitar su catedral, el castillo y el casco viejo, y degustar una cerveza artesanal en Mikrobryggeri, enfilamos la carretera atlántica, una inmensa obra de ingeniería que une islas con puentes de trazado imposible.
Desde Alesund, conocida por sus casas modernistas, nos dirigimos a Andalsnes para recorrer la zigzagueante Trollstigen (la ruta de los trols) y ver la Trollveggen, la pared de montaña más alta de Europa (1.100 metros). Seguimos hacia Geiranger, donde tomamos el ferri hacia Hellesylt para disfrutar del impresionante fiordo Geirangerfjord, declarado patrimonio mundial.
En dirección a Stryn se llega a uno de los brazos del glaciar Jostedal, el Briksdal, al que se accede tras una marcha de una hora o tomando un trollcar. Tiene otros brazos: el Nigardsbreen, desde Gaupne, y el Supphellebreen y Bøyabreen, desde Fjaerland, el pueblo de las librerías de lance. Seguimos hacia Sogndalsfjøra, donde no hay que perderse el hotel Kviknes, en Balestrand, otrora lugar de veraneo aristocrático, ni curiosas iglesias de madera (stavkirke) como la de Borgund, del siglo XII, con ornamentos vikingos. En Flam probamos el menú degustación de la rústica cervecería Aegir: cinco platos noruegos maridados con cervezas artesanales. Aquí la atracción es acercarse al mirador de Stegastein, subir al monte Myrdal en un tren que supera un pronunciado desnivel entre saltos de agua o recorrer en barco hasta Gudvangen el estrecho Naerøyfjord, también patrimonio mundial. Seguimos hacia Voss y Granvin por una zona de montaña con estación de esquí, surcada por ríos y cascadas como la Skjervsfossen.
Ya en Bergen, deambulamos por el puerto y entre sus coloridas casas de madera. Aprovechamos para ver el museo Kode, con obras de Munch y Dahl; la casa de Edvard Grieg o la fortaleza donde se recuerda a la princesa noruega enterrada en Covarrubias. Ciudad animada, cuenta con una variada oferta gastronómica: desde los puestos del mercado de pescado hasta restaurantes acogedores como Pygmalion.
Lo aconsejable para ir a Stavanger es dar una vuelta bordeando el Hardangerfjord. Hacia Norheimsund, paseamos por detrás de la caída de agua de la cascada de Steinsdalsfossen y visitamos el decimonónico hotel Sandven. Se puede bajar a Tørvikbygd y tomar el ferri a Jondal para subir al glaciar Folgefonna, o seguir hacia Granvin. Tras cruzar el puente de Hardanger, el más largo del mundo en suspensión, se puede uno desviar hacia Eidfjord, la meseta de Hardangervidda y la cascada de Voringfossen. O dirigirse a Odda y ver desde Kinsarvik la cascada de Husedalen (seis horas de marcha); y en Lofthus, visitar el hotel Ullensvang, donde Grieg compuso parte de la música del Peer Gynt de Ibsen. O, desde Tyssedal, acceder al Trolltunga (lengua del trol), con unas impresionantes vistas sobre el fiordo (10 horas de marcha); y camino de Skare, atravesar desfiladeros con cascadas como la Latefoss, que rompe casi en la carretera.
Stavanger, la capital petrolífera, tiene una coqueta parte de viejas casas de madera y restaurantes. Desde aquí se llega al Preikestolen (púlpito), el conocido balcón cuadrado de piedra que se asoma al Lysefjord desde 600 metros. Se puede ver desde el ferri que va de Lauvvik a Lysebotn, o accediendo en coche y luego a pie hasta la cima. En verano la afluencia de visitantes se dispara, dado que es uno de los recorridos más cortos (cuatro horas) y se dice que fácil, cuando no lo es tanto, con dos largos tramos de acusado desnivel de dificultad media alta. Menos concurrido está el Kjerag (ocho horas de marcha) y su piedra encajada en la grieta de la montaña desafiando al vacío. Aquí termina el viaje, pero aún quedan otros sorprendentes rincones por descubrir. Una buena razón para volver.
Momento Trol
Trollstigen, la carretera de los trols, es una sinuosa ruta de 106 kilómetros con pendientes del 9% y 11 espectaculares curvas cerradas con giros de hasta 180 grados.
Lleva de Trollstigfoten a Stigerora y se ha convertido en una de las visitas turísticas estrella del oeste de Noruega, entre montañas de nombres como Kongen (el rey), Dronningen (la reina) y Bispen (el obispo).
El tramo más famoso y empinado es el que lleva de Geiranger a Eidsdal, y se denomina Ørnevegen, la carretera del águila. Y las vistas más imponentes, las del fiordo de Geiranger desde Ørnesvingen. La carretera cierra los meses de otoño e invierno.
Manuel Florentín es editor y autor del ensayo La unidad europea. Historia de un sueño.
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