El favorito de los Papas en Roma
Bernini dejó en el siglo XVII en las calles y los templos romanos obras maestras de exaltada tensión barroca. De Villa Borghese al Vaticano, una ruta escultórica
La mujer grita, pero su voz no se oye. La mujer corre sin moverse del sitio, lleva siglos parada en su metamorfosis, cabellos cuajados de ramas, hojas tiernas brotando de los dedos, una rodilla fundida en una corteza de árbol. El hombre la alcanza justo en el momento de perderla, una pareja condenada por los siglos de los siglos a tocarse y no tocarse. Hay muchas maneras de decirlo, pero en realidad no hay ninguna manera: quizá la belleza se encuentre más allá de las palabras. Un deseo truncado, un mito trágico, un intento de violación, un bloque de mármol blanco resuelto en energía pura.
Estoy de pie en una sala de la Galería Borghese, en Roma, solo e indefenso ante el Apolo y Dafne de Bernini, rodeado de docenas de turistas y solo ante la eternidad, sin poder hacer nada. He visto antes este bloque escultórico docenas de veces, en fotografías, en documentales, en ilustraciones de libros de arte, pero realmente nunca lo había visto. Garcilaso lo anticipó en un soneto que leí por primera vez hace treinta y tantos años: A Dafne ya los brazos le crecían… Pero nada, ni Garcilaso, ni Ovidio, ni los bancos de imágenes, ni las guías de viaje, me había preparado para la experiencia de primera mano; nada puede compararse realmente a esta conmoción, a esta explosión de luz, al momento exacto en que una piedra cobra vida.
Roma merece un viaje por muchos motivos, y entre esos motivos siempre estará Bernini. La presencia del gran escultor y arquitecto napolitano en calles, iglesias y museos es uno de los sellos distintivos de la Ciudad Eterna, como también lo son Bramante, Miguel Ángel o Caravaggio. Si se escoge el orden cronológico, el recorrido por la Roma de Bernini bien puede empezar por la Galería Borghese. Allí se alzan cuatro de las primeras grandes esculturas de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), cuatro obras maestras que realizó cuando solo era un joven que trabajaba a las órdenes del cardenal Scipione Borghese. El Eneas, Anquises y Ascanio parece un verso de Virgilio puesto en pie. En El rapto de Proserpina, los dedos de Plutón se hunden para siempre en la carne de mármol. Con su David, Bernini se atrevió a seguir los pasos de Miguel Ángel: el pastor ya no está detenido en el momento previo al combate, sino que estira la honda entre sus brazos mientras que arquea el cuerpo un segundo antes de lanzar la piedra. Ese es el momento en el que se instala el arte de Bernini, pleno de tensión, barroco hasta el tuétano.
El reloj de arena
Bernini fue el artista favorito de los Papas durante el siglo XVII, y de las muchas obras que atestiguan su talento como arquitecto destaca la iglesia de Sant’Andrea al Quirinale, una asombrosa síntesis de curvas y elipses. En el Vaticano, Bernini diseñó la plaza de forma oval con dos semicírculos ante los que se levanta la columnata rematada con una balaustrada adornada con las figuras de 140 santos. En el interior del templo, bajo la cúpula, realizó el inmenso baldaquino de bronce con sus prodigiosas columnas salomónicas. También proyectó la decoración de los cuatro pilares que sustentan la cúpula en forma de nichos que albergan cuatro enormes esculturas, una de las cuales, San Longinos, es obra suya. El Vaticano guarda también una de sus últimas obras: el sepulcro de Alejandro VII, una majestuosa alegoría donde la figura de la Muerte, agazapada bajo un cortinaje de mármol sanguinolento, muestra un reloj de arena con el tiempo que se acaba.
En la plaza Navona, Bernini aprovechó el encargo del papa Inocencio X para levantar la fuente más fastuosa e impresionante de Roma —y en ninguna otra ciudad del mundo hay tanta competencia—. Coronada por un obelisco egipcio, festoneada de animales y vegetales petrificados, la Fontana dei Quattro Fiumi es una monumental alegoría de los cuatro ríos más grandes conocidos en la época: el Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata. La otra gran fuente de la plaza, la Fontana del Moro, sigue un diseño de Giacomo della Porta, pero fue Bernini quien esculpió la estatua central. No muy lejos, casi junto al Panteón, se encuentra el Obelisco della Minerva, cuyo pedestal en forma de elefante también es de Bernini.
Guía
- Ryanair, Iberia, Alitalia, Air Europa y Vueling tienen vuelos directos a Roma. Desde 70 euros, ida y vuelta.
- www.turismoroma.it
Si la temática mitológica encumbró a Bernini en sus comienzos, fueron dos encargos religiosos los que representan la cúspide de su arte en su madurez. ElÉxtasis de la beata Ludovica Albertoni, en la iglesia de San Francesco a Ripa, una composición horizontal de una ternura insoportable en la que los pliegues de los ropajes son caricias; elÉxtasis de Santa Teresa, en la iglesia de Santa Maria della Vittoria, una obra sublime en la que asistimos a la transverberación de la santa desde lejos, casi a escondidas. Nuevamente las fotos nos engañan con detalles sacados a través de teleobjetivos y a los que no tenemos ningún derecho. La Santa Teresa está hecha para asomarse a ella de puntillas, de igual modo que en Apolo y Dafne hay que girar en torno a la estatua para ver a la mujer floreciendo, las ramas brotando, el instante exacto de la metamorfosis. Ese instante, el de la transfiguración, es el que se atrevió a esculpir Bernini, un artista que plasmó a la mujer acosada, zarandeada, desgarrada, raptada, extasiada en luz, en amor, en árboles, en vida.
David Torres es autor de la novela Todos los buenos soldados (Planeta, 2014).
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