Isla de Pascua, distrito moái
Senderismo y excursiones a caballo en el remoto enclave chileno donde 900 estatuas misteriosas esperan al visitante
No hay certezas en la isla de Pascua. Rapa Nui, uno de los pedazos de tierra habitados más aislados del planeta, a casi 4.000 kilómetros del continente americano y otros 4.000 de Tahití, al otro lado, deja muchas más preguntas que respuestas. Pero tal vez por eso casi 100.000 personas lo visitan cada año fascinadas por el misterio de sus moáis y de una cultura que estuvo a punto de extinguirse varias veces y de la que aún no se ha podido descifrar ni siquiera su escritura. Se conservan documentos, pero nadie sabe leerlos. Por eso todo es leyenda en Rapa Nui, tradición oral que pasa de una generación a otra confundiendo realidad y fantasía mítica.
Esta isla triangular, cuyo lado más largo mide 24 kilómetros, es un espectáculo para la vista, pero sobre todo para otros sentidos más profundos. Incluso antes de aterrizar, el viajero ya percibe que está en un lugar especial, un punto legendario de aventureros. El avión recorre los 4.000 kilómetros desde Santiago de Chile (la isla es territorio chileno desde 1888 y todos allí hablan español, uno de los grandes alicientes para el viajero castellanohablante) sin que desde la ventanilla se vea nada más que la inmensidad del océano Pacífico. No hay rastro de humanidad entre el continente y Rapa Nui, que está literalmente en medio de la nada. Ni siquiera se ven barcos en el camino.
Y de repente, aparece en medio de ese vacío azul un pequeño pedazo de tierra triangular y redondeado que emerge del agua con los cráteres de sus volcanes y los grupos de moáis sobre sus costas. El avión de LATAM, el único que hace el recorrido una vez al día, pasa por encima de la isla, da la vuelta y aterriza en una pista que va de mar a mar. Si se pasara un poco, el avión caería al agua. Pero la pista es grande, pensada para aviones enormes. Son los únicos que pueden viajar a Rapa Nui: los pequeños no tienen autonomía para alcanzar un punto tan lejano. En el aeropuerto no hay avionetas, ni helicópteros, nada. Sería inútil: no podrían llegar a ningún lado.
Barcazas de carga
Cuando el avión se vuelve a marchar camino de Santiago de Chile, la única manera de escapar de la isla hasta el día siguiente es el barco. Pero Rapa Nui ni siquiera tiene un puerto grande —su costa volcánica es demasiado escarpada—, así que las naves se quedan lejos, en alta mar, y se conectan con barcazas que traen las cargas. De allí llega todo: los coches, la gasolina, el material de construcción, incluso el gas con el que calientan el agua. Cuando hay mala mar y no pueden descargar, pueden estar semanas sin gas. En septiembre pasó y hubo un atasco en el pueblo cuando al fin llegaron las garrafas, algo impensable en una isla donde la prisa no existe.
El turismo ha crecido y ahora hay aviones a diario, que traen de todo de Santiago, pero hasta hace poco era uno por semana. La única farmacia de la isla se abrió hace tres años. Apenas se ven algunos canales de televisión, Internet llega con dificultad.
Los habitantes siguen luchando por conservar su isla casi intacta. Hasta ahora lo han conseguido
A las pocas horas de estar en la isla domina la sensación de que todo gira en torno a ella. Durante centenares de años no había apenas conexión con el mundo exterior, y el universo de los rapa nui se acababa en sus costas. Tal vez por eso ellos llaman a su isla Te Pito O Te Henua (el ombligo del mundo). Desde lo alto de los volcanes se aprecia perfectamente la curvatura de la tierra y se imaginan esos 4.000 kilómetros de agua que nos separan del resto del mundo.
Todo contribuye a un aislamiento que al principio inquieta y a las pocas horas produce una adictiva bajada de revoluciones. Aquí no existe el estrés. Rapa Nui es la desconexión total con el mundo occidental, con la modernidad —aunque ahora hay una oficina del Banco Santander para recordarnos que la globalización avanza—.
Aquí el tiempo se usa para hacer preguntas. Sobre todo las que devoran las horas de decenas de arqueólogos que han dedicado su vida a estudiar a los ancestros de una isla que llegó a tener solo 111 habitantes, después de tragedias, guerras civiles, hambrunas y ataques desde el continente para llevarse a los hombres como esclavos. Ahora su población ronda las 6.000 personas. Casi todos son, de alguna manera, familiares.
Seis metros de altura
La principal pregunta que fascina al viajero es simple de hacer pero aún no tiene respuesta clara. Los moáis, esas enormes estatuas de forma humana que presiden las zonas más bellas de la isla y servían para honrar a antepasados ilustres, pesan 30 toneladas y miden 6 metros de media. Todo en una sola pieza de piedra tallada en la montaña Rano Raraku. ¿Cómo hacía para moverlos durante 10 o 15 kilómetros atravesando montañas y valles una civilización que no conocía la rueda?
Cientos de científicos de todo el planeta han buscado la respuesta, con experimentos de todo tipo, y sigue habiendo una gran división de opiniones. Pero para los rapa nui es más simple. “El problema del hombre blanco es que no cree en nada”, se ríe el alcalde, Pedro Pablo Edmunds, que es rapa nui “de 85 generaciones”. Aprendió de niño todo su árbol genealógico y puede recitarlo completo, algo habitual entre los más veteranos. “Ustedes no son capaces de creer en la respuesta más simple: los rapa nui movieron los moáis con su bien más preciado: el tiempo. No tenían prisa, el trabajo podían terminarlo sus hijos o sus nietos. Pero ustedes necesitan números, cálculos, ciencia. Nosotros tenemos nuestra tradición oral y ahí se explica todo”, se ríe.
Sin embargo, al visitar la cantera de Rano Raraku, donde algunos moáis —uno de ellos de 23 metros— quedaron a medio tallar en la roca y otros ya acabados semienterrados en las faldas de la montaña, la pregunta es inevitable. Es difícil imaginar cómo mover esos colosos sin romperlos con la tecnología actual. Hacerlo con la del siglo XIII, sin ruedas, y desde 1600 incluso sin árboles, es casi imposible.
Trasladados de pie
Además todas las hipótesis modernas aseguran que los desplazaban erguidos, y no tumbados, lo que agranda la hazaña. “No hay ninguna explicación que sirva para el traslado de todos los moáis. Solo sabemos que siempre se llevaban de pie para respetar la espiritualidad de las personas a las que representaban. Si caían en el camino eran abandonados, significaba que no eran buenos. Y siempre se colocaban mirando a la aldea para protegerla”, cuenta Sebastián, el guía experto en moáis de la empresa Mahina. Por eso no miran al mar, sino al interior, donde estaban los hombres. Todos salvo siete de ellos. Algunos creen que representan a los primeros siete exploradores en llegar. Otros, que en realidad miraban a otra aldea y no al mar. De nuevo todo es duda, leyenda, teoría.
“Los rapa nui movieron los moáis con su bien más preciado: el tiempo”
El misterio no solo está en cómo los movían, sino en quién les enseñó a hacerlos y por qué tienen esa forma particular, un tercio de cabeza y dos tercios de cuerpo con una nariz desproporcionada. No existe algo así en ningún lugar del mundo. Algunos apostaron por una influencia incaica, pero la hipótesis no ha cuajado. “Hace 12 años se hicieron estudios genéticos y se confirmó que los rapa nui son polinésicos”, asegura Sebastián. Parece que los incas nunca llegaron tan lejos.
La cantera de Rano Raraku es un viaje perfecto en el tiempo, y una de las estrellas de la isla. No es fácil encontrar en todo el planeta un lugar así, donde el tiempo quedó detenido. Tal vez solo en Pompeya se pueda imaginar como aquí el instante en el que una cultura se detuvo, con los moáis a medio hacer.
A pocos metros de allí está el resultado de esa cantera, el trabajo acabado en su máximo esplendor: los 15 moáis de Tongariki. Están al borde del océano, y al amanecer, durante el verano austral, el sol sale del mar detrás de ellos, un espectáculo sobrecogedor.
El alcalde se ríe al hablar del hombre blanco, pero no es broma. Los rapa nui miran con desconfianza cualquier cosa que venga de fuera, de los contis, como llaman ellos a los chilenos continentales y al resto de foráneos. Tienen motivos. De fuera vinieron tragedias, enfermedades que sus cuerpos sin defensas no soportaron, dominaciones, explotación —durante años tuvieron prohibido moverse por el norte de la isla, vendido a una empresa ovejera—, e incluso hablar en rapa nui.
Lo que más temen ahora es acabar como Tahití, sus primos hermanos. Sus lenguas son similares. Allí se refugiaron muchos de ellos de guerras y hambrunas. Tahití, territorio francés, es un paraíso turístico, mucho más rico que Pascua, pero sus mejores playas están en manos de las grandes cadenas hoteleras internacionales. Y eso es lo que los rapa nui, con su espíritu indomable, han conseguido evitar: aquí, por ley, toda la tierra es suya. Nadie que no tenga un padre o madre descendiente directo de los habitantes originales puede comprar un terreno en esta pequeña isla. Eso la hace aún más especial.
Pero aun así tienen miedo de perder su paraíso. “Tenemos que cuidar esto para la humanidad. Es único. No puede venir más gente a vivir. Se van a perder nuestras costumbres, ya se está perdiendo el idioma. Viene gente del continente como turista y se queda, se pone un taxi. Llevo 20 años de alcalde y he visto duplicarse la población. En Hong Kong, un territorio que es la mitad de Rapa Nui, viven tres millones de personas. Y seguro que son felices. Pero nosotros no queremos eso”, exagera el alcalde.
Paseando por la isla es difícil entender esa inquietud. La sensación de soledad es absoluta. De vez en cuando aparece en medio de la nada un hombre solo a caballo con vestimenta militar. Son los iorogos, una especie de hippies locales, aislados dentro de la isla. Viven alejados de la minúscula sociedad concentrada en Hanga Roa, el único pueblo de Rapa Nui. Fuera de allí todo es parque natural, moáis y soledad. Incluso la cárcel, donde solo hay un preso por asesinato —mató a su esposa en 2003—, apenas tiene vigilancia. No hay donde escapar. “Todos somos prisioneros del mar”, resume Tito, un guía que como casi todos los rapa nui tiene tatuajes por todo el cuerpo que sobresalen por su cuello hasta la oreja.
Arena rosada
Los moáis dominan cualquier viaje, pero salvo largos paseos en coche — solo hay una carretera de lado a lado y se acaba rápido—, en la isla se puede hacer de todo. La estrella es el senderismo para recorrer las maravillas arqueológicas, pero además triunfa el submarinismo en sus aguas claras —el aislamiento también se da debajo del agua, un tercio de los peces son autóctonos, de colores espectaculares—, la pesca de alto nivel, el surf, las excursiones a caballo, o simplemente el descanso en playas como Anakena, de arena blanca casi rosada. Playas así hay en otros lugares. Pero ninguna está presidida por un grupo de moáis. Allí solo hay turistas, es raro ver un rapa nui. “Eso es para los contis, a nosotros no nos gusta la arena, nosotros nos lanzamos al agua desde las rocas”, explica Tito.
“Este es el museo al aire libre más grande después de Egipto. La gente viene a descansar, pero sobre todo a conocer esta cultura única”, dice Andrés Sanhueza, gerente del Hanga Roa, un hotel ecológico que es el más conocido de la isla. Todos los turistas llegan con la idea de que hay que ver este lugar al menos una vez en la vida. Hay aviones exclusivos que ofrecen la vuelta al mundo en tres semanas por 100.000 dólares e incluyen la isla de Pascua como punto central en el Pacífico. Es frecuente ver a famosos de Hollywood. Y este año ha sido el lugar elegido para lanzar la campaña mundial de lucha contra el cáncer de mama, en una ceremonia presidida por un imponente moái iluminado en rosa.
En Hanga Roa incluso la cárcel, en la que solo hay un preso, apenas tiene vigilancia
Pero en Rapa Nui hay todo tipo de viajeros, no solo famosos. Se puede ir al Hanga Roa o al lujoso hotel Explora, escondido en una costa casi inaccesible y especializado en excursiones de alto nivel, pero también se puede alquilar por poco dinero una cabaña construida en el jardín de la casa de un rapa nui. La isla no distingue y los moáis son accesibles a todos.
Otro de los espectáculos recomendables es la misa cantada en rapa nui todos los domingos. El cura, católico, viste plumas en la cabeza mientras los feligreses con camisas de flores tocan guitarras españolas, un bandoneón y quijadas de caballo, en un derroche de sincretismo. El agua bendita se recoge en una ostra gigante. La población es tan escasa que el sacerdote puede leer los nombres de todos los fallecidos en el año antes de empezar la misa.
Otros turistas aprovechan la Tapati, el carnaval, entre la última semana de enero y mediados de febrero, cuando vuelven a casa todos los rapa nui que viven fuera y se juntan 16.000 personas, con competiciones de deportes ancestrales como el peligroso descenso de las laderas de los volcanes en trineo de troncos de plátano.
Estas batallas recuerdan el gran desafío que cada primavera enfrentaban hace 300 años los llamados hombres pájaro, que descendían por un acantilado descomunal desde la aldea de Orongo para nadar hasta un islote, el Motu Nui, donde anidaba un ave autóctona, el manutara. Allí tenían que ser los primeros en lograr un huevo del manutara, volver con él a la isla y subir el acantilado sin romperlo para convertir a su aldea en la reina de ese año.
Ese tiempo glorioso pasó, pero los rapa nui siguen luchando por conservar su isla casi intacta. Hasta ahora lo han conseguido. Y el turista será invitado a continuar esa tarea. Es casi imposible no engancharse con el remolino de leyendas mágicas de un mundo en peligro de extinción constante que envuelven al viajero nada más aterrizar. Poco importa si son reales. Nadie busca certezas en este lugar perdido del planeta. Solo hay una que lo acompañará mientras contempla desde el avión cómo se aleja ese pedazo de tierra en medio de la nada: no puede dejar de verlo al menos una vez en la vida.
Guía
Isla de Pascua tiene una superficie de 163,6 kilómetros cuadrados.
Turismo de Chile tiene un apartado dedicado a Pascua.
LATAM vuela desde Santiago de Chile. Con tiempo se pueden encontrar vuelos de ida y vuelta desde unos 360 euros.
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