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Lisboa en ‘tuk-tuk’

Desde la catedral al castillo en un vehículo de tres ruedas, la capital portuguesa despliega su equilibrado urbanismo

Un 'tuk-tuk' ante la Catedral de Lisboa.
Un 'tuk-tuk' ante la Catedral de Lisboa.Getty

Entro en Lisboa por el impresionante puente del 25 de Abril, sobre el estuario del Tajo. Es curioso que en ocasiones el ser humano, al tomar conciencia de su pequeñez ante lo que le rodea, se sienta, en aparente paradoja, grande, importante. Y así me siento por un momento mientras lo cruzo. Y entonces decido recorrer Lisboa como alguien importante, no sujeto a planes preestablecidos. Simplemente callejear, ver, improvisar, ser desordenado y capaz de saltarme, por ejemplo, el Museo Gulbenkian. Zambullirme caprichosamente en esta maravillosa ciudad.

javier belloso

Tras ser arrasada en 1755 por un terremoto, seguido de un maremoto y unos pavorosos incendios, que acabaron con el 85% de los edificios y un tercio de la población, Lisboa tuvo que reinventarse, ¡y qué bien lo ha hecho! Es una ciudad moderna en la que, pese a todo, sobreviven los pequeños comercios tradicionales, y en la que caben las callejuelas enmarañadas de Alfama o el trazado ortogonal de la Baixa. Bajo por Liberdade, llena de tiendas de lujo, hacia la Baixa y el Chiado, hacia sus afamadas plazas. Se suceden las pastelerías y heladerías, los restaurantes, las vinotecas. En la plaza da Figueira tomo el tranvía 15 para ir a Belém. Entretengo la espera en la parada viendo la estatua ecuestre de João I con su cetro y casco con penacho, en el que a veces se posa una paloma, a veces una gaviota.

El mítico tranvía 28, en Lisboa.
El mítico tranvía 28, en Lisboa.getty

Ir en tranvía por Lisboa es una buena idea. Ir en el 15, pésima: se llena. Voy durante 50 minutos como un turista en lata, pero al menos me esperan el monasterio de los Jerónimos, el más esplendoroso ejemplo de la arquitectura manuelina; la torre de Belém, también manuelina, desde la que se vigilaba el estuario, originalmente en una isla y, por obra del famoso terremoto, hoy en tierra firme; y el monumento de los Descubrimientos, que tiene algo de mazacote, pero que emociona si desde su base se mira el mar inmenso, pues desde ahí partió Vasco da Gama hacia lo desconocido. Callejeando, veo la escultura de un gato, en una pared, hecha por Bordalo II con piezas de automóviles y otros desechos, y pintura. Lisboa es, también, la ciudad de los grafitis, referente del arte callejero.

En la Associaçao Regional de Vela do Centro, un restaurante que da al estuario, como un rodaballo que me permite seguir encantado con Lisboa durante unas horas más. Regreso al centro. Cansado, y tras haber aprendido a temer las cuestas, alquilo un tuk-tuk para recorrer Graça y Alfama, y acabar en San Jorge, el castillo que domina la ciudad. Los tuk-tuks, vehículos de tres ruedas de alegre colorido, típicos de Asia, se han puesto de moda, hasta convertirse en un enjambre que se quiere limitar. El guía, cuyos conocimientos históricos son tan poco fiables como los míos, hace diversas paradas, entre ellas una en la Sé (catedral), sobria, elegante en su engañosa tosquedad; otra en el mirador de Nuestra Señora del Monte, el más alto de la ciudad, y entre unas y otras voy viendo fachadas con azulejos, calles estrechas, un grafiti de Alexandre Farto (Vhils) que representa a Amália Rodrigues, la gran cantante de fado. Desde el castillo, con sus grandes torres y murallas, vuelvo a gozar de una vista de pájaro de Lisboa, de sus tejados rojos, sus casas blancas, el Tajo majestuoso…

Elevador de Santa Justa, en la Baixa lisboeta.
Elevador de Santa Justa, en la Baixa lisboeta.Frank Lukasseck (Getty)

Urbanismo pombalino

Regreso a la Baixa. Subo al mirador de Santa Justa. Una vez arriba, olvido el tiempo tediosamente perdido en una cola y vuelvo a disfrutar de las vistas. Camino por la Via Augusta, enfilada con el arco de Triunfo que da acceso a la plaza del Comercio, bello ejemplo del urbanismo del marqués de Pombal. En los soportales de la plaza busco el café Martinho da Arcada, fundado poco después del terremoto, uno de los preferidos por Pessoa, poeta casi tan inabarcable como el Atlántico. Camino después al café A Brasileira, también frecuentado por Pessoa, en la Rua Garret, llena de tiendas, corazón del Chiado. En su terraza está la archiconocida escultura del poeta a cuya mesa, también de bronce, los turistas se sientan para fotografiarse. Cerca de allí se halla Honorato, una franquicia donde dan excelentes hamburguesas, en locales puestos con buen gusto, luces tenues y maderas oscuras.

Salgo. Cae una tormenta que embellece aún más fachadas, tejados y adoquines, haciéndolos brillar. Las calles se llenan de charcos, y es muy fácil resbalar. Me doy cuenta de que, pese a mis intenciones, me he comportado como un turista del montón, subiendo al elevador de Santa Justa, yendo a Belém en el 15, alquilando un tuk-tuk. Y encima, de los más incultos o perezosos, pues lo que sí he cumplido es saltarme el Gulbenkian. Me distraigo, deprimido por tales pensamientos, y meto un pie en un charco hasta el tobillo. El pequeño contratiempo me consuela. Al fin he conseguido lo que me proponía: zambullirme, modestamente, en Lisboa.

Martín Casariego  es autor de la novela El juego sigue sin mí (Siruela).

Guía

Cómo ir

» Easy Jet vuela de Madrid a Lisboa por unos 100 euros ida y vuelta en algunas fechas del mes de agosto; Iberia, por unos 160 euros; Air Europa, por unos 115, y Tap, por unos 171 euros. Información

» Turismo de Lisboa.

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