Nostalgia de las caravanas
Shiraz, en Irán, dio nombre a una variedad de vino y conserva históricas mezquitas y antiguas postas de la ruta de las especias. Aquí vivió en el siglo XIV Hafez, poeta místico sufí
La ciudadela de Karim Khan sorprende con su estampa de gruesos muros de piedra y torreones circulares en pleno centro de Shiraz. Le otorga un aspecto guerrero contrario a su fama y a su historia: una ciudad célebre desde hace dos mil años por su cultura, sus jardines y sus poetas.
Guía
Información
Turkish (www.turkishairlines.com) y Qatar (www.qatarairways.com) vuelan desde Madrid y Barcelona a Shiraz y a Teherán, escala en Estambul o en Doha.
Embajada de Irán (www.iranembassy.es). Para estancias de 15 días: Visa on Arrival: www.iranianvisa.com
Laureles que confirma, al otro lado del río, el mausoleo de Hafez, místico sufí del siglo XIV, el gran maestro de la lírica persa y cuyos poemas parece ser que no faltan en ningún hogar iraní. Autor de versos como los que siguen: “El amor es un mar que carece de orillas, / y en ese mar sin límites no hay ayuda posible. / Quien zarpa nunca más pone su vista en tierra, / y aun así, cuán feliz estoy de este viaje”.
El mausoleo es muy sencillo, comparado con los de los santos islámicos que encontraremos en esta y en otras ciudades del país. Un templete rodeado de jardines que cada tarde se llenan de iraníes, en su mayoría mujeres, que vienen a dejar flores sobre la tumba del poeta, posan unos dedos sobre el alabastro y recitan algunos de sus versos, como han hecho durante siglos, para obtener los mejores augurios. Poemas que ensalzan a las mujeres, al amor terrenal y al vino. Justo lo que en la actualidad se oculta: “Dos litros de vino añejo, y dos viejos amigos / que conozcan el mundo y entre sí se conozcan, / un rincón del prado, un viejo libro, / el fluir de un río. / Así de simple comienza y termina todo / lo que le pido a Dios; quédense con el resto”.
Igualmente animado se halla el Bazar, aunque aquí no reine el silencio, sino un bullicio discreto de compradores y comerciantes. Me he internado bajo las bóvedas de ladrillo y azulejos de sus intrincados corredores. Desembocan unos en otros o en antiguos caravasares. En estos, las posadas de las caravanas han sido transformadas en casas de té, alrededor de las fuentes donde antes abrevaban los caballos y los camellos de las rutas comerciales. Más tarde, uno se encuentra frente a la bella portada de la mezquita Vakil: un patio rodeado de porches y una grandiosa sala de oraciones. A su vera, el antiguo hammam, hoy museo.
En el Bazar, junto a las decenas de tiendas de alfombras tradicionales y tapices de retratos de princesas y huríes, se alternan los puestos que venden pétalos de rosas, flores secas, dulces sabrosos y una gran variedad de hierbas y especias para ensalzar los sabores de la cocina farsi. Abundan las perfumerías, las joyerías, y sorprenden las tiendas de ropa interior femenina y de vestidos muy cortos y buenos escotes, en total contraste con las habituales túnicas negras hasta el suelo y pañuelos también negros sobre la cabeza con que la mayoría de las mujeres visten en la calle: fantasmas negros de máscaras blancas. Pero como nos diría una joven ilustrada: “Antes se solía rezar en privado e ir de fiesta en público. Ahora, desde la revolución de Jomeini, se hace justo al revés”.
Olor de naranjos y rosas
En los jardines de Eram, en la esquina noroeste de la ciudad, donde esta colisiona con las montañas, cuyas laderas estuvieron en tiempos plantadas de viñas –de aquí viene la variedad shiraz, nombre que han guardado los vinos australianos y que los franceses llaman syrah−, las gentes pasean al atardecer alrededor del estanque, entre los altos cipreses y el aroma de los naranjos y de las rosas. Hay parejas, ella y él, o maestro y discípulo, sentadas sobre el césped brillante. Muchas jóvenes, el hijab azul, rosa o granate, sostenido justo detrás de la cabeza, sobre el moño bien levantado para mostrar la parte superior de sus cabellos, desafiando la ley islámica, me saludan con una sonrisa franca; las mayores, bien envueltas en sus chadores negros, me miran con una curiosidad severa. Un grupo de colegialas, joviales y bulliciosas, me rodean para preguntarme de dónde vengo y cómo me llamo. No serán las primeras que me confiesen que están hartas del pañuelo sobre la cabeza y que me hagan partícipe de su deseo de conocer mundo.
Por toda la ciudad, en los restaurantes y en los cafés, encontraremos la misma acogida curiosa, educada y simpática. Mezquitas y mausoleos son otro cantar. A la entrada de algunos, como el fastuoso Shah−e Cheragh, te cachean, y las cámaras de fotos están prohibidas. Habrá que ser muy discreto para fotografiar desde los patios el conjunto de fachadas, cúpulas y minaretes recubiertos de filigranas de yeso y cerámicas esmaltadas, y, tras haber dejado los zapatos en las consignas, el interior, con sus bóvedas y arcos resplandecientes de espejos de las salas de oraciones y de los santuarios que cobijan los sarcófagos de los hombres santos.
El guardián de la pequeña mezquita Nasir−al−Molk, sin embargo, te anima a venir por la mañana a buena hora. Es entonces cuando los rayos del sol atraviesan los ventanales de cristales policromados y proyectan sus colores en una fiesta de azules, granates, verdes y amarillos sobre las columnas y alfombras. Termino mi periplo en otra mezquita mausoleo que no figura en las guías, la de Seyed Alaeddin Hossein, donde vuelvo a encontrar el ambiente de recogimiento y plegarias en un nuevo decorado de espejos, mosaicos y arabescos.
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