En busca de los Kalinga en Filipinas
Ruta por el norte de la isla de Luzón para visitar las remotas aldeas de esta ancestral tribu que seccionaba las cabezas de sus enemigos
Lejos de las espectaculares playas que tanta fama le han dado, Filipinas ofrece destinos sorprendente en el interior de sus islas. Se trata de lugares habitados todavía habitados por tribus indígenas, algunas de ellas prácticamente aisladas del mundo moderno. Entre estos pueblos se encuentran los antiguos Cazadores de Cabezas, como los Kalinga, una de las comunidades asentadas al norte de Manila, en la isla de Luzón.
Los Kalinga tienen un marcado pasado guerrero y han logrado mantener muchas de sus tradiciones a pesar de las interferencias externas. Los misioneros españoles no pudieron llegar hasta muchas de estas zonas debido a lo abrupto del terreno y la propia enemistad mostrada por los indígenas, por lo que la conversión al catolicismo no se expandió como en otras zonas de la isla. Posteriormente, a principios del siglo XX, los estadounidenses se encontraron con una férrea resistencia en la región montañosa y durante la Segunda Guerra Mundial los soldados japoneses se vieron sorprendidos en sus emboscadas.
Son conocidos como los Headhunters (Cazadores de Cabezas), pues seccionar las cabezas de los enemigos fue un hábito ancestral de la tribu, casi una ceremonia religiosa: estaba destinada a asegurar buenas cosechas de arroz, sobre todo en años de escasez. Otras veces, las cacerías se producían debido a las constantes enemistades entre las diferentes tribus locales, que generaban guerras periódicas.
La decapitación está hoy extinguida y la mayoría de tribus de la región han aceptado un tratado de paz establecido en los años 70. Los últimos rituales de preparación destinados a planear redadas de los que se tienen constancia fueron perpetrados a mediados del siglo pasado. El cese de las guerras y las enemistades, así como la llegada de la modernización, diluyó el auténtico espíritu tribal y guerrero de los Kalinga, aunque todavía hoy quedan algunos poblados aislados en el interior de la espesa jungla que se extiende hacia el este del río Chico, cauce que cruza de Norte a Sur la Cordillera, zona montañosa del norte de la isla. Sin comunicación por carretera y ajenos casi a la civilización, muchos locales recomiendan no visitar estas aldeas remotas por temor a que los viajeros no sean bien recibidos.
Turismo ecológico
La mayoría de turistas que viajan al norte de la Luzón se concentran en las provincias más meridionales, donde se encuentran las espectaculares terrazas de arroz de Banaue, región con una consolidada infraestructura hotelera. Más al norte, sin embargo, el tiempo parece detenerse, la carretera se agrieta y el viaje se ralentiza bordeando el río Chico, entre un espectacular paisaje de valles y montañas. No hay apenas industria turística establecida en la zona, así que los Kalinga han establecido su propio modelo.
Son varios pueblos los que ofrecen una estancia local donde los huéspedes son alojados en diferentes casas sin ningún tipo de lujos. Se come arroz tres veces al día, la ducha es un cubo de agua fría, hay que colaborar en las tareas de la casa y se duerme en el suelo, como los demás integrantes de la familia. De esta forma, el visitante deja de ser un turista y se integra en la comunidad para vivir dentro de ella.
Para llegar a Buscalan, uno de los enclaves más conocidos, hay que ascender a pie la montaña durante una hora ya que no hay carreteras que se adentren hacia el interior selvático. En el camino se contemplan varias pancartas comunistas anunciando la posible presencia de miembros guerrilleros del New People´s Army, aunque raramente atacan a civiles.
La última tatuadora
En Buscalan reside la más famosa tatuadora guerrera del país. Se llama Fang Od, tiene 94 años y lleva practicando el arte del tatuaje durante décadas. A pesar de su avanzada edad, su estado físico y flexibilidad es envidiable, moviéndose de un lugar a otro como si fuese una adolescente. Casi a diario, sube en solitario las colinas que bordean el pueblo para trabajar en los arrozales, al igual que hacía su madre, una tradición que no desea romper.
Nadie sabía nada de ella hasta que National Geographic le dedicó un reportaje, tras el que llegaron decenas de artículos y documentales de los más prestigiosos medios locales e internacionales. Cuando le preguntan por su fama ella se sonroja como una niña, pero está muy feliz de que la visiten cada día desde todas las partes del mundo. Ella vive por y para los tatuajes y espera cada día la llegada de nuevos clientes. Nunca se ha casado, lo cual es algo poco común en la tribu, pero con una sonrisa pícara cuenta con los dedos de las dos manos todos los novios que ha tenido en las aldeas cercanas.
La tribu de Buscalan, llamados Butbut, se ha modernizado recientemente y en apenas unas décadas han perdido muchas tradiciones ancestrales. Aunque todavía no hay internet ni cobertura para el móvil, sí reciben el correo una vez a la semana. Quizás el cambio más grande fue la llegada de la electricidad hace seis años y, con ella, las televisiones y el contacto con el mundo exterior. Paradójicamente, el arte de los tatuajes guerreros, casi en extinción, ha resucitado con la llegada del turismo e incluso ahora una familiar de Fang Od está aprendiendo el oficio para que no se pierda con ella.
Aun así, Buscalan está todavía fuera de la ruta comercial y apenas tres o cuatro turistas aparecen cada día por la aldea, la mayoría para tatuarse o para conocer a la artista, quien los acoge en su casa. Fang Od suele recibirlos con una inmensa sonrisa y les invita a dormir en su propia estancia, repleta de fotografías y reportajes sobre ella y su tribu.
Los tatuajes eran realizados antiguamente a aquellos guerreros que habían participado ferozmente en las batallas o en las cacerías de cabezas humanas. Un mayor número de tatuajes significaba un mayor rango y respeto debido a su bravura, y se iban acumulando en las muñecas, manos, pecho, barriga e incluso en la cara, en función del número de bajas enemigas causadas en el enfrentamiento. Fang Od todavía recuerda cómo los hombres regresaban a la aldea con las cabezas de los soldados japoneses seccionadas en sus manos, durante la Segunda Guerra Mundial. Los tatuajes eran apreciados por los hombres por tres razones: inspiraban miedo en los enemigos, respeto entre los jóvenes y admiración entre las mujeres. Para ellas, que no podían participar en las batallas, las marcas medían la madurez de cada hombre y eran símbolo de belleza.
Con el paso del tiempo, bien por pérdida de interés o por un excesivo respeto al ritual guerrero, las nuevas generaciones dejaron de tatuarse, aunque los Kalinga conservan todavía alguna otra de sus tradiciones ancestrales. Eso sí, los jóvenes del pueblo empiezan a pensar actualmente algo que a sus antecesores nunca se les pasó por la cabeza: migrar hacia las ciudades en busca de una vida mejor, atraídos por las comodidades y los atractivos urbanos.
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