No pises la isla de los pájaros
En panga por el río San Juan en una fascinante ruta nicaragüense
En estos tiempos de turismo higiénico en los que las ciudades y los paisajes se parecen cada vez más unos a otros, Nicaragua es todavía un país milagroso. Perviven en él la selva, la brutalidad de la naturaleza y el aire primitivo de los lugares que pertenecen a otra época.
En Nicaragua hay dos ciudades hermosas, de trazo colonial, que merecen una visita reposada: León, donde creció y luego murió Rubén Darío, y Granada. Hay imperiosos volcanes de silueta perfecta y cráter humeante, como el Concepción, en la isla de Ometepé, o el Masaya. Hay playas solitarias y cálidas en las que los bosques llegan hasta el borde de la arena y los lagartos se solean en paz. Hay todo eso y más, pero la zona mágica del país, que ningún buscador de atlántidas y eldorados debería dejar de visitar, es la del río San Juan.
Cuando los ingenieros estudiaron en el siglo XIX la geografía centroamericana en busca del lugar óptimo para construir un canal marítimo que uniera el Pacífico con el Atlántico, llegaron a la conclusión de que una de las dos rutas posibles estaba en territorio nicaragüense, en el sur, atravesando el gran lago Nicaragua y siguiendo luego el curso del río San Juan hacia el este. Esa ruta, remontando el río desde San Carlos hasta la pequeña ciudad de El Castillo, resulta hoy apasionante. No hay comunicaciones terrestres, sólo la corriente fluvial adentrándose en una región salvaje.
A San Carlos se llega en autobús desde Managua. Es una población deslucida en la que no merece la pena hacer noche, pero justo enfrente, en la embocadura del río, aislado en una lengua de tierra, hay un hospedaje desvencijado por el tiempo donde el viajero puede prepararse espiritualmente para el camino. Desde su gran balconada de madera, llena de hamacas deshilachadas donde tumbarse, puede contemplarse un paisaje curativo. Sobre la superficie del río asoman bancales de arena en los que los muchachos, llegados hasta allí en barca, juegan al fútbol entre aves zancudas. El albergue, La Esquina del Lago, lo regenta un francés que hace muchos años se enamoró de esa tierra, se casó con una costarricense y se instaló allí. En sus mesas exteriores, al alcance de los mosquitos, sirven una comida elemental pero exquisita: ensalada de aguacate, gallopinto —arroz con frijoles— y algún pescado recién sacado del lago, como el guapote, de aspecto monstruoso pero suculento.
Guía
Cómo llegar e información
Iberia tiene vuelos en febrero desde Madrid y Barcelona a la capital, Managua, a partir de unos 670 euros ida y vuelta: www.iberia.com
Instituto Nicaragüense de Turismo: www.intur.gob.ni
Visita Nicaragua: www.visitanicaragua.com
Antes de emprender el viaje hacia El Castillo conviene visitar el archipiélago de Solentiname, un grupo de 36 islas famosas por su belleza y por su artesanía. Es fácil encontrar porteadores que te lleven en barca a hacer el recorrido, aunque los precios suelen ser abusivos. En la isla de Mancarrón, la más grande, se fundó una comunidad campesina. Allí pervive la iglesia de Ernesto Cardenal, Nuestra Señora de Solentiname, alzada en un entorno plácido donde las humildes casas de los habitantes desprenden una pulcritud que resulta difícil de ver en otras partes del país. En las islas de San Fernando y de La Venada —en realidad en todo el archipiélago— es posible visitar los talleres domésticos de los artesanos, que ofrecen sus pinturas naifs o sus tallas de madera de balsa reproduciendo pájaros coloristas. Son obras de aire primitivo y jubiloso.
Garzas y cormoranes
Lo más estremecedor de la visita, sin embargo, aguarda en la isla Zapote, conocida como la isla de los pájaros. No está permitido desembarcar en ella, pero la lancha se acerca hasta su orilla para que el viajero contemple la fronda de árboles abarrotados en sus ramas por aves quietas. La impresión, quizá mediatizada por la imaginería de Hitchcock, puede llegar a ser aterradora. Garzas, espátulas rosadas y sobre todo cormoranes observan desde la isla como si fueran un ejército al acecho.
El remonte del río rumbo a El Castillo, después de la visita a Solentiname, puede hacerse en lancha privada —a los mismos precios excesivos— o en la panga, una embarcación estrecha y despintada en la que se desplazan los lugareños. Cubre varias veces al día el trayecto San Carlos-El Castillo y va deteniéndose en pequeños fondeaderos de tierra de las dos riberas para recoger o dejar a los campesinos, que acarrean en la barcaza fardos grandes, bolsones con mercancías y hasta animales.
El viaje, que serpentea en paralelo a la frontera con Costa Rica, dura varias horas y es fascinante. A uno y otro lado, el paisaje va cambiando: boscaje tupido, praderas ralas, arboledas de diferentes especies, jungla. Aparecen y desaparecen chamizos miserables y muelles de madera desde los que los niños se arrojan al río. Y en la superficie del agua se ve la cabeza rugosa de cocodrilos y el lomo de grandes peces que saltan.
Un poco más allá de la mitad de camino está Sábalos, una población sin otro interés turístico que el de la soledad. Se puede dormir allí en habitaciones con terrazas silenciosas que dan al río y dejar pasar el tiempo mirando su curso.
El Castillo, en cambio, es un pueblo aseado y pintoresco. Justo a esa altura del río está el caudal del Diablo, que interrumpe la navegabilidad y que obligaba a los pasajeros a cambiar de barco. Ese fue el sentido fundacional del enclave y el alimento mayor de su prosperidad. Tiene hotelitos, restaurantes y tiendas de recuerdos. Y tiene sobre todo una impresionante fortaleza en ruinas que guarda la memoria legendaria de toda la historia centroamericana. Por allí pasaba la ruta de la fiebre del oro y hasta allí llegaban los piratas del Caribe. Aún quedan en la zona restos de vapores hundidos en el río a principios del siglo XX.
Desde lo alto del castillo se divisa una vez más un panorama resplandeciente. La luz prodigiosa de Nicaragua.
Luisgé Martín es autor de Todos los crímenes se cometen por amor (Salto de Página)
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