Moneo intimista

Era el hotel que le faltaba a Moneo. Después de firmar grandes obras, de crear escuela y asentar un modelo de intervención en el patrimonio escrupuloso con la historia, le faltaba ese proyecto intimista casi inadvertido en las formas y profundamente sincero en el fondo.

Un hotel pequeño surgido de la rehabilitación de un palacete del siglo XII en el cual la piedra, el arco, el capitel y la bóveda reclamaban no ser tocados. Nada advierte de que Moneo pasó por ahí. Arcos, capiteles y bóvedas siguen tal cual estaban. Y el patio interior, y la viguería a la vista, y los recovecos que dibujan los pisos de habitaciones. Como si el palacete adherido a la torre número 28 de la muralla romana hubiera sido un hotel de toda la vida en Barcelona, un hotel de césares, sabios y sumos sacerdotes. La arquitectura, cuando se escribe con mayúsculas, no necesita palabras.

Entremos. Disfrutemos del cobijo de Moneo. El servicio se ocupa de guardar el coche, si es que nos atrevemos a deslizarlo por las estrechas callejas del Barrio Gótico. Los lujos continúan en la recepción, en el recorrido de invitación por las instalaciones, sobre la terraza pavimentada del ático y sus portentosas vistas crepusculares.

Un artesonado medieval, policromías del siglo I… No terminamos con el arte cuando nos vemos sentados en la suave penumbra del restaurante, con Jean Luc Figueras, un cocinero con mucho oficio y un afrancesamiento comedido, de una rectitud intachable. En la gravidez del monumento se vuelven ligeras las 28 estancias. El arquitecto optó por no dejar huella, de manera que fluyen los espacios, se acomoda la luz diurna, se visten de tela las ventanas, alguna proyectada con balcones hacia el jardín vertical del patio de los naranjos. Ni muy amplias, ni muy escuetas, pero acariciadas por mil detalles personales. Igual que los cuartos de baño. Sedosas las luces, maniobrable la grifería, planas las molduras en Corian. Incluso los cosméticos, marca Molton Brown, no se hacen notar.

Al filo de la madrugada se apagan las velas de la ciudad, sin tráfico que interrumpa los buenos sueños. Queda el murmullo de alguna conversación escondida entre los estantes de la biblioteca, descansillo incógnito del antiguo camino de ronda que protegía la vigilia de la vieja Julia Augusta Flaventina Paterna Barcino. Barcelona, para los amigos.

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