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rutas urbanas

Con mi padre en Manhattan

‘Brunch’ en Pastis, cena en Nobu y un partido de baloncesto de los Knicks contra los Celtics. La hija prepara el viaje y el padre queda fascinado

El Empire State visto desde el Rockefeller Center (al fondo, la torre levantada en lugar de las Torres Gemelas).
El Empire State visto desde el Rockefeller Center (al fondo, la torre levantada en lugar de las Torres Gemelas).A. Bartuccio

La primera visión de Nueva York, que aparece por sorpresa en el horizonte cuando se llega en taxi desde el aeropuerto JFK, es una especie de regalo anticipado para el que contempla desde la distancia el imponente skyline.Yo había hablado a mi padre de esa vista, pero la mala suerte quiso que una niebla densa solapase por completo la silueta de los rascacielos. Eso me hizo pensar que el viaje no empezaba bien, aunque habíamos solucionado los trámites de inmigración con sorprendente rapidez después de suplicar a mi padre, muy amigo de las bromas, que se abstuviese de hacer ninguna gracia: los agentes de aduanas americanos no tienen sentido del humor.

Me había costado convencer a mi padre de que me acompañase a Nueva York: tiene 72 años, cierto respeto al avión y una querencia casi irracional por su casa de Lugo, su perro y sus rutinas. Pero, como me encargué de repetir cuando le anuncié que había comprado los billetes sin consultarle, Nueva York no es un viaje, sino una experiencia, y le hice llegar media docena de canciones homenaje a la ciudad, como si la voz de Alicia Keys, de Billy Joel o de Frank Sinatra fuesen el empujón que necesitaba para dejar de quejarse por lo que otros hubiesen considerado una oportunidad: visitar la ciudad más excitante del mundo junto a tu hija mayor, que además está en condiciones de hacer de guía. Por eso aquella lluvia impertinente y las nubes bajas se me antojaron una especie de boicoteo a unos días que había preparado minuciosamente: mi padre iba a darse un baño de Manhattan tanto si le gustaba como si no.

El hotel Soho Grand.
El hotel Soho Grand. N. Feanny

Nos alojamos en el Soho Grand, que me gusta porque cuesta pensar que es un hotel: junto a la recepción hay un lounge fastuoso y uno de los bares de copas más bonitos de la ciudad. Mi padre saluda a todo el mundo en castellano: ha dado por hecho que van a entenderle, y en cuatro días no saldrá de sus labios un hello o un thank you. Nos instalamos y salimos en taxi hacia Times Square, que nos recibe con su borrachera de luces y sonidos, leds publicitarios, reclamos de teatro, anuncios infinitos. Mi padre mira a su alrededor durante unos segundos, exactamente igual que todo el que pisa ese espacio delirante por primera vez: con una sorpresa que tiene mucho de aturullamiento. Como otros, busca las señales más conocidas, los datos del Dow Jones, un anuncio de Coca-Cola, el cartel de Mamma mia! “¿Qué hace ese tío?”, pregunta entonces. Miro hacia donde me indica y aparece el Naked Cowboy, un tipo medio desnudo con un sombrero tejano que desafía a las bajas temperaturas protegiéndose con un slip diminuto y una guitarra. “Es parte del paisaje”, le digo, “todo el mundo alucina cuando lo ve”. “Lo que a mí me alucina es que no esté muerto”. En efecto, el termómetro ha descendido por debajo de cero, y el hombre sigue contoneándose para las cámaras de los turistas.

El 'naked cowboy' en Time Square.
El 'naked cowboy' en Time Square. Bo Zaunders

Seguimos el paseo. Nuestra próxima parada es el Rockefeller Center, donde en plena noche decenas de personas ocupan la célebre pista de patinaje. Miro con nostalgia a quienes evolucionan por la superficie helada, pues en el siglo pasado fui una patinadora notable. Mi padre parece leerme el pensamiento: “¿Por qué no pruebas?”. “Porque tengo 43 años, hace 25 que no patino y no quiero romperme una pierna”. Me mira decepcionado: “No lo entiendo. Si yo supiese patinar…”.

Lo saco de allí antes de que insista y nos vamos a cenar un gigantesco sándwich de pollo y un batido de galletas Oreo. Se sorprende cuando ve el 15% de propina incluido en la cuenta y especula con lo que ocurriría si no lo dejásemos. Mejor ni probar: a un amigo que lo intentó lo persiguieron calle abajo dos camareros indignados.

Vendiendo sonriendo

El siguiente día fue el del encuentro con el Nueva York más tópico: Central Park, los almacenes Bergdoff Goodman, el despliegue bling bling del Trump Tower… Y, por supuesto, una parada en Tiffany. A mi padre le sorprende la amabilidad de los dependientes incluso con los que hacemos una compra modesta, y citamos a la adorable Holly Golightly: “Nada malo puede pasarte en Tiffany”. Pero no es solo allí: la paciencia, la simpatía y la profesionalidad del vendedor neoyorquino, especialmente en las tiendas de lujo, deberían ser incluidas en la lista de atractivos de la ciudad. En Michael Kors conducen a mi padre a un sofá comodísimo mientras me pruebo un vestido, y en Victoria’s Secret un guardia de seguridad le da conversación —junto a otros tres hombres vagamente incómodos por el festival de lencería— en un correcto castellano: “Uno podría quedarse a vivir en cualquiera de estas tiendas”, dice, “aunque supongo que esa es la cuestión: que quieren que te quedes”.

Marta Rivera de la Cruz con su padre, Paco Rivera Cela, delante de la Grand Central Station.
Marta Rivera de la Cruz con su padre, Paco Rivera Cela, delante de la Grand Central Station.

Almorzamos en el legendario bar de la Grand Central Station. Inaugurada en 1913, por ella pasan al año casi 150 millones de personas. Mientras tomamos sopa de ostras y unos calamares, recordamos las películas en las que apareció la estación de Grand Central Terminal, desde Con la muerte en los talones hasta Revolutionary Road o la serie Mad Men. No hay nada en esta ciudad que no hayamos visto en el cine, y mi padre confesó que esa sensación de déjà vu de celuloide le resultaba rara y agradable. Pensó en Tú y yo cuando subimos al Empire State, rememoró a Gordon Gekko mientras nuestro taxi culebreaba por Wall Street y evocó el bautismo de la sirena de Splash al arribar Madison Avenue. Nueva York es lo imaginado y lo intuido, las fotos, las películas, los tópicos. No hay ningún lugar donde sea tan grato portarse como un turista. Mi padre empezó a caer víctima de su influjo. Se compró un sombrero en Macy’s y unos guantes en Joe Fresh, y se aprovisionó de regalos de Navidad en una tienda de bisutería regentada por un chino que hablaba tanto inglés como él y con quien se entendió perfectamente. Curioseó entre los puestos del mercado ecológico de Union Square y elaboró un estudio sobre los precios de la fruta y la verdura (conclusión: qué caro es comer aquí). Se fotografió a la entrada de la biblioteca pública, comprobó que los miembros del Ejército de Salvación son exactamente igual que en la tele y me reconoció que la ciudad estaba superando sus mejores expectativas. Sentí un ramalazo de triunfo.

Las bóvedas de Rafael Guastavino en el Oyster Bar de la Estación Central.
Las bóvedas de Rafael Guastavino en el Oyster Bar de la Estación Central.B. Krist

Cenamos en Cipriani Downtown. El local estaba, como siempre, lleno de mujeres hermosas —Cipriani es letal para la autoestima femenina— y grupitos de excéntricos. Mi padre no quitaba ojo a las dos mesas que nos rodeaban: una pareja endomingada, ella cubierta de joyas y trasegando cigalas como si no hubiese un mañana, y una pandilla de modernos, todos con gorro de punto que no se quitaron. Cenamos pasta con almejas, y unas tartas exquisitas. Según mi padre, solo contemplar la fauna del local ya merecía la cuenta más bien abultada.

Dedicamos la mañana siguiente a recorrer la zona del Soho, con sus espacios industriales reconvertidos en tiendas. Mi padre, que considera un desperdicio gastar dinero en sí mismo, pero le encanta que yo caiga en la tentación, se alía con el dependiente de Kenneth Cole para que me compre el mismo pantalón en dos colores distintos, y me encuentro razonando en dos idiomas con dos hombres tozudos. Visitamos tiendas de saldo (mi padre adquiere dos pijamas y un jersey por 20 dólares), un gigantesco almacén chino enclavado en un local bellísimo de techos dorados y Dean and DeLuca, comprobando los precios del aceite de oliva y las conservas gallegas. Luego, el sacrosanto brunch del sábado en Pastis. Junto a nosotros, sin quitarse unos guantes de color crema, toma su bloody mary una dama de 200 años acompañada de tres muchachos de edad indefinida. Imaginamos qué relación les une mientras comemos huevos revueltos con tostadas y beicon.

Guía

» Rockefeller Center. 45 Rockefeller Plaza. La entrada a la terraza panorámica (www.topoftherocknyc.com; 20 euros) está en la calle 50 (entre las avenidas Quinta y Sexta); solo abre por las mañanas (de 8.00 a 12.00).

» The Metropolitan Museum of Art. Quinta Avenida con la calle 82. Abre de 10.00 a 17.30; viernes y sábados, hasta las 21.00. Entrada, 18.50 euros (precio voluntario).

» Oficina de turismo de Nueva York.

» www.discoveramerica.com

Por la tarde vamos al MET, a asomarnos en el poético estanque del templo de Dendur mientras desde las ventanas inmensas vemos tiritar los árboles de Central Park. Luego, al Radio City Music Hall. Todo allí es un delirio, desde el vestíbulo lleno de puestos de golosinas y regalos hasta el enorme anfiteatro con 6.000 localidades. Tal vez los números de baile y la demencial simetría de las Rockettes sean un espectáculo para turistas, pero no hay que perdérselo. Luego cenamos en Nobu. Gracias a que tuve la precaución de reservar mesa tres semanas antes, pasamos por delante de una veintena de personas que esperan a que se produzca el milagro de una anulación. Mi padre come sin protestar varios platos japoneses de fusión —él, que reniega de cualquier experimento gastronómico y considera un sacrilegio deconstruir la tortilla de patata— y ni siquiera hace ascos a la bandeja de sushi.

Después, como remate de lo que quería que fuese un día inolvidable, había reservado una mesa en el 230 de la Quinta Avenida, un bar de copas en el último piso de un rascacielos. Esperaba un ambiente distinguido y conversaciones en voz baja, y lo que encontramos es un número indeterminado de chonis bailando al ritmo de una música ensordecedora que hace imposible ninguna forma de comunicación humana. A mi padre no le molesta el ruido ni los empujones de la parroquia: está demasiado fascinado por la resistencia de tantas chicas con trajes minúsculos a las bajísimas temperaturas que se padecen en la terraza exterior. Soy yo quien inicia la retirada.

Para nuestro último día había preparado el número bomba: tenemos entradas para un partido de los Knicks contra los Celtics en el Madison Square Garden. Mi padre es un devoto del baloncesto, y me asegura que conocer un templo de la canasta le compensa el estar viendo, seguramente, el peor partido de la historia de los Knicks, que acaban perdiendo por 40 puntos. A mi padre le sorprende la falta de reacción del público ante el mal juego local: “Por la mitad de esto, en España le están mentando la madre al defensa”. Pero el espectáculo va mucho más allá: hay una sorpresa en cada tiempo muerto, en cada descanso: las cheer leader lanzan camisetas, baila un grupo de críos, se organiza un concurso o se transmite una petición de mano que tiene lugar entre el público —“la chica no está muy convencida, le dice que sí por educación, pero estos no se casan”— y mi padre, que ha pasado los primeros 10 minutos preguntándome cuánto han costado nuestras entradas casi a pie de pista, frunce el ceño al descubrir a alguien entre el público:

—Ahí hay un chico de Lugo.

Miro hacia donde me indica para dar fe de la tremenda casualidad: cuando hay por medio seis husos horarios y ocho horas de avión, tiene mérito encontrar a un paisano entre 20.000 almas. Descubrí al supuesto vecino, a quien mi padre estaba a punto de dirigir gestos amistosos.

—Papá… ese tío es Adam Sandler. El actor…

—O sea, que no es de Lugo.

—Me temo que no.

—Pues no sabe lo que se pierde.

Bienvenido a Nueva York, papá.

» Marta Rivera de la Cruz es autora de la novela La boda de Kate (Planeta).

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