Del Bósforo al mar Caspio, en moto
Vestigios cristianos en Estambul, coloristas bazares en Trabzon, a orillas del Mar Negro, un museo estalinista en Gori y la surrealista capital de Azerbaiyán, Bakú. Segunda etapa de una actualizada, y motera, versión de la Ruta de la Seda
Estambul es la ciudad del regreso. Uno de esos lugares en los que es tan fácil estar como difícil irse. También ocurre en Nueva York y Ciudad del Cabo. Estambul es una república en sí misma, una nación muy diferente a Turquía. Un país que huele a zumo de naranja recién exprimido, a basura, a azúcar derritiéndose, a perfume de mujer. Solar milenario en historia y eterno en futuro. Donde las minifaldas se alternan con los velos y las chicas beben cerveza, fuman y van a las mezquitas a rezar. Estambul, patria de todos y propiedad exclusiva de nadie.
Las monumentales mezquitas son quizá las atracciones turísticas más visitadas, pero a pesar de esta profusión de arte islámico, Estambul ha sido ciudad cristiana hasta fechas tan recientes como el siglo XV. La caída definitiva de Constantinopla y de los restos del Imperio Romano de Oriente se produce en 1453; hasta entonces era la capital bizantina y aún quedan restos visibles de aquella época, como las murallas, la iglesia Aya Sofia o la Torre Galata, construida por los genoveses.
Esta gruesa torre me recuerda la campaña militar realizada en defensa de Bizancio por el almogávar Roger de Flor y la Compañía Catalana de Oriente a principios del siglo XIV. Aliados del emperador bizantino, obedecían a los intereses de la Casa de Aragón y como enemigos de la República de Génova, utilizaron un incidente menor durante las bodas de Roger de Flor para desencadenar una matanza de más de tres mil genoveses. El emperador Andronico II, temiendo el poder que había logrado el mercenario con sus victorias, ordenó su asesinato. Sesenta años más tarde Bizancio era un imperio vasallo de los otomanos y siglo y medio después, caía Constantinopla.
MAR NEGRO
Bordeando la ribera del Mar Negro llego a Trabzon, la antigua Trebisonda, donde desembarcara Rui González de Clavijo, el explorador enviado por Enrique III el Doliente, hasta Samarcanda. La ciudad es enorme y se desparrama por la ladera de una montaña que vigila el mar. Esta población era en el siglo XV una polis griega. De hecho, llegó a ser un imperio nacido como consecuencia de la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204, aunque, la verdad sea dicha, fue un imperio modesto, acosado por los otomanos. Para mantener su independencia tuvo que rendir vasallaje y pagar tributo a Tamurbec, es decir, a Timor el Grande, emperador mongol a cuya corte asiática llegó González de Clavijo, y único poder capaz de derrotar a los otomanos.
Esta ciudad resulta mucho más real y turca que Estambul. Justo detrás de mi modesto hotel está el mercado de frutas con todo su colorido. En los bazares de alimentos se aloja la vida más popular, los personajes más genuinos y los más fotogénicos.
En una plazoleta descubro una tienda de textiles llamada Ali Bey. Tal vez sea por el espía español llamado Domingo Badia, quien a principios del siglo XIX, y por orden de Godoy, recorrió Marruecos disfrazado de príncipe árabe. A su vuelta escribió un libro de éxito: Viajes de Ali Bey. La vida nómada se había apoderado de él y de nuevo regresó al disfraz. Sin embargo, su baraka había caducado y los agentes británicos lo descubrieron en Damasco. Se sospecha que murió envenenado.
GEORGIA
La cortés policía georgiana y los relucientes edificios nuevos de Batumi son el mejor escaparate de lo que el país quisiera ser: Europa. Las vacas sueltas, los conductores homicidas y las pobres colmenas grises de factura soviética son la fotografía de lo que es Georgia en realidad: un país que flota entre dos mundos sin ser aceptado por ninguno. Ni es Oriente ni es Occidente. Demasiado occidental para los orientales; excesivamente oriental, pobre y lejano para los occidentales. Georgia nada entre dos aguas y a pesar del abandono al que la condena Europa y al acoso al que la somete Rusia, no se ahoga. Pero tampoco despega, a pesar de que Batumi, ciudad del Mar Negro y único gran puerto comercial del país, vive un frenesí de edificaciones: torres, rascacielos, hormigón, acero y cristal. Pero a pie de calle, los taxis son viejos Ladas y los hombres vegetan en el desempleo y el vodka.
GORI
En Gori nació Stalin y hay un museo dedicado a él sin asomo de crítica o censura. Aquí no ha habido perestroika, ni revisión histórica, ni caída del Muro, ni paz, piedad y perdón. Se mantiene inalterada desde los tiempos oscuros de la época de las purgas, las deportaciones y el GULAG.
Stalin, hijo único cruelmente maltratado por un padre alcohólico, gobernó la Unión Soviética con mano de hierro desde 1929 hasta su muerte en 1953. Aupado por Lenin a un cargo político aparentemente hueco, fue maniobrando incluso antes de la muerte de su mentor hasta hacerse con el poder absoluto. Lo usó como un depredador despiadado en busca de su supervivencia a toda costa. Deportó pueblos enteros y depuró a cualquiera del que sospechara desafección.
La institución la fundó el mismo Stalin en la calle donde estaba su humildísima casa de niño. Derribó el barrio primitivo y construyó un mamotreto de cemento para mayor gloria suya, pero, romántico él, mantuvo en pie la vivienda familiar como testimonio de la dureza de su infancia. Su padre era zapatero y su madre, ama de casa. Su rostro se repite en decenas de fotografías. Es el retrato de un héroe que se fugó cinco veces de las prisiones en que lo encerraron.
AZERBAIYÁN
Cruzo la frontera con asombrosa rapidez para tratarse de Azerbaiyán. Destacable es la preocupación de militares y policías por saber si he estado en la odiada Armenia. Por supuesto que no, respondo. Si hubiera ido tendría serios problemas porque los vecinos están en guerra por la región de Nagorno Karabaj, autoproclamada República Independiente, pero que los azeríes consideran territorio de Azerbaiján ocupado ilegalmente por Armenia.
Voy a Shaki, pueblecito en las estribaciones del Cáucaso. Por supuesto, conducen mal; por supuesto, hay baches; por supuesto, es arriesgado, pero la carretera está en un estado aceptable y el paisaje es verde y fértil. Bajo el sol declinante del atardecer que alarga nuestras sombras, todo se revela de una gran belleza y las gentes de una enorme amabilidad. Los adultos tienen la dentadura dorada, son encantadores y me indican el camino con toda deferencia. Atravieso un bosque mediterráneo frondoso rodeado de praderas donde pastan las vacas. A mi derecha tengo unos montes redondeados alfombrados de hierba y a mi izquierda las abruptas montañas del Cáucaso. El sol se pone a mi espalda y me cruzo con pastores y carreteros.
BAKÚ
El recorrido cruza densos bosques mediterráneos hasta que asciende unas lomas y, posteriormente, realiza un pronunciado descenso. Comienza el desierto. Al final espera Bakú, la surrealista capital del petróleo, donde conviven infraviviendas y monumentales edificios de acero y cristal pagados con el oro negro que brota de los pozos perforados en el Mar Caspio.
Miquel Silvestre (Twitter: @miquelsilvestre) es autor de La emoción del nómada (Comanegra)
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