Los secretos del Museo de la Kasbah de Tánger
Un recorrido por los rincones más desconocidos y sugerentes del monumento público más valioso de la ciudad
Decían que en el palacio del sultán de Tánger una inscripción en piedra escondía, como en un relato mágico, la fecha de construcción del edificio. Un día, alguien sumó, según una antiquísima equivalencia de tradición oral, las letras que componían una parte de un friso, marcada llamativamente en verde, de Dar El Boukhari, la parte privada del palacio. Et voilà, como en los mejores misterios del cuento, esa inscripción habló: y la correspondencia dio 1151 (según el calendario musulmán, el 1737-1738 d.C.). Esa inscripción forma parte hoy de las salas que sólo se abren al público con motivo de actividades en el Museo de la Kasbah (plaza de la Kasbah; ((00212) 539 932 097), que actualmente ocupa buena parte de las antiguas estancias que en su tiempo sirvieron como vivienda del sultán, y también como juzgado y cárcel de la ciudad. Pero cuando el viajero entra en el museo siempre puede preguntar por esa misteriosa inscripción y, con un poco de suerte, quizás las puertas se abran y le dejen ser testigo de esa suma prodigiosa.
Y es que el actual Museo de la Kasbah, el antiguo Dar el-Makhzen (Casa de Gobernación), conserva entre sus muros decenas de momentos de refinamiento y belleza, pero también de cantos a quienes construyeron el más valioso monumento público de Tánger con sus propias manos. Ubicado en la Kasbah, la ciudadela fortificada de la medina, el palacio del sultán guarda secretos al abrigo de las guías turísticas más manidas. Secretos dejados, de Fez a Tetuán, pasando por Italia, por su fundador, el pachá Ahmed Ben Ali Rifi, cuyo padre había expulsado a los ingleses de Tánger en 1684, y secretos de quienes siguieron viviendo allí, los sultanes Moulay Slimane, Moulay Hassan o Moulay Hafid, el último residente, que se quedó en el palacio hasta 1912.
Muchos visitantes se detienen delante de la imponente caja de hierro forjado de la sala de la tesorería, a la derecha tras franquear el umbral del museo. Pero pocos saben que para abrirla era necesaria una combinación de cuatro botones, con tres personas pulsando al mismo tiempo. Una auténtica tarea de fuerza e ingenio para acceder a los bienes más preciados del sultán: oro, documentos, impuestos. Los ojos han de seguir subiendo desde la caja, porque una sala que guardaba tan preciados bienes debía tener un techo a la altura. Y a fe que lo tuvo: una cúpula de 16 ángulos, original de principios del siglo XVIII, esculpida a mano, y en la que la pintura natural que la decoraba todavía deja ver sus restos.
A los artesanos que hicieron del palacio un lugar para el ensueño está dedicada la inscripción que recorre la Sala de la Cúpula Verde. Allí, el sultán recibía a los diplomáticos extranjeros que habitaban en Tánger. Merece la pena detenerse en este espacio, el más amplio del patio interior, y recorrer el friso que homenajea a los artesanos y glosa la belleza a la que dieron forma con sus propias manos. En el mismo patio, otro pequeño gran secreto: las medias lunas que aparecen, sorpresivamente, en medio de los capiteles corintios. Un guiño local a los artesanos romanos, que en aquellos tiempos intercambiaban con Marruecos mármol por caña de azúcar. Un poco más arriba, si la vista prosigue su curso desde las columnas, unas pequeñas ventanas con mocárabes marcan el espacio de las mujeres. Criadas, esposas, amigas, que desde allí podían contemplar el trasiego constante del patio sin temor a miradas indiscretas, ver sin ser vistas.
El mismo deseo de privacidad presidía el Riad sultán, un jardín de tipo andalusí al que se accede por la escalera ubicada en la esquina izquierda del patio. Con su fuente central de mármol, su pozo y sus árboles de enormes raíces con ocho siglos de vida, el jardín constituía un espacio en el que el sultán podía recrearse huyendo del bullicio de la ciudad.
No cuesta trabajo imaginar cómo debía ser la vida en el palacio al descubrir toda esta pléyade de secretos. Pero si el visitante todavía quiere sentir un poco más la atmósfera del pasado, tiene que detenerse, si no lo ha hecho antes, en la silla central, la más alta, del pasillo que da acceso al patio desde la entrada del museo: en ella se sentaba la novia para ser vestida y maquillada el día de su boda según un complejo ritual. A su lado se situaba luego el novio, y los dos se intercambiaban leche y dátiles como preludio al principio del resto de sus vidas juntos.
Levantado sobre las ruinas del Upper Castle construido por el ocupante inglés, ubicado según la leyenda sobre un templo dedicado a Hércules, el palacio del sultán desvela algunos de sus secretos mientras guarda todavía muchos otros entre sus muros encalados. Como en todas las buenas historias.
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