Madagascar a 15 por hora
Medio día de viaje para 160 kilómetros. Un tren contra la prisa
El rumor de que el tren está a punto de llegar pone en efervescencia a los viajeros que se congregan en el andén de la estación de la pequeña localidad de Sahambavy, en su mayor parte turistas blancos que optan por el ferrocarril para recorrer los 160 kilómetros de distancia que separan esta altiplanicie, sembrada de bosques tropicales, plantaciones de té y bananas, del sureste de Madagascar de la tranquila ciudad de Manakara, en la costa del océano Índico. La babel de voces va subiendo de tono y la gente se pone en movimiento sin saber bien adónde ir, presa de ese nerviosismo contagioso que surge siempre que un tren llega a una estación en cualquier parte del mundo. Pero, de repente, todo vuelve a paralizarse. La atronadora voz del jefe de estación, impecablemente vestido, con pantalones negros, camisa blanca, gorra de plato del mismo color y con una Biblia en la mano y un crucifijo colgando del pecho, se impone desde el centro del andén. Está convocando a los presentes para rezar por la buenaventura de un viaje que ya antes de empezar resulta sorprendente. Nada más terminar las oraciones, como convocado por ellas, un sonoro pitido que siembra el pánico y la desbandada entre los numerosos gallinas y patos que picotean entre las vías anuncia la presencia inminente del convoy, que parece llegar jadeando, ya cansado, pese a haber recorrido tan solo 20 kilómetros desde Fianarantsoa, el punto de partida de la única línea operativa de tráfico de pasajeros del país, en los que ya ha acumulado una hora de retraso.
Un orden imperceptible en medio de un aparente caos permite que los pasajeros encuentren acomodo con rapidez, los blancos y algunos locales privilegiados, en sus asientos reservados en cualquiera de los dos vagones de primera, los cuales aún conservan restos de coquetería y comodidad, a pesar de sus melladuras y mutilaciones, y los malgaches, hacinados en segunda. Nada más reanudarse la marcha comienza el espectáculo. Un impresionante documental sobre la naturaleza se proyecta de forma permanente a través de las grandes ventanillas, solo interrumpido por los obligados fundidos a negro al atravesar los 48 túneles que, junto a los 60 puentes colgantes, configuran un trazado que se antoja imposible y que, sin embargo, ha permitido conectar esta aislada región con el mundo desde el año 1936. A derecha e izquierda, a lo largo de muchos kilómetros, crece una tupida selva tropical, dominada por gigantescos árboles de troncos blancos, cuyas copas desmelenadas resultan fantasmagóricas al verse envueltas por el cendal de la niebla. A sus pies, la vegetación se enmaraña en sí misma formando redes tan intrincadas que apenas dejan pasar la luz del sol. Y cuando esa cortina vegetal se descorre un momento se pueden ver cascadas, precipicios escalofriantes, ríos que corren sobre tortuosos lechos de piedras, altas montañas de roca desnuda que parecen abombar su pecho sobre la masa arbórea o diminutas aldeas de cabañas escondidas en los claros de la selva. Una visión idílica de cómo era este país antes de que se deforestaran el 90% de sus bosques.
El tren va descendiendo desde la altiplanicie hasta el mar al ritmo local, mora mora, despacio despacio. Contribuye a ello el hecho de que se detiene en todas las estaciones, acaso el aliciente principal de este viaje sin horarios, fuera del tiempo. Es obligado echar pie a tierra en cada parada, dejarse envolver por la batahola de los vendedores ambulantes de comida; someterse al escrutinio y las demandas de la legión de niños que rodean a cada vazaha, extranjero, al que, a cambio de lo que le piden, le ofrecen una sonrisa en la que se puede descubrir un mundo ideal; o cuestionarse los más elementales principios de la física al comprobar cómo unas superficies aparentemente abarrotadas tienden a dilatarse para dar cabida a los nuevos viajeros y a sus equipajes, que van despareciendo de la vista rápidamente según son succionados por las puertas y las ventanillas de los astrosos vagones de segunda clase. Es el momento de avituallarse en esos mercados al pie de la vía, mientras con el rabillo del ojo se controla cómo marcha la operación de carga de sacos en los vagones de mercancías, actividad que determina, en definitiva, el tiempo de duración de cada parada y que, en ocasiones, parece interminable. Aunque la oferta culinaria tiende a repetirse de una estación a otra, conforme avanza el tren surgen especialidades. Así, frente a los habituales buñuelos de harina dulces, chamosas, cuencos de arroz, salchichas de cebú fritas, trozos de pollo, pescado seco o pasado por la sartén, frutos secos, plátanos y piñas, aparecen bandejas con camarones, cangrejos de río o los sabrosos lichis, una fruta de apariencia extraña típica de esta región.
Abanico perfecto
La aparición de pequeños bosques de árboles del viajero, una planta endémica de Madagascar cuyo tronco puede medir 10 metros de altura y sus hojas, de largos peciolos, se abren en un abanico perfecto en su copa, llamada así porque los viajeros sedientos podían encontrar depósitos de agua en ella, anuncia la inminente entrada del tren en la llanura, sembrada de palmerales, cocoteros y jacarandas cuyas siluetas se van difuminando conforme va cayendo el sol. Cuando se hace de noche llega la parte más dura del viaje. Ya no hay paisajes que disfrutar y, en las paradas, apenas se puede ver nada, solo se escucha la incansable voz de los niños emergiendo de las sombras. Las muchas horas transcurridas empiezan a pesar, y el sonido que emite el tren al chocar con cada juntura de las vías se transforma en una especie de escandaloso segundero que mide el paso del tiempo, que, a estas alturas, casi doce horas después, se antoja ya excesivo.
Guía
Dormir
Información
» En Fianarantsoa: Raza-ôtel; Salary Bay; Tsara Guest House (www.tsaraguest.com); Hotel Cotsoyannis (cotso@malgasy) y Hotel Zomatel (www.zomatel-magadascar.com).
» En Sahambavy: Lac Hotel.
» En Manakara: Hôtel Parthenay Club, Les Flamboyants y Magneva Hôtel.
» www.madagascar-tourisme.com.
» www.travelmadagascar.org.
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