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Reportaje:FUERA DE RUTA

Ngorongoro, el nido de África

Un cráter en Tanzania que condensa la variedad y la emoción de la vida salvaje

Masáis sobre una duna.
Masáis sobre una duna.AG

Los elefantes avanzaban directamente hacia nosotros. Abría el paso una hembra, una pequeña cría correteaba entre las moles grises de los otros adultos, y cerraba el grupo un macho enorme. Se apagaron los motores de los camiones y se hizo el silencio en la sabana. Ahora solo se oía el viento y, sobre él, el ruido sordo de las pisadas y del batir pausado de las amplias orejas. Antes de cruzar la pista, el macho se detuvo. Nos miró. Levantó su inmensa cabeza, inclinó el corpachón hacia delante y dejó bien claro que nos convenía quedarnos aún más quietos de lo que ya estábamos. Después, los elefantes continuaron la marcha como si no estuviéramos, con la elegante arrogancia que solo pueden mostrar los más grandes.

Buena parte de los turistas que viajan a Tanzania o a la vecina Kenia lo hacen en busca de una experiencia semejante a la que he descrito, que tiene que ver con la fascinación por los paisajes y los grandes mamíferos africanos originada en la infancia y, por tanto, casi indestructible. En mi caso, además, se daba la circunstancia de que acudía por primera vez en mi vida a una boda sentimental. Se trata de una boda romántica y muy literaria, sin papeles de por medio, a la que se llega con un mínimo de tres conexiones muy complicadas de vuelos, en la que los contrayentes realizan un rito exótico con cierto desparpajo, y en la que los invitados, familia y amigos, demuestran con su presencia un cariño casi feroz por el nuevo matrimonio imaginado.

Circulábamos en camiones preparados para el cómodo avistamiento de animales -sin cristales y con una plataforma delantera para poder ponerse de pie- por las llanuras del Serengueti en dirección al cráter del Ngorongoro, en el Gran Valle del Rift. La región del Serengueti alberga uno de los ecosistemas más ricos del planeta, y allí se producen cada año las grandes migraciones de ñus y cebras. En su vertiente tanzana, en el parque nacional del Serengueti, habíamos tenido la oportunidad de ver, en apenas dos días, leones, leopardos, guepardos, servales, hienas, búfalos, elefantes, jirafas, ñus, gacelas de Thompson y de Grant, babuinos, cocodrilos, águilas, avutardas, grullas y otras muchas especies. El rotundo paisaje de hierba quemada -en la época seca, entre mayo y octubre- punteado de acacias en pie o derribadas por elefantes, con manchas verdes en los humedales, apenas ofrece lugares donde esconderse. Es puro y cruel, huele a vida y a muerte. Aquí y allá, como testigos del pasado volcánico de estas tierras, se levantan los kopjes (en holandés, pequeñas cabezas), formaciones rocosas donde se refugian quienes quieren no ser vistos o ver sin serlo.

Por pistas polvorientas, entramos en el área de conservación del Ngorongoro. Una de sus particularidades es que allí se permite vivir a los masáis, esa tribu de guerreros y pastores altaneros, temidos y admirados por los primeros viajeros occidentales. Convertidos en atracción turística, incapaces de adaptar su fiero e independiente estilo de vida a los nuevos tiempos, su rápida decadencia se explica no por inferioridad darwiniana, sino por legítimo orgullo.

La primera vista panorámica de la caldera del Ngorongoro, desde lo alto de una de sus laderas, impresiona. Se trata de un volcán extinto que quizá fue, antes de entrar en erupción, más alto que el cercano Kilimanjaro. El núcleo fundido se hundió en la tierra y las escarpadas laderas cayeron hacia el interior hasta reducirse a la altura actual. En el cráter, de 20 kilómetros de diámetro, conviven miles de animales en una suerte de reserva natural tan antigua como bien preservada. Los rayos de sol atravesaban las nubes y bañaban un paisaje árido, dominado por la mancha blanca del lago alcalino Magadi o Makat, sal en lengua masái.

Coloridas pulseras

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Allí, mientras disfrutaba de la vista, me ocurrió la única experiencia antropológica del viaje digna de mención, si exceptuamos las clásicas que proporciona cualquier viaje en grupo. Me di la vuelta y me encontré de bruces con una mujer masái, alta y vestida con una shuka o tela roja, que me ofreció un muestrario de coloridas pulseras. Sonreí e hice un gesto con la cabeza diciéndole que no quería comprar nada. De pronto su rostro se transformó en puro espanto y corrió hasta desaparecer tras una loma. Obsesionado con la anécdota, creí encontrar una explicación al leer The tree where man was born, de Peter Matthiessen, un muy interesante recorrido por el África Oriental. Matthiessen hablaba de la creencia, muy extendida entre los habitantes de la región, en la existencia de licántropos -en su caso, hombres hiena-, y pensé que quizá eso fue lo que la joven mujer vio en mí. Después, más sereno, consideré una explicación más racional: la masái se encontró con un turista y, sencillamente, tuvo la feliz idea de huir.

Tras hacer noche en el Rhino Lodge, un hotel situado en lo alto, entre bosques, visitamos el cráter. Lo que hace única la visita del Ngorongoro es la proximidad a la hora de observar la fauna salvaje. Literalmente, puedes ver el color de los ojos de una cebra o, por poner como ejemplo un animal menos agraciado, de un facocero. Allí, la sensación de ser un intruso se hace casi insoportable. Es maravilloso, pero da cierto pudor estar tan cerca de los animales. Por suerte para ellas, cuando vimos aparearse a una pareja de avestruces, estaban a un centenar de metros.

El último habitante del Ngorongoro que divisamos antes de abandonar la caldera del cráter fue un viejo elefante. Probablemente había nacido antes que cualquiera de nosotros. Aquel paquidermo con las amplias orejas cuarteadas, mordidas por los años, representaba el espíritu indómito del continente africano, allí donde comenzó todo, un lugar en el que el tiempo se define con otras palabras y otros ritos, y donde la lucha consiste en mantenerse en pie. O, al menos, eso quise ver yo.

» Nicolás Casariego es autor de Carahueca: no puedes escapar de lo que ya está dentro (Temas de Hoy).

En el cráter del Ngorongoro se pueden ver leones, leopardos, guepardos, búfalos, jirafas, ñus, gacelas, babuinos, cocodrilos, águilas y elefantes.
En el cráter del Ngorongoro se pueden ver leones, leopardos, guepardos, búfalos, jirafas, ñus, gacelas, babuinos, cocodrilos, águilas y elefantes.BLAINE HARRINGTON

Guía

Información

» Oficina de turismo de Tanzania

(www.tanzaniatouristboard.com). » Parque nacional del Serengueti

(www.serengeti.org). La agencia independiente Kananga (www.kananga.com) ofrece viajes a la zona, incluyendo el Ngorongoro.

» El área de conservación del Ngorongoro es patrimonio mundial y la web de la Unesco da información en http://whc.unesco.org/en/list/39.

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